La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Soledad Bengoechea
Las mujeres en la posguerra española
Viaje al pasado
Miseria: el final de una guerra
El día 1 de abril de 1939 María lloró, lloró hasta agotar las lágrimas. Sucedió cuando la radio anunció que Franco había firmado el comunicado que daba la guerra por terminada. Entonces, en unos segundos, tres años de su vida pasaron por su mente. Se vio a sí misma a los quince años saliendo de su pueblo de Guipúzcoa, Hernani, donde trabajaba en un laboratorio, para ir a Bilbao con su madre, viuda, su hermana, que tenía el marido combatiendo en el frente republicano, su sobrina, una niña de tres años y un bebé de meses. ¡Solas en medio de la nada! Pasando por Bilbao, acabó recalando en Santander, donde tuvo que asistir a la rendición de las tropas republicanas del frente del Norte. Sus ojos fueron testigos de militares que se arrancaban las charreteras de las chaquetas. Recordó cómo una bomba lanzada desde el aire, por aquel maldito avión nacional, hundía el barco que había de trasladarles a su familia y a muchos de aquellos militares a Rusia. Y entonces se estremeció. Al final: volvería al pueblo, para comprobar que de la casa donde habitaba de niña solo quedaban ruinas. Una tragedia, de la que nunca se sobrepuso. Hasta el fin de sus días recordó el miedo. Las penurias. Los heridos. Los muertos. Tenía mucho que contar.
Después del 1 de abril de 1939, España comenzó a experimentar cambios muy importantes. El nuevo Estado empezó a configurarse. Su música de fondo era el Cara al sol, el Oriamendi, el himno de la Legión y, cómo no, el himno nacional. Los cafés volvieron a abrir en toda España, y los teatros. Niños harapientos vagaban sin rumbo, sin hogar ¡Eran huérfanos! Y los vecinos comenzaron a recoger los escombros, a rehacer las casas, las calles… ¡Estragos y miserias de un pueblo desangrado! ¿Y las mujeres? Las mujeres españolas, la mayoría, volvieron a ser invisibles. Fueron despojadas de los derechos que habían adquirido durante la República.
Otro de los cambios experimentados en España fue ver de manera habitual gente uniformada. Vestían de uniforme el Jefe del Estado y también muchos miembros de su gobierno, militares de carrera como él. Otros personajes elegían el traje fascista. Además de los militares y los falangistas, llevaban uniforme los chavales del Frente de Juventudes, las mujeres de la Sección Femenina, las de Auxilio Social, las Margaritas y los conductores y cobradores de los transportes públicos.
La Iglesia contribuyó también de manera crucial a marcar los primeros años de la posguerra. Volvió a verse con naturalidad a sacerdotes ataviados con sotana y a monjas con sus tocas. Surgieron incluso otros hábitos, de penitente, que muchas mujeres llevaban en cumplimiento de promesas hechas a Dios o a la Virgen: por la vuelta desde el frente de un marido, de un hijo o de otro familiar cercano. Generalmente estos trajes eran morados, marrones o negros, con un cordón anudado a la altura de las caderas. También se impusieron normas sobre la ropa que debían llevar las mujeres en la calle: no podían ir sin medias ni con los brazos al descubierto. Además, en misa debían llevar sus cabezas cubiertas, con una mantilla o velo. La moda de ropa interior femenina imponía el uso de la faja para sujetar las carnes de las mujeres y hacerlas menos pecaminosas para las miradas de los hombres. El luto, en aquella sociedad en la que había imperado y seguía imperando la muerte, obligaba a muchas mujeres a vestir de negro de pies a cabeza, durante largo tiempo, y a los hombres les colocaba un brazalete negro alrededor del brazo. El nuevo régimen se iría afianzando en una sociedad dominada por la hipocresía.
