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Asier Arias

De la Gran Aceleración a la Gran Prueba

1. Últimos compases de la Gran Aceleración

La noción de Gran Aceleración comienza a usarse en la primera década de este milenio para hacer referencia a «la naturaleza integral e interrelacionada de los cambios posteriores a 1950 en las esferas socioeconómicas y biofísicas del sistema terrestre» (Steffen et al., 2015a: 2). Esos cambios pueden describirse de forma bien sucinta: todos los índices que dan cuenta de la presencia y la actividad humana en el planeta se dispararon al unísono poco después de la Segunda Guerra Mundial. Una cosa como ésta no sucede porque sí, y aunque al igual que la explicación del resto de las idas y venidas de la historia humana ésta debiera ser multidimensional, hay sin duda un factor que descuella entre los demás: el energético.

Los combustibles fósiles fueron el motor del industrialismo desde sus primeros balbuceos. No sería por tanto raro hablar de la Revolución Industrial como una revolución fósil. Esta revolución fue en sus orígenes una revolución carbonera: sin carbón, la Revolución Industrial poco hubiera tenido de revolucionario (Braudel, 1981). Consideremos sólo un dato para apreciar la justeza de esta afirmación: mientras en el periodo anterior a la Revolución Industrial la extracción anual de carbón oscilaba en Inglaterra en torno al millón de toneladas, en los cien años transcurridos entre el inicio de la Revolución Industrial y la mitad del siglo XIX se extrajeron más de mil millones de toneladas de carbón de las minas del noreste del país (Flinn, 1984). Cincuenta años más tarde, en 1900, el Reino Unido producía más de 250 millones de toneladas anualmente. En la actualidad, el consumo mundial de carbón supera los 8.000 millones de toneladas anuales, pero «todo indica que estamos superando o a punto de superar el pico del carbón» (Turiel, 2021).

El carbón jugó un papel importante en la Gran Aceleración, pero no fue su protagonista. De hecho, la explosión del consumo de carbón no fue particularmente explosiva: la línea que describe el incremento de su consumo presenta una pendiente suave, y no es hasta comienzos del siglo XX que supera a la biomasa como fuente de energía. Cuando el petróleo irrumpe durante la Gran Aceleración, la línea que describe su ascenso es prácticamente vertical: en un abrir y cerrar de ojos se convierte en «la fuente básica de energía de la actual civilización de los combustibles fósiles» (Smil, 1999: 271).

A comienzos de la década de los cuarenta, la mitad de la energía total consumida a nivel mundial provenía aún del carbón, y la tercera parte seguía teniendo su origen en la biomasa: el petróleo apenas representaba entonces una décima parte del total. Cincuenta años después, a comienzos de la década de los noventa, el consumo energético total se había quintuplicado, y el petróleo, que había rebasado al carbón a comienzos de los sesenta, daba cuenta de cerca de dos quintas partes del total, mientras los otros dos combustibles fósiles (gas y carbón) hacían lo propio con otro tanto. Nuestro consumo total actual octuplica holgadamente al de aquellos comienzos de los cuarenta, con el petróleo como principal fuente de energía (en torno a una tercera parte del total), seguido de cerca por los otros dos combustibles fósiles (que se reparten, en conjunto, en torno al cincuenta por ciento).

Así es que durante la Gran Aceleración asistimos a las mayores tasas de crecimiento económico de la historia del capitalismo, a una explosión demográfica sin precedentes y a un drástico aumento de la disponibilidad de energía, y es más que probable que este factor energético tuviera bastante que ver con aquellas tasas de crecimiento y aquella explosión demográfica. En otras palabras, el rápido proceso de expansión industrial, la mundialización del comercio, la revolución verde y, en fin, el extraordinario dinamismo experimentado en todas las dimensiones de la actividad humana durante la Gran Aceleración tuvo lugar, en muy buena medida, a expensas de la extensión del uso de combustibles fósiles, particularmente del petróleo: el drástico incremento de disponibilidad de energía al que aludíamos se refiere, pues, a una fuente de energía muy específica.

