Skip to content

Pere Ortega

La guerra de Ucrania, la OTAN y cómo superar esta crisis

Los conflictos, todos, desde los interpersonales a los estatales, tienen como mínimo dos actores y a menudo muchos más, y todos ellos tienen responsabilidades con mayor o menor grado en las causas que han originado el conflicto. Esto viene a cuento de buscar las causas del conflicto actual en Ucrania y ver cómo han actuado los estados y qué responsabilidades han tenido en esta guerra.  

Durante el proceso de desintegración de la URSS, entre 1989 y 1991, en noviembre de 1990 se reunieron en París todos los países miembros de la OTAN y el Pacto de Varsovia en una cumbre que dio paso a la Carta para una Nueva Europa, generadora de muchas esperanzas, pues ponía fin a la guerra fría con un conjunto de medidas de desarme y de cooperación entre todos los estados reunidos: entre las más apreciadas, la firma del Tratado de Limitación de Fuerzas Convencionales en Europa (CFE), que reducía substancialmente el militarismo en suelo europeo. Esta Conferencia dio paso al nacimiento de la posterior Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), que tenía como cometido articular una nueva estructura de seguridad para Europa mediante mecanismos de prevención de conflictos entre los 56 países miembros, todos los de América del Norte, Europa y Asia Central.

Fueron momentos de esperanza, pues suponía la reconciliación entre los dos bloques hasta entonces enfrentados y abría paso en Europa a una propuesta de seguridad y cooperación compartida entre todos sus miembros. Pero pronto las esperanzas se convirtieron en frustración, cuando poco después, en Roma en 1991, se reunieron los estados miembros de la OTAN para discutir sobre el futuro de la Alianza. La OTAN se quedaba sin enemigo, la URSS, y por tanto sin misión. Pero lejos de tomar el mismo camino y autodisolverse como hizo el Pacto de Varsovia, buscó nuevos peligros para justificar su continuidad. En esa cumbre, el entonces presidente de EE.UU., George Bush padre, preguntó a sus aliados europeos si querían continuar en la OTAN o preferían construir su propia defensa. Todos los presentes de forma unánime y sin ninguna objeción aceptaron la continuidad de la OTAN.

La nueva OTAN surgida de aquella cumbre tomó la decisión de introducir cambios importantes en su estructura. La más destacada: definir una nueva identidad de seguridad y defensa.

Se trataba de definir unas nuevas fuerzas armadas, hacerlas más polivalentes, más reducidas, más flexibles, más profesionales, mejor armadas y con capacidad de llevar a cabo respuestas inmediatas. Esta nueva OTAN consideraba los peligros y desafíos como multifacéticos y multidireccionales. Así se sustituyó la antigua amenaza de la URSS por desafíos provenientes de cualquier punto cardinal, pero sin señalar específicamente su carácter. Añadiendo que estos desafíos podían poner en peligro los intereses estratégicos occidentales. Lo cual determinaba la necesidad de disponer de unas fuerzas armadas con características diferentes a las que la OTAN había tenido hasta entonces. Y se confería a la OTAN la “posibilidad” de actuar en la pacificación de conflictos en cualquier lugar del planeta cuándo las necesidades lo exigieran. Todo lo cual fue aprobado de forma definitiva en la Cumbre de la celebración del 50 aniversario del nacimiento de la OTAN, en Washington, en abril de 1999, donde se adoptó el denominado Nuevo Concepto Estratégico (NCE), que enterraba de manera definitiva las esperanzas puestas en la Carta de París de 1990 y desautorizaba a la OSCE como organismo mediador de la seguridad europea. La OTAN se erigía como organismo político militar con la misión de salvaguardar la seguridad de los países miembros frente a cualquier peligro que amenazara el modelo político y económico occidental.