A partir de 1939, a la mayoría de los españoles solo les quedaba una salida ¡la de de sobrevivir! No solo hubo vencedores y vencidos. También hubo hambre, mucho hambre. ¡Y entre los vencidos mucho miedo! En sus casas no se hablaba de la guerra, porque en cada rincón de ella se veía a un confidente, a un soplón. Un confidente podía ser una persona normal, el vecino con el cual compartías mesa cualquier día, el que te había ayudado en momentos de apuro. Pero ¡Ah! Ahora era diferente. El miedo, o la esperanza de recibir una recompensa, soltaban la lengua al delator. Cuando se recibía a amistades de confianza se aumentaba el volumen de la radio para evitar que el vecindario pudiera escuchar la conversación. El secretismo era el pan de cada día. En las zonas rurales, tener un huerto o un monte cercano era un privilegio en comparación con quien sufría el hambre en las ciudades, sobre todo en las más grandes. Llegó un momento en que muchas personas se levantaban a medianoche y, a escondidas, asustadas, se desplazaban hasta los pueblos para robar en los campos, porque era la única manera de poder comer algo. La dictadura acabó con los ahorros de media España: se retiraron de la circulación 13.251 millones de pesetas republicanas y se anularon 10.356 millones más en dinero bancario [1].
El hambre, la bajada de defensas inmunológicas de la población, y la falta de higiene, unido a una disminución del nivel sanitario provocaron la eclosión de enfermedades infecciosas, que alcanzaron un inusitado protagonismo en los años posteriores a la guerra civil. La mortalidad infantil tuvo en España dos crisis importantes en el siglo XX: entre 1918-1920, primero, y entre 1937-1941, después. En el caso de la segunda, solo en el otoño de 1939 ya hubo tres epidemias simultáneas de viruela, difteria y tifus que ocasionaron una gran mortalidad de niños. Incluso en sus últimos coletazos, que alcanzaron el año 1942, en la provincia de Jaén la mortalidad infantil alcanzó una tasa del 35%, debido a la desnutrición, unida a la mala calidad y las deficiencias en la manipulación de los alimentos.
Las puertas de los cuarteles se llenaban de personas hambrientas. Acudían para poder comer lo poco que sobraba del rancho de los soldados. Los niños y los ancianos tenían que ir al Auxilio Social, donde, a cambio de cantar el Cara al sol con el brazo en alto, también se les daba un poco de comida: un plato de puré espeso de cereales cocidos durante bastante tiempo en agua, «gachas o farinetas en Aragón», que ya les servía para calentarse el estómago [2].
El 14 de mayo de 1939, cuarenta y cuatro días después del final de la guerra, el Gobierno del general Franco implantó la cartilla de racionamiento de alimentos para la población del país. Eran unos documentos que daban derecho a recibir semanalmente los productos proporcionados por la Comisaría General de Abastecimientos. Una medida que se prometió provisional, pero que llegó a durar trece años. La Comisaría General de Abastecimientos racionaba los productos de primera necesidad en cantidades que no alcanzaban para evitar la desnutrición. El suministro se organizó de la siguiente manera: a cada habitante les daban la llamada «libreta de racionamiento». Esta contenía varios sellos con las distintas leyendas: «Vale arroz», «Vale pan» o bien «patatas», «aceite», «azúcar», así como otro genérico que ponía «Varios». Este último era por si repartían alguna cosa durante ese mes que no estuviera programada. Las cartillas no estuvieron al alcance de todos. A veces, a las viudas de los fusilados del bando republicano no les fueron entregadas. Pronto se comprobó que los alimentos suministrados carecían del valor nutritivo necesario para la subsistencia. Predominantemente, estos estaban compuestos por boniatos, garbanzos, pastas para sopas, bacalao y, muy de tarde en tarde, por carne de membrillo y chocolate terroso, incomestible. ¡El déficit de calorías y nutrientes básicos —proteínas, hidratos de carbono, grasas, vitaminas, calcio y hierro— resultaba evidente! El pan se convirtió en un alimento de lujo. Las cantidades variaban entre 150 y 200 gramos diarios solo para aquellas personas que tenían una cartilla de racionamiento de tercera. Solo los privilegiados afectos al régimen fascista tenían acceso a todos los alimentos que les apeteciera. El resto de la población, la inmensa mayoría, se convirtió en devoradora de algarrobas. La cebada tostada se empleaba como sucedánea de café. Las algarrobas se comían como si fueran lentejas. Con las cubiertas de los plátanos se hacían espesas –o ligeras, dependía de las posibilidades de cada cual– cremas y purés.