Si alguna de las alternativas disponibles se propusiera, en coalición o en solitario, sustituir al petróleo como fuente de energía dominante, debería compartir al menos alguna de sus características decisivas (disponibilidad masiva no intermitente, facilidad de almacenamiento y transporte, versatilidad de uso, alta densidad energética, alta tasa de retorno energético) y venir además de la mano de una varita mágica que nos permitiera reemplazar, de la noche a la mañana, la práctica totalidad de la infraestructura contemporánea, diseñada para «una economía basada en combustibles fósiles y, especialmente, en el petróleo» (Fernández Durán y González Reyes, 2014/2018: 106-107).

¿Por qué hablamos en este punto de varitas mágicas? La pregunta se diluye tan pronto como comenzamos a hacemos cargo de que nuestro horizonte no es ya el de la disponibilidad creciente de recursos materiales y energéticos que auspiciara la Gran Aceleración: los tiempos de escasez son tiempos para la precaución, la moderación y la prudencia, no para inversiones de riesgo en proyectos faraónicos de infraestructuras.

¿A qué escasez nos referimos? Para empezar, a la escasez de petróleo. La Agencia Internacional de la Energía fecha el pico de petróleo crudo convencional entre 2005 y 2006, con un máximo histórico de casi 70 millones de barriles diarios. La tasa de extracción del resto de petróleos, menos rentables en términos energéticos y económicos, viene asimismo descendiendo en los últimos años. Existe, con todo, una amplia discusión acerca del momento en que debiera fecharse el pico del petróleo, pero lo que no está en discusión es la inevitabilidad del declive de la producción tras el mismo.

La extraordinaria expansión material de la segunda mitad del siglo XX debe describirse pues como un potlatchfósil que toca ya a su fin (Santiago Muíño, 2018: 64; Sacristán de Lama, 2021) y para el cual no hay alternativas viables a la vista: ninguna fuente de energía que, de forma aislada o en coalición con otras, pueda sustituir a las fósiles con rendimientos equiparables (Turiel, 2020).

Las modernas energías renovables (eólica y fotovoltaica) son la principal fuente de optimismo respecto de la posibilidad de erigir un sistema energético alternativo al fósil con rendimientos asimilables a los del mismo. Sin embargo, y a pesar del supuesto auge renovable que estaríamos experimentando, los combustibles fósiles siguen constituyendo, claro, «la fuente básica de energía de la civilización de los combustibles fósiles»: si en 1990 representaban el 80% de nuestro consumo energético, el 80% siguen representando hoy. Por su parte, las modernas energías renovables no sirven para producir otra cosa que electricidad, que supone sólo una quinta parte de nuestro consumo energético total, y se da el caso de que amplios segmentos de la agroindustria, la minería, la industria o el transporte dependen de procesos que, sencillamente, no son electrificables. Adicionalmente, no conviene perder de vista que apenas una vigésima parte de la producción eléctrica total se debe a las referidas energías renovables. Así pues, las fuentes de energía que se asume que sustituirán en el plazo de unos pocos años a los combustibles fósiles suponen hoy una vigésima de una quinta parte de nuestro consumo energético.

Resulta por tanto más que sorprendente que la idea de la sustitución de fósiles por renovables con rendimientos asimilables constituya un dogma indisputado en el discurso mediático –hay, de hecho, un par de normas que uno debe respetar si quiere tratar el tema en los medios de masas: «si mencionas un obstáculo, a continuación detalla cómo lo superaremos gracias a este o aquel proyecto tecnocientífico embrionario o hipotético»; «si das voz a algún crítico, no le permitas rebasar la superficie de su argumento» (cf., v. g., Badia i Dalmases, 2021; Medina, 2021).

En el mundo académico las cosas no pintan mucho mejor, pero lo cierto es que en él existe un amplio cuestionamiento de la factibilidad del proyecto de erigir un sistema energético renovable 100% eléctrico capaz de permitirnos prolongar la línea de crecimiento exponencial trazada durante la Gran Aceleración: de hecho, tan siquiera los análisis más optimistas respecto de la viabilidad de la transición hacia economías basadas en energía eléctrica de origen renovable contemplan como una posibilidad la idea del crecimiento tras la eventual «transición» (cf. García-Olivares, 2015; 2016; García-Olivares y Ballabrera, 2015; García-Olivares y Beitia, 2019; García-Olivares et al., 2012).

