La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
José Luis Gordillo
Contra la nueva guerra fría
Quien esto suscribe firmó, junto con Juan-Ramón Capella, una nota en el boletín de febrero titulada «No a la guerra, no a las armas», en la que muy eufóricamente afirmábamos «cualquier instancia de análisis geopolítico no sometida a la justificación del Imperio sabe que Rusia no pretende atacar a nadie.» Desgraciadamente, nos equivocamos de medio a medio. Valga lo que sigue a modo de purga y penitencia por tan craso error de apreciación.
Rusia ataca Ucrania occidental
La acción ordenada por Putin el pasado 24 de febrero constituye una grave violación del artículo 2, 4 de la Carta de la ONU, que prohíbe el uso unilateral de la fuerza de un Estado contra otro, en especial cuando se recurre a ella para violar su independencia política o su integridad territorial, como sería el caso de lo ocurrido en Ucrania occidental (así voy a llamar a partir de ahora a la Ucrania de Kiev, que es a la que apoyan EE.UU. y la UE) desde finales del mes de febrero.
El ataque ordenado por Putin es una acción imperialista en toda regla. Rusia merece por ello la repulsa de todos los antiimperialistas. También es un crimen de agresión que encaja como un guante en la definición jurídica del mismo prescrita por el Derecho Internacional. Eso hace a Rusia merecedora de muchas de las sanciones que le ha impuesto la Unión Europea, aunque tal cosa no sea una buena noticia para la propia UE si se tiene en cuenta el efecto búmeran que las mismas van a tener sobre la economía del viejo continente. Si dichas sanciones hubieran estado dirigidas en exclusiva contra los multimillonarios rusos que apoyan a Putin, serían justas, oportunas y hasta podrían ser útiles para empezar a desmantelar los paraísos fiscales (no caerá esa breva).
La UE también ha decidido enviar armas a Kiev. Rusia vende a Europa el 30% del petróleo y el 45% del gas que necesita, además de otras materias primas y minerales. De este modo, el Estado ruso obtiene financiación para sus gastos militares. Con lo cual se da la paradoja de que varios estados de la UE, más allá de las ardientes soflamas belicistas de sus dirigentes, están, por un lado, financiando la agresión a Ucrania y, por el otro, están también enviando armas al gobierno de Kiev. Con ello pretenden impulsar una «guerra popular prolongada» en el centro de Europa y en un país en el que se encuentran el estercolero radiactivo de Chernóbil y quince reactores nucleares en funcionamiento. Están, pues, arrojando peligrosamente gasolina al fuego desde los dos lados del conflicto. Un modo de proceder un tanto incoherente, para decirlo con suavidad.
En todo caso, el ataque ruso a la Ucrania occidental puede tener explicación pero no justificación. Por tanto, aunque los niveles de hipocresía, manipulación e instrumentalización que estamos viendo estos días son en muchos casos vomitivos, nos sumamos a la condena de ese ataque sin la doble moral de tantos dirigentes políticos occidentales y de tantos creadores de opinión. Nosotros no somos como ellos.
Nosotros ya sabíamos que Putin y su círculo más cercano conciben a las poblaciones como peones —y víctimas— de una estrategia de resarcimiento de las humillaciones recibidas. Lo sabíamos al menos desde hace dos décadas, desde que Putin fue nombrado primer ministro del gobierno ruso en 1999 y reactivó inmediatamente la guerra en Chechenia. También nos parecía, todo sea dicho, que el gobierno de Putin era más frío, inteligente y sagaz que el gobierno del brutal Boris Yeltsin, que había disuelto el Parlamento ruso a cañonazos y había empobrecido con sadismo a la población rusa. Por eso, esta acción militar nos ha sorprendido, pero no tanto por su criminalidad, sino por su manifiesta torpeza.