En esos años de hambre aparecieron una serie de productos que pusieron un punto de alegría a las grises despensas de la posguerra: el Cola Cao, el flan Chino Mandarín, Gallina Blanca y sus productos como mito de una España que poco a poco dejaba atrás la inmensa hambruna de los primeros años de la posguerra, y los quesitos fundidos El Caserío [3].
El suministro del racionamiento no era algo regular. Resultaba imprevisible. A veces, durante unos días se abastecía a la población, por ejemplo, de jabón, bacalao y aceite, y en otros, de azúcar, garbanzos, un huevo y tocino.
Las mujeres que estaban solas, bien por ser viudas, bien por tener los maridos en prisión o en el exilio, se vieron obligadas a ponerse al frente de la familia y salir en busca de alimentos en el mercado oficial. Un trabajo ímprobo, que nadie parecía ver. El mercado se caracterizaba por el control de los precios y por la distribución de productos a través del racionamiento. También tuvieron que recurrir al mercado negro extraoficial. El mercado negro era obligado para la mayoría de españoles debido a las carencias del primero. No todas consiguieron hacerlo siguiendo los cauces legales; algunas lo consiguieron saltándose los límites de la ley. Las dificultades que establecía para ellas el control social del régimen así lo imponían. Pero allí estaban ellas. Como siempre.
El negocio de la posguerra: el estraperlo
Pero, de repente, gracias al comienzo del estraperlo ¡hubo pan y hubo de todo! Pero solo si tenías dinero. Entonces conseguías toda clase de comida. Muchas personas se hicieron ricas con este negocio, que funcionaba de la manera siguiente: se tomaba un tren en la ciudad para ir a los pueblos a comprar comida, pues en algunos de ellos no faltaba. Al principio, la Guardia Civil o la policía realizaban detenciones. Pasado un tiempo, fueron cogiendo confianza con los estraperlistas. Recibían propinas y, a veces, las mujeres se veían obligadas a hacerles ciertos favores. Ellas lo sabían bien ¡La depravación crece con el hambre! A partir de ello, correr con los fardos hacia los trenes fue más fácil. La policía se hacía la despistada. El ferrocarril fue uno de los escenarios preferidos por los estraperlistas para mover sus productos por el país. Los horarios previstos permitían fijar citas para realizar los intercambios, que normalmente se producían antes de llegar a la estaciones, cuando el tren comenzaba a desacelerar. Los paquetes sujetos por ganchos se arrojaban por la ventanilla de los vagones, en puntos convenidos cerca de las estaciones [4].
Después, los productos de estraperlo se podían intercambiar o vender. En un país donde aparentemente no había de nada, si se tenía dinero se podía conseguir casi de todo: un kilo de azúcar costaba 1,90 pesetas a precio de tasa, pero en el mercado negro podía llegar a alcanzar las 20 pesetas. Otro ejemplo: el aceite destinado al racionamiento se pagaba a 3,75 pesetas el litro y a 30 pesetas de estraperlo. En 1941, una ley advertía que el estraperlo se pagaría con la pena de muerte, pero ello solo sirvió para provocar el suicidio de un zaragozano que, por miedo, se arrojó al Ebro.
El tabaco fue también racionado y solo estaba destinado a los hombres. Las mujeres quedaban excluidas de su consumo, como de tantas cosas. Los fumadores secaban hojas de patatas que luego se fumaban, además de recoger colillas. Los niños, los grandes perdedores de todas las guerras, siempre corriendo por las calles, ejercían diferentes tareas. No era raro verlos recogiendo colillas para después venderlas como tabaco picado.