Esta nueva OTAN inició su expansión hacía las fronteras rusas, admitiendo paulatinamente a Bulgaria, República Checa, Hungría, Polonia, Rumania, Albania, Croacia, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania, Montenegro y Macedonia del Norte, hasta alcanzar los actuales treinta países miembros. Algo que para Rusia sólo podía ser interpretado como una amenaza, pues rompía las promesas hechas por George Bush y su secretario de estado James Baker al líder soviético Mikhail Gorbachov, cuando se le pidió que no se opusiera a que la Alemania reunificada se uniera a la OTAN a cambio de que la OTAN no se moviera “ni una pulgada hacia el Este”. Sin embargo, esa promesa no se cumplió y algunos de los arquitectos intelectuales de la línea dura de la Casa Blanca durante la guerra fría, como Thomas Friedman, Zbigniew Brzezinski o George Kennan, predijeron que se estaba cometiendo un grave error, pues tal decisión irritaría las tendencias nacionalistas, antioccidentales y militaristas en Rusia, acarreando probablemente nuevos conflictos en el futuro. Pero en aquellos momentos prevalecía el triunfalismo del “final de la historia” de Francis Fukuyama que empujaron a la expansión del modelo neoliberal en lo político y del capitalismo en lo económico. Una euforia triunfalista que impulsó a la OTAN a admitir en su seno a las exrepúblicas soviéticas, ofreciendo de paso a los fabricantes de armas la oportunidad de hacerse con un mercado nuevo y enormemente lucrativo: al ser admitidas en la Alianza, aquellas repúblicas se convertían en nuevos clientes a quienes se exigiría la adquisición de equipo militar occidental compatible con las fuerzas armadas de los países occidentales de la OTAN.

En ese tránsito, la estrategia de la nueva OTAN fue reconfigurada en una cumbre posterior, en noviembre de 2010 en Lisboa, donde se actualizó la NCE con una característica de gran importancia: el paso de la OTAN, de organización defensiva —donde sólo se podía utilizar la fuerza armada en caso de agresión a alguno de sus miembros (artículo 5 del Tratado) y con la condición de que ésta se produjera en territorios al norte del trópico de Cáncer (artículo 6)— a un organismo militar ofensivo que desbordaba el ámbito del Tratado fundacional hasta alcanzar todo el planeta, lo cual convertía la OTAN en un organismo militar mundial.

La continua expansión de la OTAN hacia las fronteras rusas fue acompañada en 2002 de la ruptura por parte de EE.UU. del Tratado sobre Misiles Antibalísticos (ABM) firmado con la URSS, que limitaba la instalación de mísiles y antimisiles en Europa con el fin de evitar una guerra nuclear, y que tenía como fin la denominada “destrucción mutua asegurada” —lo cual, a pesar de lo terrorífico de la definición, evitaba un ataque nuclear entre las dos potencias—. La ruptura de aquel Tratado permitió posteriormente a EE.UU. la puesta en marcha de un Escudo Antimisiles compuesto por satélites espía, radares y misiles, con la misión de detectar un ataque con misiles por parte de Rusia contra EE.UU. En las fronteras con Rusia, se instalaron radares en la República Checa y baterías de misiles en Polonia y Rumania.

Más tarde, en agosto de 2019, EE.UU. llevaba a cabo una nueva ruptura, la del Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (INF) de eliminación de mísiles de medio y corto alcance (entre 500 y 5.500 km), del cual también se retiró inmediatamente Rusia. Un Tratado que había servido para eliminar la posibilidad de enfrentamiento nuclear en suelo europeo y que ahora dejaba la puerta abierta a nuevos enfrentamientos. Y así ocurrió, pues todas esas cuestiones exacerbaron al Kremlin y desembocaron en que Vladimir Putin respondiera instalando baterías de misiles en Kaliningrado, modernizando su arsenal nuclear y anunciando la puesta en marcha de nuevos misiles hipersónicos capaces de traspasar el Escudo sin ser detectados. Es decir, gracias a la agresiva política llevada a cabo por EE.UU. a través de la OTAN, se iniciaba una nueva carrera de armamentos que, además, reabría la posibilidad de un enfrentamiento nuclear en Europa.