Hace veinte años, Putin era muy bien recibido en los cenáculos del poder occidental, como en el Foro de Davos o en las exclusivas reuniones anuales del G-8, como por ejemplo en la de Génova de julio de 2001. En ella se reunieron, entre otros, Bush II, Schröder, Chirac, Berlusconi, Blair, Chrétien, Koizumi, Prodi y Putin. La cumbre fue contestada por una movilización antiglobalización sin precedentes. Berlusconi protegió la celebración de esa cumbre —y a quienes en ella participaban— con una represión de una dureza inusitada, que comportó el asesinato policial de Carlo Giuliani y, entre otros actos de violencia, el asalto por las fuerzas del orden a la Escuela Díaz donde se alojaban algunos activistas antiglobalización.
Como ya teníamos conocimiento de su falta de escrúpulos, ya convocábamos entonces manifestaciones para denunciar la brutalidad de Putin y para demandar el final de la guerra en Chechenia, como, por ejemplo, la que se convocó en Barcelona el 12 de diciembre de 1999 por toda una serie colectivos, partidos de izquierdas, sindicatos y por el mismo colectivo editor de esta revista y de una revista hermana como fue En pie de Paz. Por desgracia, la manifestación fue de esas en que todo el mundo se conoce y la prensa de la época ni siquiera se hizo eco de la convocatoria. Chechenia entonces parecía estar muy lejos de las preocupaciones de los mandamases del mundo y de las de la mayoría de la opinión pública.
Rusia y EE.UU. deciden por todos nosotros
Hay partes de Ucrania (lo que a partir de aquí llamaremos la Ucrania oriental) que no han sido atacadas por Rusia porque ya las controlaba con anterioridad, como sería el caso de Crimea, anexionada por la Federación rusa en 2014, y las prorrusas repúblicas del Dombás, en donde viven alrededor de cinco millones de personas, separadas de facto de Kiev el mismo año y que han sido atacadas desde entonces por el ejército ucraniano y han sido defendidas por milicias armadas, instigadas y apadrinadas por Rusia.
Porque en Ucrania, desde hace ocho años, se viene librando una guerra civil con intervención de EE.UU., Rusia y otros actores internacionales, que ya ha provocado catorce mil muertos, de los cuales tres mil trescientos civiles, y el desplazamiento de setecientas cincuenta mil personas (según los datos manejados por la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los derechos humanos y por Carlos Taibo en su libro Rusia frente a Ucrania, Los libros de la Catarata, Madrid, edición de 2022, p. 120). Para tener un buen diagnóstico de lo que se está dirimiendo en Ucrania conviene no echar en saco roto lo que ha ocurrido con anterioridad al 24 de febrero.
Las gentes de la Ucrania atacada por Rusia merecen toda nuestra solidaridad, al igual que la merecen todas las personas que desde 2014 vienen padeciendo en la zona oriental del país la violencia generada por los enfrentamientos entre las fuerzas armadas a las órdenes de Kiev y las milicias del Dombás. Conviene decir esto porque poca gente lo está diciendo y porque todas las vidas importan. No hay población civil buena y población civil mala: sólo hay población civil que, cuando comienzan a sonar los primeros disparos, tienen muchos números para convertirse en los daños colaterales de las acciones bélicas. Además, la población de Ucrania en su totalidad, como antes lo fue la de Bosnia, Kosovo, Afganistán, Iraq, Georgia, Siria o Libia, se ha convertido en la nueva carne de cañón de las jugadas pretendidamente maestras o desesperadas de los estrategas de las potencias nucleares.
Digo esto también porque considero necesario ampliar el foco del análisis y abundar en la cuestión de si Rusia, siendo como ya he dicho el principal culpable de lo que ahora está pasando en Ucrania, es también el único actor internacional responsable del proceso histórico anterior al ataque que ha desembocado en la dramática situación actual.
Recordemos que la agresión de Rusia a Ucrania occidental se produjo tras un hecho tan relevante como fue la ruptura de las negociaciones entre el gobierno de EE.UU. y el gobierno ruso.