La necesidad descubrió en cada español a un pícaro. Una buena parte de españoles se olvidó de su conciencia, se hizo de doble fondo. Unos por necesidad, otros por el ansia de enriquecerse. Cuántas judías, cuánto aceite y cuántas planchas de tocino escondió la palabra estraperlo. Cualquier producto encontró su hueco en la cubierta de una rueda de repuesto, colgando entre las piernas de las mujeres al cobijo de las faldas, durmiendo entre las ropas de un bebé inexistente, en los instrumentos de una banda de música.
Sobre el papel, la ley era implacable con el mercado negro: lo asimilaba a la rebelión militar. Las penas podían ser altísimas. No obstante, solo los pequeños estraperlistas acabaron siendo juzgados, nunca aquellos que hicieron grandes fortunas con el contrabando. Como siempre, la justicia recaía entre los que nada tenían.
Popularmente, el nombre que se dio a los coches de aquellos que se habían enriquecido con el estraperlo fue el de «Haiga»; era una mofa por su escasa cultura. Con el estraperlo aparecieron los nuevos ricos. En aquella España inculta había que ostentar para ser alguien. El estatus de una persona se mostraba con el automóvil que conducía. Se decía popularmente que cuando estos nuevos ricos iban a comprar un coche pedían, simplemente, el más grande, el más caro o el mejor «que haiga». Realmente no es que se dijese «haiga» —que también los habría, no quepa duda—, pero era una manera de ridiculizar la incultura de la dura posguerra: esa simple palabra pasó a servir para nombrar a un tipo de automóviles. La palabra «haiga» quedó en el vocabulario popular como un vocablo despectivo. Así se definía a los coches grandes y lujosos. Por regla general, eran de origen americano y en el mercado nacional eran los más grandes y de precio más alto. De los años cuarenta a los cincuenta es cuando hubo mayor producción de estos coches que tanto deseaban los nuevos ricos españoles.
La miseria de posguerra se cebó especialmente con las mujeres. Como hemos visto, muchas habían quedado solas, con sus hijos, sus enfermos y sus ancianos. No era fácil mantenerlos. Una de las consecuencias fue el aumento significativo de la prostitución. Tolerada hasta 1956, se convirtió en una salida para unos hombres que vivían en una sociedad sexualmente oprimida. El gobierno creó instituciones para recluir a las prostitutas en burdeles de lujo, en algunos de los más de mil prostíbulos que de forma oficial funcionaban en España o en otros muchos que lo hacían de forma clandestina bajo la protección de respetadas viudas. Al abrigo de tantas ruinas que había dejado la guerra o en las salas de cine, ejercían su oficio un ejército de prostitutas. Por un Decreto publicado en el BOE el 20 de noviembre de 1941 se crearon las llamadas Prisiones Especiales para Mujeres Caídas. De manera simultánea, apareció el Patronato de Protección a la Mujer, constituido formalmente en marzo de 1942. Estaba presidido por la esposa de Franco, Carmen Polo, apodada popularmente como «la collares», porque siempre iba cargada de ellos. Los españoles, a veces, conservaban ramalazos de humor, a pesar de todo. Sobre el papel, esta institución trataba de impedir que las prostitutas fueran explotadas. Y quería educarlas con arreglo a las enseñanzas de la religión católica. El patronato estaba encaminado también a la vigilancia y control de las prostitutas y de los locales de prostitución. Se puso en funcionamiento una red provincial que estaba destinada a controlar la moral. Denunciaba a los locales de baile, cines o piscinas que no cumplieran a rajatabla las reglas de comportamiento impuestas por aquella sociedad. Asimismo, en un intento de llegar a las mujeres que habitaban fuera de la ciudad, se creó la Hermandad de la Mujer y el Campo. Tuvo un papel importante en aquella España inculta y atrasada. Su mayor dedicación estuvo orientada a hacer propaganda política, y a ejercer un control social, no lo perdamos de vista, pero también organizó grupos femeninos que iban a los pueblos a ayudar en las tareas agrícolas. Las mujeres que llegaban a aquellos pueblos también informaban sobre principios básicos de higiene, como también cuidado de la casa y de la familia. Producto de estas actividades se creo el cuerpo de Divulgadoras Rurales Sanitario Sociales [5].