La crisis de Ucrania

Después de todo lo expresado en el apartado anterior, resulta evidente que existen suficientes razones para que el Kremlin se sintiera amenazado por la continua expansión de la OTAN hacia sus fronteras y alertara de que la petición de incorporación de Ucrania y Georgia a la OTAN constituía una seria amenaza para su seguridad. Un problema ya constatado durante la crisis que se desencadenó en Georgia en 2008, cuando los territorios de Osetia del Sur y Abjasia —que se administraban de manera independiente del gobierno de Georgia dada la abrumadora mayoría de población prorrusa—fueron atacados por el ejército georgiano después de unos disturbios internos. Rusia reaccionó interviniendo en favor de las dos regiones y derrotando a las fuerzas armadas georgianas, e inmediatamente los dos territorios se declararon repúblicas independientes bajo la tutela de Rusia. Ahora, en un caso similar, aparece la guerra de Ucrania.

Que la población ucraniana tenga el corazón dividido entre la Europa occidental y oriental es natural, porque la historia de esta región cuenta mucho. No se puede olvidar que Stalin sometió a Ucrania a un saqueo de sus cosechas que mató de hambre a millones de personas en 1933; como tampoco que durante la 2ª Guerra Mundial los ejércitos de la Alemania nazi, con el apoyo de grupos ultranacionalistas pronazis locales, mataron a varios millones de ucranianos, muchos de ellos prorrusos; ni que Crimea sufrió una limpieza étnica por parte de Stalin, deportando a los tártaros a Asia central —porque sus jefes habían colaborado con los nazis— y repoblándola con rusos; ni que, años después, en 1954, Nikita Kruschov decidía de manera inesperada “regalar” Crimea a Ucrania, sin pensar que algún día la URSS se podía desintegrar y esa república convertirse en un Estado independiente.

Tras la independencia de Ucrania en 1991, inmediatamente surgieron tensiones entre los partidarios de permanecer bajo la órbita de Rusia y los de acercarse a la Europa occidental. Por otro lado, los gobiernos que se fueron sucediendo en Ucrania adolecieron del mismo problema que sufrieron la mayoría de las exrepúblicas soviéticas, incluida la propia Rusia: la enorme corrupción causada por la privatización de las empresas y servicios del Estado, que fueron a parar a manos de personajes cercanos al poder. Todos los presidentes que se fueron turnando en el gobierno de Ucrania (los Kuchma, Yanukóvich, Yushchenko y Timoschenko) han sido oligarcas enriquecidos por el despojo de bienes del Estado que, a su vez, han permitido que la corrupción impregnara toda la estructura política y económica de Ucrania.  

Pero en 2004 la política ucraniana sufrió un cambio cuando el primer ministro prorruso Yanukóvich se enfrentó al candidato europeísta y opositor Yushchenko. En la primera vuelta, Yanukóvich ganó por un raquítico margen (39,87% frente un 39,32% de su rival). La oposición acusó a Yanukóvich de falsificaciones masivas de votos e inició protestas y huelgas pacíficas que desembocaron en la «revolución naranja», responsable de la caída del gobierno corrupto de Yanukóvich. Tras un fallo del Tribunal Supremo que hizo repetir las elecciones, accedió a la presidencia el candidato opositor Yushchenko, con un nuevo gobierno que también tuvo mucho de indeseable, al recibir el apoyo del ultranacionalista, neofascista y xenófobo partido Svoboda.

Tras el éxito de la revuelta pacífica de 2004, las diversas elecciones posteriores demostraron que el país continuaba dividido y, en 2009, el prorruso Yanukóvich volvió a ganar las elecciones, esta vez refrendadas por observadores internacionales. Una etapa de nuevo llena de tensiones debido a que el gobierno anterior había iniciado negociaciones para un acuerdo de asociación con la UE y con la OTAN, lo cual fue rechazado por el nuevo presidente Yanukóvich. Una actitud que provocó de nuevo masivas protestas de la población, hasta llegar a la revuelta o revolución pacífica del EuroMaidan de 2013, que hizo caer otra vez al gobierno de Yanukóvich. Entre las primeras medidas del nuevo gobierno provisional figuró la de declarar el ucraniano única lengua oficial, por lo que la lengua rusa dejó de enseñarse en las escuelas de las comunidades de mayoría rusa. Un agravio que se sumó a las diferencias que dividían a las dos comunidades que habitan en el Donbás y que dio pie a un enfrentamiento armado en las provincias separatistas de Lugansk (donde un 69% es de población rusa) y Donestk (75%) y a la anexión inmediata de la península de Crimea (68% de población rusa) por Rusia. Se trata de territorios donde las elecciones dieron la mayoría a los partidos prorrusos y que, después de la revolución del Euromaidan, escogeieron quedarse dentro de la órbita rusa.