Recordemos, asimismo, que antes de que la OTAN atacara Yugoslavia en 1999 estuvimos todos muy atentos a las llamadas «negociaciones de Rambouillet» entre EE.UU. y la cúpula de lo que quedaba del Estado yugoslavo. Cuando la OTAN inició el ataque contra Yugoslavia, en grave violación también del art. 2.4 de la Carta de la ONU y con una justificación bastante similar a la que está invocando ahora Putin (los rusos del Dombás y del resto de Ucrania serían sus específicos albanokosovares oprimidos y perseguidos), los dirigentes occidentales justificaron sus bombardeos humanitarios por la ruptura de las negociaciones.
Si entonces tal cosa fue importante —o eso nos dijeron—, ahora también debe tenerse en cuenta. En las negociaciones previas al ataque a Ucrania occidental, al igual que ocurrió con Kosovo, no han participado los directamente afectados: ni los gobernantes de la Ucrania de Kiev, ni de la Ucrania del Dombás, ni ningún gobernante europeo, ni tampoco ningún representante de la Unión Europea. El vociferante Josep Borrell, que dice que se va a acordar de quienes disientan de la política de la OTAN/UE en esta crisis, tampoco estaba presente: lo suyo es repetir como un loro lo que le diga Biden y punto. Seguro que entre los aliados se llamaron por teléfono, se enviaron correos electrónicos, mensajes de WhatsApp y hasta fotos por Instagram, pero al final sólo fueron dos los actores políticos que negociaron y rompieron esas negociaciones: EE.UU. y el gobierno ruso que ya venían interviniendo en la guerra civil de Ucrania desde 2014.
En esos reales o supuestos intentos de llegar a acuerdos para evitar lo peor, EE.UU. ha participado en nombre de todos nosotros, de todos los europeos y de todos los ucranianos. Eso incluye a Alemania, uno de los dos puntales del eje central de la Unión Europea. La ruptura de las negociaciones y la consiguiente invasión rusa de Ucrania occidental ha comportado para ella la decisión de no poner en marcha algo tan vital para su economía como es el gasoducto Nordstream 2, que importa gas de Rusia.
El dirigente europeo que más ha intentado paliar esa falta de participación europea ha sido Macron, que corrió a negociar con Putin quince días antes del ataque y fue recibido por éste con un desdén lamentable (lo de sentarlo en la otra punta de una mesa muy larga ya era un mensaje bastante expresivo al respecto) para que quedara claro que lo consideraba un actor secundario sin poder efectivo de decisión. Hemos leído en la prensa diaria que Macron (La Vanguardia, 21 de febrero de 2022) le ofreció al dirigente ruso la neutralidad de Ucrania, pero al parecer eso no fue suficiente para cambiar sus planes.
En realidad, de dichas negociaciones sólo sabemos lo que los participantes en ellas han tenido a bien explicarnos, a saber: que los EE.UU. insistían en que Ucrania debía entrar en la OTAN y Rusia decía que no aceptaría nunca tal cosa al estimar que eso comportaría la instalación de bases militares con misiles nucleares apuntando hacia sus ciudades desde la misma frontera occidental. Si eso ha sido así, entonces hay que decir claramente que la exigencia de que Ucrania entrara en la OTAN sólo era importante para los juegos geoestratégicos de EE.UU., no para las poblaciones de los países de la UE.
Ucrania, por su conflictividad interna y como sucede con Chipre, no tiene fácil entrar en la OTAN hasta que no se pacifique internamente. Lo contrario exigiría que todos los estados miembros de la Alianza Atlántica tomasen partido por uno u otro bando de la guerra civil y, a continuación, en aplicación del artículo 5 del pacto atlántico, arremetiesen militarmente contra el bando contrario. Desde hace ocho años, meter a Ucrania en la OTAN comporta meter a la OTAN en una guerra en la que está implicada Rusia que, como todos sabemos, es una potencia nuclear.