La pata quebrada y en casa: la legislación franquista
El primero de abril de 1939 finalizaba la guerra civil española y comenzaba una larga posguerra. Mucho se ha hablado en la historiografía reciente de las raíces ideológicas que el régimen franquista impuso a la sociedad española durante cuarenta años. El legado del conservadurismo, del tradicionalismo y de un fascismo que había aparecido en distintos países europeos resulta innegable. En el caso de la mujer, sin embargo, el régimen franquista construyó su propio modelo con la influencia tradicional y conservadora del catolicismo imperante, recuperado como uno de los pilares de legitimación. La mujer se liberó, obligatoriamente, del trabajo asalariado, con el fin de que reprodujese en el hogar la misma estructura social que desde el poder se había trazado. No obstante, ¿no seguían las mujeres trabajando en el campo, en el servicio doméstico y en muchas fábricas, las textiles por ejemplo? Los anhelos del régimen de regresar a ideales tradicionales se tradujeron en todo un sistema de valores que impuso unas férreas normas morales e ideó un modelo de mujer relegada a un segundo plano. Pero una cosa era el discurso y otra la realidad [6].
Dentro del marco de la cultura católica imperante, el espacio para la mujer debía reducirse a la familia, donde cumpliría el imprescindible papel de «proporcionar hijos a la patria». Se diseñó un prototipo de española, cuyo modelo se había trazado desde la Iglesia, la escuela y los propios medios de comunicación. Ella debía ir convenientemente vestida, es decir, con mangas largas o que llegasen al codo, no debía exhibir escotes y las faldas debían ser holgadas de tal manera que no señalaran los detalles del cuerpo. Los vestidos no podían ser cortos ni transparentarse. Las jóvenes no debían salir nunca solas ni ir junto a hombres que no fueran de la familia [7]. El adulterio estaba penado severamente, pero solo si lo ejecutaba una mujer. También se anularon las reformas republicanas más avanzadas, como los matrimonios civiles y el divorcio.
En contra de lo que ocurría en otros países occidentales con gobiernos democráticos, durante la guerra civil, en la zona nacional, se desincentivó la actividad laboral femenina. En contraste con la legislación crecientemente igualitarista de los tiempos de la Segunda República, el franquismo puso en marcha una legislación que dejaba fuera a las mujeres de numerosas actividades. Dice la profesora Lina Gálvez que «muchas medidas legislativas tenían como objetivo reafirmar la autoridad masculina en el seno del matrimonio, conforme el esquema organicista del propio Estado, según el cual el marido/padre era el cabeza/representante de la unidad familiar, como Franco lo era del Estado» [8]. Ya en el Fuero del Trabajo, decretado en 1938, se prohibió a las mujeres apuntarse como obreras en las oficinas de empleo. Habían excepciones: si ellas eran las cabezas de familia y tenían que mantener a ésta con su trabajo, si se habían separado de sus maridos, si el cónyuge se hallaba incapacitado o si permanecían solteras, siempre que no tuvieran medios para ganarse la vida, o bien si disponían de algún título con el que podrían ejercer alguna profesión. Mediante la Ley de reglamentaciones de 1942 se implantó que la mujer, en el caso de que contrajera matrimonio, estaba obligada a abandonar el trabajo. Además, la ley creaba los subsidios familiares, llamados popularmente «los puntos». Tenía como misión mantener a la mujer en el hogar. A partir del segundo hijo, el subsidio ascendía a 30 pesetas mensuales y luego aumentaba progresivamente 15 pesetas por niño hasta un máximo de doce hijos. El pago se realizaba directamente al cabeza de familia. La mujer no recibía ningún tipo de ayuda. En 1944 fue reintegrado el Código Civil de 1888, que prohibió la capacidad decisoria de la mujer en el seno de la familia otorgada por la Segunda República. Dos años después, la Orden de 26 de marzo de 1946 privaba a los hombres del cobro del subsidio familiar cuando su mujer trabajase. Una manera más de convencer a las familias de la inutilidad del trabajo femenino. Estas medidas, natalistas, se vieron reforzadas cuando en muchas empresas, sobre todo en las públicas, el cese temporal forzoso por matrimonio y la prohibición de emplear a mujeres casadas se restablecieron. El franquismo también acabó con la coeducación promovida durante la República y retomó la educación segregada de niños y niñas.