Todo lo expresado hasta aquí no justifica la invasión de Ucrania por parte de Rusia, merecedora de la condena unánime por una intervención militar que viola la soberanía de un estado incumpliendo el derecho internacional. Pero tampoco se debe olvidar y denunciar que eso mismo lo llevó a cabo la OTAN en Bosnia (1995), en Kosovo contra Serbia (1999) y, más adelante, en Afganistán e Irak —donde EE.UU. también violó la Carta de Naciones Unidas con guerras ilegales— y en las intervenciones en Libia, Somalia y Siria.

Salidas a la guerra de Ucrania

Una vez iniciada la invasión de Rusia en Ucrania, los países miembros de la UE deberían haber jugado un papel mucho más relevante a la hora de activar todas sus capacidades diplomáticas para frenar las operaciones militares de ambas partes, reclamando el respeto al derecho internacional para poder establecer un alto el fuego y así poder iniciar un proceso de negociaciones con el que restablecer el Tratado de Minsk II, u otro similar que posibilitara una mesa de negociación para llevar acuerdos de paz a la región. Partiendo de la premisa que la construcción de la paz nunca proviene del uso de la fuerza y que esta solo puede conseguirse a través del diálogo y la negociación. Ese es el camino que debe intentarse para encontrar una salida a la guerra en Ucrania. La UE debe activar todos sus mecanismos políticos en la consecución de un renovado acuerdo de paz entre Ucrania y Rusia donde las dos partes entiendan que saldrán beneficiadas, y no derrotadas, que los acuerdos que se consigan aportarán cambios para la seguridad de ambos países.

Unos acuerdos de paz que busquen una transformación del conflicto del Donbás para dar satisfacción a la población de este territorio, recobrando los acuerdos de Minsk II mediante un estatuto de autonomía o de independencia que tenga en cuenta las realidades sociales, culturales y políticas de la población, aunque estás pasen por dividir el Donbás en una parte adherida a Rusia y otra en manos de Ucrania.

Sobre la controvertida división entre los partidarios del envío de armas y ayuda militar al Gobierno de Kiev y sus contrarios, se debe hacer prevalecer el sentido común de que la vía militar alargará el conflicto, produciendo más dolor, sufrimiento y muertes entre la población, y que este conflicto —como todos—solo puede tener solución por la vía del diálogo. Con un agravante: el Gobierno de Kiev está armando a la población civil, lo que acrecienta la guerra civil interna entre los partidarios de uno y otro bando. Y con un añadido mucho más perverso: una vez acabe el conflicto, ese armamento ligero puede ser desviado a través del mercado ilegal hacia el crimen organizado o hacia grupos armados que operan en otros lugares.

Proponer una desmilitarización de la región para garantizar que en el futuro no se vuelva a reproducir un conflicto entre las partes hoy enfrentadas, así como hacerla extensible al resto de países europeos y a Rusia, como medio para reducir las tensiones entre ambas partes e impedir el fortalecimiento de dos bloques enfrentados en Europa.

Abandonar cualquier propuesta de expansión de la OTAN hacia las fronteras de Rusia, que además debería ser complementada por el desmantelamiento del escudo antimisiles y las baterías de misiles instaladas en las repúblicas de Este de Europa. Lo contrario solo puede ser percibido como una amenaza para la seguridad de Rusia.

Descartar cualquier tipo de sanción económica que pueda causar, directa o indirectamente, un daño indiscriminado a las poblaciones de los países afectados por la guerra de Ucrania.

Fortalecer la relación de interdependencia entre Europa Occidental y Rusia, que si ya existe en lo económico, especialmente en el ámbito energético, también se debe vincular a lo político y cultural para reducir en el futuro la probabilidad de nuevos enfrentamientos.

21 /

3 /

2022

La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.

Walter Benjamin
Tesis sobre la filosofía de la historia (1940)

+