El hipotético sistema eléctrico 100% renovable que habría de habilitar la señalada transición debiera cimentarse, anotemos de pasada, sobre infraestructuras dependientes de ingentes insumos materiales: se prevé que los efectos sobre los ecosistemas de la minería destinada al sector renovable serán en los próximos años peores incluso que los del cambio climático (Sonter et al., 2020), y es que las tecnologías empleadas para captar y transformar la energía proveniente de fuentes renovables no se construyen con éter aristotélico, sino con recursos minerales escasos cuya obtención requerirá cada vez mayores inversiones de energía en procesos extractivos cuyos impactos aumentarán mientras decae inexorablemente la calidad del recurso extraído (Valero et al., 2018; Valero, ‎Valero y Calvo, 2021).

Antonio y Alicia Valero han estudiado detalladamente la inexorabilidad de ese proceso, diseñando al efecto el marco teórico de la valoración exergética, una aplicación de la segunda ley de la termodinámica al análisis de la disponibilidad de recursos minerales (Almazán, 2021; Valero y Valero, 2009). Lo que esta segunda ley nos dice acerca de esa disponibilidad es que cuando la concentración de un recurso mineral tiende a cero, la energía requerida para extraerlo tiende a infinito, siendo así que, en la práctica, resulta imposible recuperar los recursos minerales una vez han sido dispersados.

En nuestro contexto de declive energético y creciente despliegue de tecnologías dependientes de gran cantidad de recursos minerales (cobalto, litio, magnesio, cobre, neodimio, disprosio), el mensaje que debemos retener del marco de la valoración exergética es el de que existen límites físicos que constriñen la disponibilidad de los recursos minerales de los que depende la viabilidad del dogma de la sustitución de fósiles por renovables. Pasar de la adicción a los combustibles fósiles a una politoxicomanía de la tabla periódica al completo puede sonar a buena idea, pero se trata de un proyecto lastrado por al menos dos problemas. En primer lugar, el de la disponibilidad limitada y la presencia finita y geográficamente concentrada de los recursos minerales indispensables para la «sustitución». En segundo lugar, que su minería requeriría un significativo incremento de consumo de combustibles fósiles: una implantación apreciable de una minería ampliamente electrificada no es hoy tan siquiera un objetivo a muy largo plazo.

2. Extravíos tecnológicos en el siglo de la Gran Prueba

Ante este escenario, en el que al horizonte de declive energético y material bosquejado se suma el de la crisis ecológica en curso, la reacción de nuestras élites económicas, políticas y mediáticas ha consistido en inflar el globo del optimismo tecnológico. Remar con la corriente de este optimismo no es fácil: para hacerlo, uno debe obviar hechos tales como la profunda dependencia fósil de la eólica, la baja tasa de retorno energético de la fotovoltaica, que el hidrógeno no es una fuente de energía, que el uranio es un recurso finito con cuyos residuos no sabemos qué hacer, que la idea de sustituirlo por torio lleva décadas siendo una mera idea o que siempre faltan 40 años para que el ITER logre imitar al Sol con alguna eficiencia (cf., v. g., Williams, 2010: 136-144; Bardi, 2014: 54 y ss.; 2021; Santiago Muíño, 2015: cap. 7; Casado, 2020).

Pero el optimismo tecnológico de nuestros líderes requiere algo más que amnesia selectiva: no basta con olvidar todos y cada uno de los puntos de fractura del dogma de la sustitución (cf. Turiel, 2020), además, hay que saber fantasear, y a lo grande. Debemos, por ejemplo, imaginar que podemos predecir las consecuencias de intervenciones a gran escala en la composición de los océanos y la atmósfera (Pasztor, Scharf y Schmidt, 2017; Boyd y Vivian, 2019; Foley, 2021), o que nos cabe emplear medios técnicos para evitar la emisión o extraer de la atmósfera una proporción apreciable del CO2 que generamos –medios que los gobiernos anuncian como «planes climáticos», los bancos como «oportunidades de negocio» y los hechos como chistes negros: una estimación generosa de la capacidad de las actuales instalaciones de Captura y Almacenamiento de Carbono, el más desarrollado de estos embriones tecnológicos, asciende a una milésima parte de nuestras emisiones anuales, y habremos superado holgadamente peligrosos umbrales cuando las instalaciones proyectadas estén operativas a lo largo de las próximas décadas, ofreciendo optimistas perspectivas de captura de algunas milésimas adicionales.