Las hijas no podían dejar el hogar hasta los veintitrés años «salvo para tomar estado». La mayoría de edad no se adquiría hasta los veintiuno. Hasta entonces estaban bajo la tutela de los padres o marido. Esta tutela se traducía en que las solteras o casadas no podían escoger una profesión y ejercerla, ejecutar ninguna operación de compraventa, firmar un contrato de trabajo o abrir una cuenta bancaria. Solo más de una década después, a partir de 1958, la mujer fue autorizada por la ley a ser tutora en testamentos.
A pesar de este tipo de medidas, ya se ha comentado, durante las dos primeras décadas de la posguerra la presencia de mujeres en puestos asalariados aumentó de forma considerable. Debido a ello, hacia finales de los años cincuenta se produjo un cambio de actitud del régimen en lo que respecta al trabajo de la mujer. Ello conllevó la revisión de la política económica: dada la necesidad de la expansión industrial se recurrió al reclutamiento de mujeres. De entonces fue el Plan de Estabilización (1959) y el Plan de Desarrollo (1961). Había factores muy importantes para que el régimen decidiera estimular el trabajo femenino. En unos momentos en que se comenzaron a producir huelgas y conflictos en los lugares de trabajo, las mujeres significaban una mano de obra más disciplinada y sumisa.
Ya en la década de los sesenta, a partir de 1966, se permitió a la mujer ejercer como magistrada, jueza y fiscala de la Administración de Justicia. Pero el artículo 416 del Código Penal castigaba duramente, con arresto mayor o multa, a las personas que de alguna manera facilitaran el aborto o evitaran la procreación. La condena, no obstante, podía reducirse si se alegaba la deshonra que significaba para la familia tener una madre soltera en su seno [9].
Mujeres guerrilleras
Yo sé mucho del miedo (La Parrillera)
Las maquis están de moda. Periodistas y directores de cine se rinden ante esas figuras de mujeres silenciadas por décadas. Los relatos se han ido tejiendo principalmente a través de las entrevistas realizadas a aquellas mujeres que, en los oscuros años cuarenta y cincuenta, se echaron al monte. Aunque actualmente de edad avanzada, la memoria persiste en estas antiguas guerrilleras como si se negara a abandonarlas hasta que desgranen sus historias. Los autores de estos relatos siempre deben tener en mente que cuando entras en el terreno de los hechos históricos, del pasado, para evitar la ficción hay que imbuirse de las circunstancias generales, ser fieles al contexto y necesariamente luego intentar escuchar las pequeñas cosas, las anécdotas, descubrir las emociones, recoger los recuerdos… todo lo que te vas encontrando.
Al terminar la guerra civil, en 1939, muchas personas se escondieron en los montes, en los bosques y comenzaron una lucha de resistencia contra el régimen franquista: fueron los maquis, guerrilleros. La historia oficial les denominó bandoleros. El carácter político de los guerrilleros fue plural. También lo había sido el bloque republicano durante la guerra. En él había una presencia importante de comunistas, socialistas y anarquistas. Pero, por diversas causas, los comunistas fueron ganando peso en relación a las demás corrientes.
