La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Nuria Alabao
¿Un feminismo centrado en la cuestión sexual o en la transformación social?
Es evidente que no se puede hablar de feminismo en singular. Hoy más que nunca existe un movimiento diverso que está cruzado por disputas de clase, intereses divergentes y luchas por el poder. Una de las líneas de fractura más evidente es la que parte de quienes concebimos el feminismo como una herramienta fundamental para retar la actual configuración social injusta y el sistema económico –y que por tanto lo entendemos como parte de un proyecto de transformación más amplio–, y aquellas que piden igualdad dentro de lo existente: su 50% del infierno. Para algunas de estas liberales –o socialdemócratas– el feminismo puede llegar a ser un instrumento para un proyecto personal de ascenso social, justificar invasiones con el objetivo de “liberar a las mujeres” –como en Afganistán– o servir para el refuerzo del sistema penal –como la nueva Ley de Libertad Sexual que incluye una propuesta de criminalización de la prostitución–.
Durante la segunda ola –los 60, 70, parte de los 80– fue cuando se produjeron muchos de los debates y las aportaciones teóricas que todavía llegan al presente. En esos años se produjo un momento de fuerte agitación política y un despliegue extraordinariamente rico de diversos movimientos feministas que pusieron en el centro la cuestión sexual y retaron la división sexual del trabajo y el mandato de domesticidad. Una parte importante de esos feminismos asumió una retórica de liberación y se vinculó con los movimientos de protesta en marcha –aunque también cuestionaron el papel subordinado de las mujeres en ellos–. En esos años, por supuesto, también tuvo un papel relevante el feminismo liberal, el de la igualdad formal, con organizaciones como NOW en EE.UU., donde participó Betty Friedan que en su La mística de la feminidad había analizado los problemas de insatisfacción de las mujeres de clase media que no se conformaban ya con ser amas de casa.
Liberal o revolucionario, lo esencial de esos años es la producción de nuevas herramientas políticas. El feminismo abrió líneas de pensamiento novedosas que habían estado excluidas de la política porque habían sido conceptualizadas como pertenecientes al ámbito privado. Los grupos de autoconciencia significan eso: convertir el malestar en algo político porque a partir de lo que nos atraviesa podemos dar cuenta de áreas enteras de desigualdad –explotación– que estaban invisibilizadas. Por ejemplo la cuestión del cuerpo y la sexualidad, que se reivindicó como un ámbito de disfrute y autonomía para las mujeres a la vez que se pedían derechos reproductivos –y se cuestionaba la heterosexualidad y la monogamia obligatorias–. También se empezó a contestar la violencia en un momento en que en muchos lugares la violación dentro del matrimonio ni siquiera se consideraba delito. Precisamente fue a partir de la cuestión sexual que surgió todo un ámbito de producción teórica en Europa –sobre todo en Francia– y en EE.UU. En este último país, Sulamith Firestone y Kate Millet –entre otras– fundan la corriente radical que tuvo una extraordinaria influencia en todo el feminismo posterior. Para ellas, y reutilizando términos marxistas, las mujeres somos una clase y la sexualidad es núcleo fundamental de la opresión que sustenta las relaciones de dominio de los hombres sobre las mujeres. El patriarcado, en palabras de Millet, es la “política sexual de dominación de la mujer” y el principal eje de desigualdad. Desde entonces la cuestión sexual estaría en el centro de la producción teórica feminista.
Las radicales no solo hablaron de subordinación en el ámbito de la sexualidad sino que esta está estrechamente vinculada con la reproducción, por lo que hicieron importantes críticas a la maternidad y a la familia. Aunque esta línea será profundizada por el feminismo marxista o postmarxista. Autoras como Maria Rosa dalla Costa o Silvia Federici analizaron el trabajo de reproducción social –o de reproducción de la mano de obra– como un pilar de la organización capitalista donde se produce la apropiación del trabajo gratuito de las mujeres. Para ellas, el sexo era una parte de esta función más amplia de reproducción social pero no –como para las radicales– el lugar central del que surge toda la relación de subordinación. La violencia sexual se entiende como una manifestación más del patriarcado, como una herramienta que sirve para el sometimiento a esta estructura de dominación.
Feminismo cultural / feminismo marxista
Esas dos líneas de pensamiento llegan hasta hoy y se entremezclan de diversas maneras. Sin embargo, pensar que el origen de la desigualdad está centrado en la cuestión sexual o en la reproducción social tiene consecuencias divergentes a la hora de hacer política. De hecho, la línea radical derivará en lo que algunas autoras llaman feminismo cultural, muy centrado en la violencia sexual pero también en luchar contra la pornografía y la prostitución. Hoy, buena parte de las que se reivindican como seguidoras de las radicales han derivado en un feminismo de carácter esencialista o identitario que les sirve para oponerse a los derechos de las personas trans o los derechos de las trabajadoras sexuales y que llega a cuestionar la revolución sexual como un logro “que solo sirve a los hombres”. En medio de este ambiente reaccionario, parece que nos toca reivindicar de nuevo la sexualidad como un ámbito de realización y de disfrute para las mujeres.