A pesar de su aparatosa tecnolatría, esa amnesia y esas fantasías son profundamente conservadoras: su único propósito es el de exorcizar la idea de que nuestro sistema socioeconómico requiera algún cambio sustancial para corregir nuestra trayectoria de colapso. «Nada habrá de cambiar, nada entorpecerá nuestro triunfal ascenso por la pendiente del crecimiento económico: el mesías tecnológico acudirá pronto al rescate».

La apuesta es clara: tal y como anunciara la actual presidenta de la Comisión Europea inmediatamente después de asumir su cargo, las políticas mediante las que esquivaremos los problemas derivados del crecimiento no constituirán sino una «nueva estrategia de crecimiento» (Von der Leyen, 2019). La viabilidad de una economía del crecimiento en nuestro irrevocable futuro posfósil aparece como un dogma implícito en nuestro marco cultural, y así, no ya cuestionar, sino sólo mencionar este dogma resulta poco menos que obsceno: de ahí que rara vez se discutan los medios para su materialización. Cuando esa discusión no se elude, la señalada viabilidad se confía a la confluencia de dos promesas: la de la transición 100% renovable («dogma de la sustitución») y la del desacoplamiento entre crecimiento económico y consumo de recursos e impactos ambientales (cf., v. g., Pollin, 2018).

La idea de que cabe prolongar el crecimiento económico del que depende el orden socioeconómico capitalista en un contexto de reducción de uso de recursos no sólo carece de sustento empírico, sino también de asiento posible en las ciencias naturales (cf. Smil, 2013; 2019). Abstrayendo el resto de los síntomas de la crisis ecológica en curso, la pretensión de avanzar hacia ese desacoplamiento con celeridad y eficiencia suficientes como para evitar niveles catastróficos de emisiones de CO2«sólo es empíricamente factible en un escenario de decrecimiento» (Hickel y Kallis, 2019: 13). El teorema de imposibilidad de la transición capitalista puede por tanto enunciarse en términos disyuntivos (excluyentes): «o reducimos la producción para lograr la transición, o sacrificamos la transición por el crecimiento del PIB» (Tanuro, 2021).

Sea como fuere, en nuestro marco cultural, la posibilidad de ese desacoplamiento aparece como un dato antes que una posibilidad: nada parecido ha sucedido nunca a escala global y no existe indicio alguno de que pueda suceder, pero se nos invita a vivir como si sobrara hacer cuestión de esa posibilidad. Si volvemos la mirada del mundo de lo posible al de lo efectivo, la ruta que venimos trazando hacia el desacoplamiento no es otra que la de la prolongación del colonialismo de los recursos y la deslocalización industrial. En las dos últimas décadas, mientras la Unión Europea reducía sus emisiones de CO₂ en casi un 20%, las de China aumentaban un 200%. La mitad del CO₂ emitido a la atmósfera para producir todo lo que se consume en el Reino de España se libera fuera de sus fronteras (López Santiago, Cadarso y Ortiz, 2020). Más allá de esta magia de la desmaterialización de las economías centrales a través de la intensificación de impactos en las periféricas, la falacia del desacoplamiento estriba, en último término, en que lejos de necesitar menos recursos, las nuevas tecnologías a las que se confía el milagro de la desmaterialización dependen de procesos industriales que requieren de ingentes insumos energéticos y materiales.