Los maquis lucharon hasta la década de los cincuenta del siglo pasado. Cuando nos vienen al recuerdo, pensamos en ellos en masculino, nada extraño viniendo de una España donde la mujer no tenía presencia oficial. Pero lo cierto es que también hubo guerrilleras, como lo puso de manifiesto la periodista Ana R. Cañil, galardonada en mayo del año 2008 con el Premio Espasa de Ensayo por su trabajo La mujer del maquis. En el libro hace un homenaje a estos «proscritos» y olvidados de la posguerra española, y también a sus enlaces y sus familias.
La mujer del maquis personifica la opresión que sufrieron ciertos grupos de ciudadanos y sus familias durante el primer franquismo. Así lo afirman los relatos de los supervivientes y documentos «desenterrados» con posterioridad. En palabras de Fernando Savater, Ana R. Cañil refleja una historia «secreta y desgarradora», la dolorosa situación de la mujer en relación con la lucha del maquis, que tiene un enorme valor como «testimonio del drama que se lidiaba en España en aquellos años».
Manuela Díaz Cabeza fue una guerrillera antifranquista. Su vida ha dado pie a La Parrillera. Una maquis por amor, una obra cinematográfica dirigida por Miguel Ángel Entrenas en 2009. Una obra que rescata la memoria de esta guerrillera que se vio obligada a recluirse en la sierra por las circunstancias. El proyecto ha sido impulsado por el Foro Ciudadano para la Recuperación de la Memoria Histórica de Andalucía. Su presidenta, Mar Téllez, ha comentado a la agencia Efe que la iniciativa surgió de una entrevista que mantuvo en el año 2005 con la ya desaparecida guerrillera. En su opinión, la película es una forma más de hacer justicia a una mujer muy querida en Villanueva de Córdoba. Tuvo la suerte de ver como su historia era llevada al cine «entre lágrimas de alegría y esperanza» después de más de cuarenta años de silencio.
Esta guerrillera había nacido en Laguna del Pino (Villanueva de Córdoba) en 1920, en una familia de militantes de izquierda. El primero en ir a la sierra en 1939 fue su marido, Miguel López Cabezas Moraño o Parrillero. Detenido al finalizar la guerra, fue liberado al mes siguiente, pero fueron a buscarlo una segunda vez, y escapó al monte, donde formó la partida guerrillera de Los Parrilleros.
Para esos guerrilleros, para los maquis, ponerse en contacto con la familia resultaba un riesgo. Esto les obligaba necesariamente a mantenerse alejados de ella. Manuela Díaz, valiente, se convirtió en su enlace durante unos años. Después se fue al monte con su marido.
Por aquel entonces —a comienzos de 1944—, Manuela había quedado otra vez embarazada de su esposo. Mala fortuna en aquellas terribles circunstancias. Sola arrostró el parto. ¡En el monte! Pronto tuvo que asumir la dura realidad: no podía hacerse cargo del bebé. Cedió a su hijo. Para aumentar el increíble drama de la mujer, poco después ese niño enfermó y murió un año más tarde. Su pena fue enorme, ¡no tenía fin!
Las desgracias para Manuela no acabaron aquí. Cuando contaba 29 años de edad, fue detenida. Se le acusó de «concubina» y también de haber pertenecido a las Mujeres Comunistas de Villanueva. Ingresó en la cárcel de Ventas al año siguiente. Se le condenó a treinta años de cárcel. En 1961 un indulto la puso en la calle. Dejó estas palabras para la posteridad: «Yo sé que la gente joven piensa que esto es mentira. Y yo les digo: Esto ha pasado porque yo lo he vivido”».
