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Edward Herman

Había que destruir Faluya para salvarla

8 de noviembre de 2004
Semana a semana, se van acentuando cada vez más los paralelismos entre la guerra de Irak y la de Vietnam. Ahora nos anuncian que las fuerzas norteamericanas han cercado Faluya y están a punto de desencadenar un ataque masivo para recuperarla. Ya la están bombardeando con obuses y misiles, así que podemos tener la práctica certeza de que quedará destruida y con muchísimas bajas entre la población civil. Faluya debe ser destruida para salvarla de ser controlada por una fuerza resistente que se opone a la invasión/ocupación y al control estadounidense; también fue el caso de Ben Tre en Vietnam, la ciudad que dio pie a la famosa frase «Tuvimos que destruir la ciudad para salvarla», acuñada por un oficial estadounidense que llevó a cabo la destrucción. Entonces, como ahora, los medios de comunicación y los intelectuales de tertulia daban por sentado que Estados Unidos tenía derecho a invadir y destruir un país lejano para moldear su política.

En ambos casos se observa esta facilidad con que se recurre a armas avanzadas contra una población relativamente indefensa, la aceptabilidad absoluta de unas cifras elevadas de víctimas civiles y, naturalmente, la máxima ocultación posible de estas cifras gracias a la colaboración de los medios. En Vietnam no hubo recuentos de víctimas civiles; líderes estadounidenses como Colin Powell y el general Tommy Franks han afirmado explícitamente que los recuentos de víctimas civiles iraquíes no son un asunto de interés y que, de hecho, «No hacemos recuentos de víctimas» (Franks). En Vietnam, los juristas llegaron incluso a acuñar la expresión «regla del mero amarillo», que plasmaba su actitud respecto a la población autóctona a la que supuestamente estábamos salvando. En Irak, los invasores denominan «hayis» a los del país: término despectivo que encaja con las incursiones en las casas, el trato a los prisioneros y también, una vez más, en lugares con mucha población civil, con el uso abundante de armamento de alta tecnología (bombas pesadas, bombas de racimo y municiones de uranio empobrecido).

Los malos tratos a los prisioneros a gran escala y las condiciones carcelarias deplorables son también un elemento común. En Vietnam se emplearon extensamente métodos de tortura electrónicos; en muchos casos, los aplicaban efectivos locales asesorados por Estados Unidos y entrenados para el uso de esos métodos tan modernos. Después de interrogar a los prisioneros, habitualmente se los mataba, a veces dejándolos caer desde aviones en vuelo. También se hicieron famosas en Vietnam las «jaulas de tigres», predecesoras de las jaulas empleadas en Guantánamo.

En ambos casos, el poder ocupante impone un gobierno títere con líderes dispuestos a cumplir órdenes y a dar carta blanca a los bombardeos y ataques de Estados Unidos. En Vietnam se celebraron «elecciones» en 1966 y 1967 bajo unas condiciones de falta de libertad que hasta resultan cómicas; ganó por amplia mayoría una junta militar que reconocía abiertamente que no podía competir con los insurgentes en el terreno puramente político. Esas elecciones reconfortaron mucho a los medios de comunicación estadounidenses. En enero, es posible que Irak celebre unas elecciones no muy libres (véase mi artículo «Cheney, el New York Times y las elecciones de Afganistán, El Salvador e Irak» el próximo mes de diciembre en Z Magazine). Entretanto, quien gobierna nominalmente el país es Ayad Allawi, escogido directamente por los responsables estadounidenses pero considerado por los medios de comunicación (y por Kofi Annan y Naciones Unidas) como un auténtico líder de Irak. En los prolegómenos del «rescate» de Faluya, los oficiales estadounidenses ¡afirman estar esperando el visto bueno del señor Allawi, jefe del estado soberano de Irak! Claro, y como que hubo que pedir permiso a los generales Ky y Thieu para devastar su país con Agente Naranja y napalm!