De la línea postmarxista, sin embargo, se extraen una serie de demandas que son específicamente anticapitalistas y que conectan con las líneas del feminismo histórico más apegadas a las luchas sociales y las cuestiones de clase. Una propuesta que en general ha pretendido recoger los cuestionamientos que los feminismos postcoloniales y negros hicieron del sujeto del feminismo dominado por los intereses y las preocupaciones de las mujeres de clase media occidentales. Para estos feminismos, el universalismo abstracto –“las mujeres son una clase”, “todas estamos igualmente oprimidas por la violencia sexual”– acaba escondiendo las diferencias sociales, raciales y de estatus entre las propias mujeres. El debate actual sobre el sujeto del feminismo, por tanto, no tiene que ver únicamente con lo trans, o lo queer, y si caben o no en el feminismo, sino con una discusión de más de cien años: qué demandas hay que priorizar –¿las sexuales?, ¿las de clase? ¿las anticapitalistas?– y quién tiene la capacidad para enunciarlas o liderarlas. E incluso, yendo más allá, si tienen que existir feministas que hagan de mediadoras institucionales o queremos un movimiento más horizontal y democrático capaz de retar el actual estado de las cosas.
Dominación sexual y capitalismo
Sabemos que la violencia sexual tiene una función de sujección de las mujeres a los roles establecidos, pero un feminismo que pone en el centro únicamente esta cuestión –por muy importante que sea luchar contra todas sus manifestaciones– y se olvida de la desigualdad económica o del resto de violencias vinculadas a esta desigualdad jamás será un feminismo emancipador. Sobre todo si acaba legitimando un reforzamiento del sistema penal o el dar más poder a la policía sobre las mujeres –como hacen las demandas punitivistas del trabajo sexual–. Luchar contra la violencia sexual sin conectarla con el resto de violencias estructurales o policiales y pensar que el Estado va a protegernos es olvidarse de que para muchas mujeres, ya sean putas, trans o migrantes sin papeles, ese mismo Estado puede ser el principal origen de la violencia que sufren. El feminismo tiene la tarea de explicar cómo el género atraviesa las violencias institucionales, las que se derivan de ser pobres o de estar en prisión, aquellas vinculadas con la explotación de la naturaleza y el extractivismo o con la explotación neocolonial de los territorios. Un feminismo emancipador tiene el reto pues de enfrentar todas estas manifestaciones de la violencia en su declinación “de género” y también de relacionarlas con las luchas por las condiciones de vida, no son ámbitos separados.
Las cuestiones relacionadas con la sexualidad son capaces de interpelar a las mujeres de clase media que pueden imaginarse fácilmente en el papel de víctimas, también excitan todo tipo de pánicos morales y por tanto, movilizan ampliamente fuera y dentro del feminismo. El peligro de este amplio alcance de los terrores sexuales no es solo el de la tentación punitivista, sino también el de encerrar al movimiento en debates poco transformadores y que lo despotencian. (El terror invocado contra las mujeres trans porque pueden compartir baños o vestuarios es solo un síntoma de esto.) Más complicado resulta organizarse en un movimiento transversal que diga que además de la abolición del género y la violencia sexual también son luchas feministas: la lucha por el derecho a la vivienda, contra la precariedad y por los derechos laborales o civiles, contra la instrumentalización nacionalista e islamófoba del ideal de liberación de las mujeres, por los derechos de los migrantes, de las trabajadoras domésticas y sexuales o contra las prisiones. Si el feminismo no es capaz de hacer eso como movimiento, tendrá que infiltrarse y atravesar los otros movimientos en marcha que apuntan a estas cuestiones.
Abolir la violencia
De EE.UU. aprendemos sobre el método abolicionista que se ha desarrollado para luchar contra el sistema carcelario o la policía. El principio que lo impulsa no es el de reformar estos sistemas, sino el de cambiar la sociedad que los necesita. ¿Cómo sería entonces una sociedad donde no fuera necesaria la violencia machista? Como dice un editorial de la revista Invert Journal –traducido en Las degeneradas trans acaban con la familia–: “El verdadero abolicionismo de las manifestaciones violentas del género requiere la abolición de las condiciones que lo hacen necesario. No tanto la abolición de los marcadores de género en los pasaportes sino la abolición de un mundo en que las fronteras, las naciones y los pasaportes existen. No tanto la abolición de la violencia doméstica vista como un fenómeno inconexo, sino de una sociedad que requiere de la estructura familiar y la esfera doméstica. No tanto la abolición de la violencia homofóbica, del transfeminicido o la mutilación genital a les intersexuales, sino de todo el sistema de género que sustenta esas miserias. En tanto que el género está mediado por todas las demás formas sociales que abarcan la totalidad del modo de producción capitalista, su abolición no puede darse de forma independiente, sino que es una parte esencial del verdadero movimiento que abolirá el estado presente de todas las cosas”.
Una versión de este artículo fue publicada originalmente en catalán en la revista Nexe nº 47.
[Fuente: ctxt]
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2021