Por si esto fuera poco, la incorporación progresiva de muchos países en la Alianza Atlántica —tres decenas en este momento— complica la toma de decisiones porque, según el artículo 10 del pacto atlántico, la aceptación de nuevos miembros debe hacerse por unanimidad; es decir, que la negativa de uno solo hace imposible la admisión.
Hay quien dice que esta vez no hay ni que mencionar a EE.UU. y la OTAN (¡no miréis hacia ahí!, nos ordenan con un tono de voz de sargento chusquero) porque todo se debe a la crueldad de Putin y al carácter expansionista de su nacionalismo gran ruso de extrema derecha. Se trata de un expansionismo muy extraño porque consiste básicamente en atrincherarse en las propias fronteras y desde allí lanzar algo así como el zarpazo de la bestia acorralada. En todo caso, que EE.UU. se haya enrocado en esas negociaciones previas en la defensa del difícilmente realizable derecho de Ucrania a formar parte de la OTAN, revela su absoluta indiferencia respecto a la vida y el bienestar material de los ucranianos y del resto de europeos.
Contra la nueva guerra fría
De lo dicho hasta ahora se deriva que no solo Putin concibe a las poblaciones en general y a la de Ucrania en particular como meros peones de sus planes geoestratégicos. A los dirigentes de EE.UU. habría que preguntarles por qué no aceptaron las propuestas razonables de seguridad compartida formuladas por Putin, las cuales, al fin y al cabo, eran las mismas que habían planteado todos los dirigentes rusos desde 1989 y que, durante cerca de diez años, fueron respetadas después de que Gorbachov accediera a apoyar la reunificación alemana y la disolución del Pacto de Varsovia (si no se hubiera prometido a Gorbachov el alejamiento de la OTAN de las fronteras rusas, no hubiera apoyado ni lo uno ni lo otro).
Me temo que si la guerra se alarga y sus consecuencias humanas, económicas y sociales se van haciendo sentir cada vez con más intensidad en la vida de las poblaciones europeas, habrá que volver, una y otra vez, al momento anterior a este acto de barbarie para que nuestros supuestos protectores frente a Rusia den una respuesta convincente a dicha pregunta, lo cual es importante por varias razones.
La primera, porque si Biden hubiera aceptado la conveniente neutralidad de Ucrania tal vez ese país no habría sido atacado y parte de su población no habría tenido que huir en masa. Si a esto se le quiere llamar despectivamente políticas de apaciguamiento, llámese, pero antes de hacerlo conviene meditar cinco minutos sobre las siguientes palabras de George Beebe, antiguo analista de la CIA sobre Rusia y antiguo asesor de Richard Cheney, el todopoderoso vicepresidente de Bush II: «La elección que nosotros [EE.UU.] hemos tenido respecto a Ucrania —y uso el pasado intencionadamente— era si Rusia ejercía su veto a la entrada de ese país en la OTAN en la mesa de negociaciones o en el campo de batalla. […] Y nosotros elegimos asegurarnos de que el veto se ejerciera en el campo de batalla con la esperanza de que Putin se detuviese o que la operación militar fracasara». (Declaraciones recogidas por el periodista Zeeshan Aleem en su artículo «Russia’s Ukraine invasion may have been preventable» en el portal de la MSNBC, 4 de marzo de 2022; trad. mía.)
La segunda razón tiene que ver con el hecho palmario de que la OTAN no va a salvar a los ucranianos. Como ya ocurrió con las invasiones de Hungría en 1956 y de Checoslovaquia en 1968 por la URSS, la OTAN se muestra absolutamente impotente ante situaciones como la que están padeciendo los habitantes de Ucrania. Es más: su intervención militar sería contrafinalística porque podría llevar a una escalada que podría culminar en una guerra nuclear que, en lugar de liberar a alguien, achicharraría a todo el mundo.
