¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Rafael Poch de Feliu
Rubén y sus ancestros
Una genealogía soviética
En junio murió en Moscú Rubén Sergeyev, entrañable personaje para todos los que le conocieron. Tenía 65 años. Murió de Covid. Otra de esas lamentables muertes prematuras de esta condenada pandemia. Era un hombre bondadoso, atento y delicado, de gran nobleza de carácter, al que nunca escuché un solo comentario vulgar. Era nieto de la Pasionaria, Dolores Ibárruri, dirigente comunista y presidenta honorífica del PCE. Se llamaba Rubén en memoria de su tío, el hijo de Pasionaria, Rubén Ruiz Ibárruri (1920-1942), nacido en Vizcaya y caído en Stalingrado con 22 años, tras haber combatido en la guerra civil española y haber recibido como teniente las más altas condecoraciones, entre ellas la de héroe de la Unión Soviética con carácter póstumo. Por parte paterna, nuestro Rubén tenía una genealogía estalinista aún más notable. Su madre, Amaya Ruiz, fallecida en 2018, se casó con un militar soviético llamado Artiom Sergeyev que fue hijo adoptivo de Stalin y llegó a ser general mayor de artillería y jefe de la defensa antiaérea de Moscú, es decir, uno de los cargos de mayor responsabilidad y confianza durante la guerra fría. Se divorciaron tras veinte años de matrimonio. Artiom, fallecido en 2008 a los 86 años de edad, era hijo de Fiodor Sergeyev (1883-1921), legendario revolucionario bolchevique, compañero de Lenin y Stalin, y amigo íntimo de este último y de Sergei Kirov, cuyo asesinato en Leningrado desencadenaría el Gran Terror. Su nombre de guerra era “camarada Artiom”. Tras su muerte a los 38 años en un accidente, varias ciudades y pueblos de la URSS, numerosas calles y avenidas, una mina y hasta una isla del mar Caspio fueron bautizados con el nombre de Artiom, nombre que también recibió su hijo de corta edad adoptado por Stalin.
El padre y la guerra
El general mayor Artiom Sergeyev, combatió como guerrillero en Bielorrusia, en las trincheras de Stalingrado y fue jefe de la defensa antiaérea de Moscú. Artiom Sergeyev vivió toda su infancia y adolescencia en el entorno familiar de Stalin hasta su ingreso en el ejército. Fue compañero de juegos de Vasili y Svetlana los hijos del segundo matrimonio de Stalin y escribió un libro de memorias en el que traza un retrato incondicionalmente positivo del caudillo soviético, tanto en el plano humano como político. Como tanta gente de su generación, el general Artiom Sergeyev fue un devoto estalinista que unía una experiencia familiar directa al sentir biográfico generacional de tantos soviéticos de aquella época. Su vida, como la de los otros hijos naturales de Stalin, estuvo más marcada por la exigencia que por el privilegio, con la invasión alemana y la participación en la guerra como principal vivencia biográfica. Artiom Sergeyev comenzó la guerra como teniente en Bielorrusia, donde su unidad fue diezmada y apresada por los alemanes. Escapó del cautiverio en vísperas de su fusilamiento y se unió a una fuerza guerrillera en la llamada “República de los bosques”. Hambre frío y penalidades. Sergeyev logró salir de aquello junto con cuatro compañeros, regresar a las líneas soviéticas y convencer a los mandos de que no era un espía. Luego combatió en Stalingrado. Sus cuadernos de guerra encontrados por su hijo Rubén contenían lacónicos apuntes, a primera vista incomprensibles, que una vez descifrados por su autor ante las preguntas de su hijo, ilustraban la crudeza de aquella guerra. Así en el frente de Stalingrado se leía la frase: “Nuestros camaradas continúan siéndonos útiles después de muertos” (sus cadáveres congelados se colocaban en la parte superior de la trinchera como parapeto). Y en los bosques de Bielorrusia, “Hoy hemos matado a un alemán bueno” (bueno porque en su macuto llevaba comida devorada por los famélicos guerrilleros). Herido más de veinte veces, Artiom compartía con su generación una especie de febril obsesión por los años de guerra, repleta de recuerdos sobre compañeros caídos, heroicidades y crueles penalidades que marcaron profundamente a quienes las vivieron. Esa profundidad ha logrado transmitir a las siguientes generaciones de rusos la sobria y respetuosa seriedad que rodea al recuerdo de la segunda guerra mundial en el país que mayor precio pagó en ella.