El crecimiento se presenta hoy, en fin, como política, económica y culturalmente innegociable, y se pretende así dar con la salida a una crisis ocasionada por nuestra extralimitación material (Steffen et al., 2015b) por la vía de la profundización en la extralimitación material misma. Nada de «evolucionar hacia una mayor frugalidad»: lo que debemos esperar es «que el crecimiento sea lo más alto posible» en los próximos años para «luchar con serenidad» contra las consecuencias del crecimiento (Cette, 2020); y es que, como advirtiera George W. Bush, «es el crecimiento el que proporciona los recursos para la inversión en tecnologías limpias» (Hillman, Fawcett y Rajan, 2008: 158). Así las cosas, las políticas diseñadas para hacer frente a nuestro horizonte de colapso se limitan a la formulación de la esperanza de que la redención tecnológica esté esperándonos pacientemente a la vuelta de la esquina de un redoblado consumo de combustibles fósiles y materiales escasos favorecido por amables estímulos públicos al sector privado.

Hemos de preguntar a qué se debe la insistencia en la posibilidad del desacoplamiento en ausencia de evidencia o lógica alguna que lo avale (cf. Dhara y Singh, 2021). Jason Hickel y Giorgos Kallis concluían un minucioso análisis de la ausencia de esa evidencia y esa lógica anotando que sólo motivaciones políticas podían explicar la señalada insistencia (Hickel y Kallis, 2019: 15). Ante esa ausencia, cuanto cabe concluir es que sólo una rápida reversión de nuestra extralimitación material podrá contener sus nefastas consecuencias, e incluso aunque toda la evidencia científica que avala afirmaciones como ésta debiera ser mañana reconsiderada, su validez estratégica permanecería incólume por la sencilla razón de que, frente al inevitable margen de error de cualquier evaluación posible de cualquier conjunto posible de evidencia, la aplicación del principio de precaución ofrece garantías fuera del alcance de la mano de quien se cuela en ese exiguo margen para defender desde él que, como la evidencia empírica siempre está sometida a eventuales enmiendas, nuestra mejor opción consiste en cerrar los ojos cuando esa evidencia se nos antoje «catastrofista» y prolongar la senda de la extralimitación a la espera de que se obre el milagro tecnocientífico del desacoplamiento. Contra el principio de precaución, en nuestro marco cultural se atiende al señalado margen de error sólo cuando de lo que se trata es de denunciar el carácter «catastrofista» del ingente volumen de evidencia que apunta a la imposibilidad biofísica del crecimiento perpetuo y la necesidad de abandonar la «fantasía milenarista [de] vivir como si la entropía no existiera [y] los recursos naturales fuesen infinitos» (Riechmann, 2016: 35).

El extravío de nuestra cultura en fantasías de redención tecnológica no constituye exclusivamente un acto de fe, sino sobre todo de distorsión: al incidir en «soluciones técnicas» perdemos de vista que los problemas que hemos de arrostrar sin demora son problemas sociales y exigen por tanto respuestas políticas. El tiempo se nos agota mientras el utopismo tecnológico entorpece el compromiso político, prometiendo una «transición ecológica» que, en los términos en que nuestras élites nos la formulan, no puede ser otra cosa que una «transición hacia un mundo vacío de recursos y lleno de residuos» (López Ortega, 2020).

Es sorprendente que la cultura del Siglo de la Gran Prueba (Riechmann, 2013) sea tal que las opciones oscilen entre las de quienes aguardan un futuro de ciencia ficción de abundancia energética y material y las de quienes no intuyen tan siquiera el significado de eso de la Gran Prueba. Esa Gran Prueba, aclaremos, no es otra que la de dar cuerpo a una cultura y un orden socioeconómico capaces de reconciliarse con la finitud: sin asumir que no hay capacidad ambiental para 8.000 millones de consumidores occidentales no habrá perspectivas de vida digna para nadie. La disyuntiva que se nos plantea en el Siglo de la Gran Prueba –en la Década de la Gran Prueba, cabe matizar sin miedo a exagerar– es por tanto la de «mantener un sistema que nos aboca a un desabastecimiento que será cada vez más profundo y generador de desigualdades, o transformar radicalmente nuestra forma de relacionarnos con [la biosfera y los demás seres humanos]. Esta segunda opción obliga a poner en marcha políticas de decrecimiento, localización e integración del metabolismo humano en el funcionamiento del metabolismo de la vida (…). También a trascender el capitalismo a través de una desmercantilización y desalarización de nuestras vidas. Y todo ello debe realizarse con fuertes medidas de redistribución de la riqueza que nos permitan vivir a toda la población mundial dignamente de manera austera» (González Reyes, 2021).