En ninguno de estos casos ha adoptado la ONU medida alguna para poner freno a una agresión directa que infringía su carta fundacional. De hecho, esta vez ha habido una cierta regresión: Kofi Annan y compañía se han dejado manipular hasta el punto de prestarse a la agresión estadounidense. En primer lugar, dejaron que Estados Unidos jugara con ellos convirtiendo la amenaza de las armas de destrucción masiva en un asunto serio, aunque al final hubo que pasar por encima de la ONU cuando las inspecciones dieron resultados que no justificaban la conquista. En segundo lugar, tras la ocupación-invasión, la ONU fue inducida a dar el imprimátur a la ocupación, acelerando el declive de su papel como organismo de paz y convirtiéndose en instrumento manifiesto de la agresión y el imperialismo.

En ambos casos, el agresor aprovecha el gran desorden provocado por la ocupación-invasión para justificar ulteriores intervenciones y más muertes: después de provocar una enorme inestabilidad y de haber espoleado una tenaz resistencia ante sus tácticas horripilantes, el responsable de la inestabilidad se ampara en la necesidad de «estabilidad» para justificar su permanencia y matanzas aún mayores. Naturalmente, la única estabilidad que persigue el agresor es la que logra algunos de los objetivos de la agresión: a poder ser, la transformación del país atacado en estado vasallo (objetivo todavía vigente en Iraq); en caso contrario, como en Vietnam, una victoria parcial sin control, pero tan devastadora para el país y tan mortífera para muchos de sus ciudadanos más vigorosos y productivos que fue incapaz de proyectar un modelo de desarrollo que pudiera competir con los vasallos de Estados Unidos que se habían beneficiado del holocausto vietnamita.

Tanto en Vietnam como en Irak, se complica la salida del país atacado cuando resulta que la pacificación se cobra un coste mucho mayor de lo previsto. Perder en Vietnam ante los «comunistas» ­y encima, «enanos amarillos» (Lyndon Johnson)­ resulta intolerable, y supone un gran coste político, como perder en Irak ante un colectivo insurgente harapiento, heterogéneo pero cada vez más movimiento de masas, y sin un solo helicóptero. Así pues, se retrasa la retirada; en el caso de Vietnam, varios años. Estados Unidos es buen perdedor y hoy en día la poderosísima extrema derecha clamaría al cielo por el abandono de nuestros nobles objetivos de muerte por mandato divino. En ambos casos, dado el enorme compromiso que supone la ocupación-agresión, surge el problema de la pérdida de credibilidad y el temor de que la amenaza proyectada por Estados Unidos ante otras razas inferiores pierda efecto.

Además, frente a cualquier derrota, real o aparente, el público estadounidense estaría menos dispuesto a apoyar futuras agresiones. En parte, el problema se resuelve eligiendo sólo objetivos débiles, demonizando a sus líderes y derrotándoles rápidamente para marcharse luego con la misma rapidez. A la administración Bush le ha dolido la imposibilidad de cumplir prontamente su «misión» en Irak, pero ahora que ha ganado las elecciones y no hay valores morales que entorpezcan su voluntad de matar (los valores principales de quienes apoyan al presidente no incluyen, desde luego, el «No matarás»), es previsible una escalada de violencia, empezando por Faluya.

En ambos países, republicanos y demócratas han compartido papeles importantes en la matanza colectiva: Eisenhower y Nixon, Kennedy y Johnson en Vietnam; Bush-1 con la guerra del Golfo Pérsico de 1990 y su hijo, que retoma el testigo en 1993-1994; Clinton con su gestión de las «sanciones de destrucción masiva» que mataron a más de un millón de civiles iraquíes, y Blair, que a lo largo de su mandato ha ido bombardeando Irak sistemática e ilegalmente; así como John Kerry, que votó a favor de la guerra de Bush-2 y prometió llevarla hasta el final, con más tropas y una permanencia mínima de cuatro años.

En resumidas cuentas, eso de destruir pueblos, ciudades y países para salvarlos impidiendo que caigan fuera de la órbita de control del Gran Capo es una política bipartidista e integral al imperialismo sumamente militarizado de Estados Unidos. Este hecho no cambiará si no se transforma la economía estadounidense, actualmente orientada a la dominación, la expansión y la guerra sin fin.

[Fuente: Znet, http://www.zmag.org
Traducción de Mary Fons. Texto proporcionado por Agustí Roig]

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2005

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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