Vale la pena no olvidar esta evidencia cuando en junio se celebre en Madrid la cumbre de dicha organización y, además de proferir múltiples insultos contra los pacifistas, sus pregoneros afirmen que la OTAN sigue siendo muy necesaria para defendernos de las sucesivas reencarnaciones de Adolf Hitler. La OTAN sólo es realmente útil para perpetuar la intervención norteamericana en los asuntos europeos, no para garantizar una seguridad común a todos los europeos. Hay que reconocer, no obstante, que Putin le ha hecho el mejor regalo propagandístico posible a EE.UU. y a la OTAN justo cuando, tras la pandemia y el estrepitoso fracaso de la invasión de Afganistán, todo el mundo se estaba empezando a olvidar de la retórica de la «guerra contra el terrorismo». Las potencias nucleares se retroalimentan entre sí, ya se sabe.
La tercera razón tiene que ver con que el final de esta tragedia pasará, en el mejor de los casos, por alguna clase de negociación que deberá recibir alguna clase de bendición internacional, y conviene que los europeos decidan si quieren participar en ella como actores principales o como actores secundarios a las órdenes de Washington. Y recuérdese que Rusia forma parte de Europa y EE.UU. —una maldita obviedad— no forma parte de ella. Somos nosotros, los europeos, los que tenemos que convivir con la actual Federación Rusa y, por ello, debemos encontrar la manera de articular un sistema de cooperación y seguridad con Rusia, ya sea la Rusia de Putin o ya sea la Rusia del que vendrá después de Putin, so pena de retornar a los peores momentos de la guerra fría de 1949-1991.
No está claro que la línea de actuación de EE.UU./OTAN en relación con Ucrania pueda conseguir el objetivo de provocar la retirada de las tropas rusas de ese territorio, pero si así fuera, eso no sería suficiente para detener el sufrimiento de la población ucraniana. EE.UU. también debería garantizar que ya no considera a Ucrania una rampa de lanzamiento para seguir hostigando a Rusia y, por tanto, se debería comprometer a dejar de instigar, armar, apoyar y crear falsas expectativas a los dirigentes de Kiev. Si las tropas rusas se retiran y se reactiva la guerra interna contra las repúblicas del Dombás, en poco tiempo podría volver a estallar un conflicto militar a gran escala. La UE debería exigírselo a EE.UU. con una sola voz. Y si esa unanimidad no es posible, entonces que París y Berlín lo planteen claramente.
También deberíamos invitar a todo el mundo a repensar lo que ha sido la posguerra fría. Y a lo mejor, pensando en ello, llegamos a la conclusión de que lo único relevante que ha ocurrido en Europa desde 1991 es que, con independencia de los cambios económicos y políticos ocurridos en Rusia y de su sumisión a los dictados occidentales, la línea de fractura política y militar entre las potencias nucleares se ha desplazado desde el centro de Europa a las fronteras con Rusia por decisión de EE.UU. La lógica del exterminismo, de la que nos hablaba E. P. Thompson hace cuarenta años, ha continuado sin prisa pero sin pausa mientras la mayoría de los europeos creía vivir una época de paz y prosperidad.
En consecuencia, será oportuno recordar que el movimiento por la paz no alineado de los años ochenta (con el END a la cabeza) demandaba la disolución de los dos bloques militares, del Pacto de Varsovia y de la OTAN, no solamente la disolución del primero, y que el hecho de haber desistido de conseguir ese objetivo ha tenido consecuencias catastróficas para todos los europeos y quién sabe si también para toda la humanidad. Porque el sufrimiento de la población ucraniana puede ser instrumentalizado para justificar el inicio del gran enfrentamiento entre EE.UU./UE y Rusia/China con el que sueñan los intelectuales orgánicos del complejo militar-industrial occidental. Y esto va a ocurrir en un contexto que, como ha señalado Antonio Turiel, es ya el de la Era del Descenso Energético o, lo que es lo mismo, el de la época de la lucha desesperada por el control de los recursos escasos.
24 /
3 /
2022