La idea de la Gran Prueba puede por tanto reformularse como la pregunta acerca de si sabremos echar mano del freno de emergencia para construir colectivamente, en un tiempo récord, comunidades con un buen encaje en los ecosistemas (Riechmann, 2014). Hoy, ese encaje ha de buscarse, ineluctablemente, en una biosfera gravemente dañada, y sólo una muy significativa reducción de nuestro consumo de recursos nos permitirá avanzar en esa dirección. Es claro, con todo, que el sujeto de esa reducción tiene nombre y apellidos: baste con señalar que la población del Norte Global, a pesar de suponer alrededor de una quinta parte de la población mundial, es responsable del consumo de unas cuatro quintas partes de los recursos empleados anualmente (cf. Taibo, 2021: cap. 8).

En nuestro marco cultural, la idea de esa reducción equivale a «regresar a las cavernas», a abandonar el bienestar que, supuestamente, habría conquistado para nosotros el capitalismo industrial. Es preciso comenzar por subrayar lo obvio: ese bienestar tiene una extensión limitada, porque a nadie se le escapa que, también en el Norte, buena parte de la población vive en situaciones que resulta imposible vincular con la noción de bienestar. Adicionalmente, debe indicarse que la inercia de la expansión material de nuestra «civilización» poco tiene que ver con la espontánea búsqueda de bienestar humano, sino antes bien con el automatismo de revalorización del capital, esto es, con la dependencia del orden social capitalista respecto del crecimiento económico. El carácter falaz de esa idea según la cual el crecimiento económico es una condición del bienestar puede considerarse un dato científico bien establecido (cf., v. g., Brady, Kaya y Beckfield, 2007; Knight y Rosa, 2011), y lo mismo cabe decir de la necesidad de revertir nuestra situación de extralimitación material «repolitizando el debate sobre la sostenibilidad» (Otero et al., 2020: 9).

Esa repolitización ha de atender en primer lugar al hecho de que disminuir nuestro consumo con la celeridad necesaria para evitar los escenarios peores no es posible dentro de un marco de relaciones socioeconómicas capitalistas.

«Supongamos que el año que viene reducimos el uso de combustibles fósiles en un 10%. Y luego, al año siguiente, en otro 10%. Y así sucesivamente, el año próximo y el siguiente. Incluso si invirtiéramos todo lo que tenemos en el desarrollo de nuestra capacidad renovable y la mejora de la eficiencia energética, es imposible que podamos cubrir la brecha completa de la demanda por esta vía (…). El capitalismo, que depende del crecimiento perpetuo sólo para mantenerse a flote, es estructuralmente incapaz de sostener una transición como ésta» (Hickel, 2021).

Sin embargo, sustituir la promesa tecnocientífica por el compromiso político no implica apostarlo todo a la ilusión del abandono inmediato del capitalismo: hay luchas y objetivos intermedios específicos que pueden y deben perseguirse –la colectivización del sector energético, el fomento de las redes locales de consumo y cooperación no mercantilizada, el derecho a la vivienda, la inversión pública en trabajos socialmente útiles, la eliminación del gasto militar, la disminución de la jornada laboral, el desmantelamiento del casino financiero, la obturación del desagüe fiscal, la justicia fiscal, la recuperación de la soberanía cedida a instancias supranacionales antidemocráticas, la negación del pago de deudas injustas y odiosas, la supresión del Tratado de la Carta de la Energía y el resto de los acuerdos internacionales para la protección de los intereses de los inversores.

Sería imperdonable que dejáramos al juego del mercado y la ilusión de las futuribles innovaciones tecnológicas el trabajo que hemos de hacer hombro con hombro, desde abajo, esforzándonos por influir en las instituciones existentes, pero también por crear instituciones nuevas, capaces de incubar formas justas y sostenibles de organización social en los márgenes del seno hostil del feneciente capitalismo industrial globalizado.

Referencias

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2021

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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