En 2010, Rubén Buren dirigió una película que se convirtió en un homenaje a las mujeres que lucharon durante la posguerra. Se trata de Maquis, un largometraje en el que solo aparecen mujeres; habla de la rebelión de las guerrilleras. Ofrece un punto de vista novedoso: el de las mujeres que lucharon abajo, en los pueblos, mientras más arriba, en los bosques, sus compañeros e hijos eran asesinados por la guardia civil.
El argumento de Maquis se sitúa en la España de 1949, un año crucial para la resistencia antifranquista. La guerrilla sigue en el monte, mientras abajo, en el llano, las mujeres sufren la represión. Algunas personas quieren olvidar y otras, en cambio, seguir luchando. Las mujeres de los pueblos permanecen en silencio, guardan secretos. Es el silencio de un país que no quiere recordar. Las tres mujeres protagonistas simbolizan las tres Españas: Adela, la más radical, a veces egoísta, da la impresión de que pierde la perspectiva sobre la realidad. No obstante, a la vez se muestra comprometida, y lucha contra la injusticia. Pilar, madre y suegra, es una señora católica y conservadora que ha perdido a su marido y a su hijo en la guerra y quiere vivir tranquila, no desea que nada cambie. Por último, Sagrario representa esa España indiferente a todo, cautivada por la idea de «progreso» sin ninguna preocupación política [10].
Actualmente se hacen esfuerzos para rescatar del olvido la figura de la mujer guerrillera. No obstante, el paso del tiempo dificulta la labor. Es muy difícil, prácticamente imposible, llegar a conocer de viva voz cuál fue la presencia verdadera de las maquis en los montes y bosques españoles. Queda la esperanza de que algunas de ellas, antes de morir, pudieran compartir sus recuerdos con hijas y nietas. Si fue así, si estos valiosos testimonios se han guardado en la memoria, podrán ser relatados a otras mujeres, a otros hombres, de manera que fluyan a través de los años, de los siglos [11].
Notas:
[1] Julio Martín Alarcón, «Dinero rojo: así arruinó Franco a los republicanos derrotados», El Confidencial, 29/6/2017, https://www.elconfidencial.com/cultura/2017-06-29/dinero-rojo-franco-republica-guerra-ivil_1406693/
[2] Francisco Abad Alegría, Heraldo, 2014.
[3] Isaías Lafuente, Tiempos de hambre, Temas de hoy, 1999.
[4] Ana Tudela, «Hambre, cartilla y estraperlo: España no come escrúpulos», Público, 2 de marzo de 2009, http://www.publico.es/actualidad/hambre-cartilla-y-estraperlo-espana.html
[5] Mª José Ruiz Somavilla y Isabel Jiménez Lucena, «Un espacio para mujeres. El Servicio de Divulgación y Asistencia Sanitario-Social en el primer franquismo», Historia Social, nº. 39 (2001), pp. 67-85.
[6] Cristina Gómez Cuesta, «Entre la flecha y el altar: el adoctrinamiento femenino del franquismo. Valladolid
como modelo, 1939-1959». Cuadernos de Historia Contemporánea 2009, vol. 31, 297-317
[7] Encarna Nicolás Marín, La libertad encadenada. España en la dictadura franquista 1939-1975; extraído de Mujer y dictadura franquista, de Manuel Ortiz Heras.
[8] Lina Gálvez, «España en perspectiva de género», La Vanguardia, dossier nº 173, julio/septiembre 2019.
[9] Carme Molinero, «Mujer, franquismo, fascismo. La clausura forzada en un “mundo pequeño”», Historia Social, n.º 30, 1998.
[10] Jiménez, Jesús, «”Maquis”, un homenaje a las mujeres que lucharon en silencio durante la posguerra», RTVE, 2017, http://www.rtve.es/noticias/20170607/maquis-homenaje-mujeres-lucharon-silencio-durante-posguerra/1561202.shtml
[11] Pilar Bartolomé, «La guerrillera que sufrió el olvido», El Día de Córdoba, 12 de marzo de 2017, http://www.eldiadecordoba.es/cordoba/guerrillera-sufrio-olvido_0_1116788681.html
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