El abuelo y la revolución
Fiodor Sergeyev («camarada Artiom»), revolucionario bolchevique y fundador de la primera república autónoma de Donetsk. Si la Gran Guerra Patriótica marcó al padre, la revolución y la guerra civil fueron el medio ambiente del abuelo, Fiodor, alias “camarada Artiom”. Su vida es una novela de acción. Fiodor nació en el seno de una familia campesina en una aldea de la región de Kursk pero a los cinco años su familia se estableció en la ciudad ucraniana de Yekaterinoslav (Dnipropetrovsk en la época soviética, desde 2016 Dnipró). Miembro del partido socialdemócrata ruso desde 1901, a los 18 años fue expulsado de la universidad con prohibición de acceso a estudios superiores y encarcelado por activismo. Marchó a París, donde conoció a Lenin. En 1903 regresó al Donbass, donde creó la primera organización campesina, trabajó de ferroviario y encabezó en 1905 la revuelta armada en Jarkov. Tras un segundo encarcelamiento a su regreso del congreso del partido en Estocolmo, en 1910 escapó al extranjero viviendo en Japón, Corea, China, donde trabajó de porteador en Shanghai, y Australia, donde volvió a ser encarcelado por activismo sindical. En 1917 regresó a Rusia vía Vladivostok, a tiempo de organizar en octubre y noviembre las revueltas armadas en Jarkov y el Donbass. Durante la guerra civil organizó la primera república autónoma de Donetsk dentro de la república socialista federativa de Rusia, precedente histórico de la proclamada en 2014 como reacción al cambio de régimen auspiciado por Estados Unidos y la Unión Europea al calor de la revuelta popular en Kiev. Tras ser elegido miembro del Comité Central del Partido Bolchevique en 1920, Fiodor murió en un accidente (quizás un atentado trotskista) del llamado “aerovagón», un vagón ferroviario impulsado por un motor de avión de hélice que los rusos presentaron con motivo del tercer congreso de la Internacional Comunista que se celebraba en Moscú. El “camarada Artiom” fue enterrado en la muralla del Kremlin junto a otros padres de la patria soviética.
El nieto y la perestroika
Lo que para su padre fue la guerra y para su abuelo la revolución y la guerra civil, para Rubén Sergeyev lo fue la estancada URSS de Brezhnev de los años setenta y la experiencia transformadora de la perestroika de Gorbachov. Habiendo estudiado economía e historia en el Instituto de Relaciones Internacionales de Moscú, Rubén fue un intelligent ruso atípico en aquel contexto de súbitos cambios de fe. No fue un seguidor de la occidentalización a ultranza que deslumbró a la intelligentsia liberal ex comunista devota de Boris Yeltsin y siempre consideró la estabilidad del Estado ruso como una condición esencial para cualquier reforma. Tampoco siguió la tendencia de tantos rusos con antecedentes hispanos que solicitaron la nacionalidad española, ni siquiera cuando la rara enfermedad de su hijo, posteriormente restablecido, obligaba a realizar análisis de sangre, bastante complicados en Moscú y que en Madrid habrían sido rutinarios. Muy bien relacionado, tampoco sacó provecho alguno del espectáculo de la llamada “privatización”, el saqueo del patrimonio nacional que dio lugar al nacimiento de tantos nuevos ricos y millonarios, en el país. Un hombre digno y honrado en un contexto que propició todos los egoísmos y oportunismos. Acogió con gran esperanza la perestroika de Gorbachov desde el Comité por la Paz. Desde aquella organización estimaba en 1987 que en su país el movimiento por la paz era “una fuerza capaz de activar al pueblo y democratizar la vida política en el interior de la URSS». Esta capacidad era similar a la que el movimiento pacifista y ecologista representaba en Occidente, según declaró en una entrevista que le hicieron en España aquel año. En una URSS con cuarenta centrales nucleares que acababa de sufrir el accidente de Chernobyl, la desnuclearización, decía, solo podía ser una consecuencia del desarme militar y la distensión. En los inicios fue un gran abogado de la política de desarme de Gorbachov, pero con el tiempo se fue desengañando de la mala gestión que en Moscú se hacía de la retirada imperial de Europa del Este presidida por una gran improvisación en asuntos militares, de los que era un buen conocedor. No solo conocía todos los tipos de armas, misiles, submarinos y aviones, tanto soviéticos como del adversario, sino que sabía cómo funcionaba todo aquel mundo, cuales eran las interioridades de las negociaciones de desarme y quienes eran sus protagonistas, algunos de los cuales entrevisté en su valiosa compañía… Era un buen conocedor de la historia y la cultura rusas que a mí personalmente me situaba muy bien en los asuntos rellenando mi ignorancia, fuera respecto a la época de Iván el Terrible o en materia de ópera. En el verano de 1991, en vísperas del golpe de agosto que convirtió a Gorbachov en un general sin ejército, llegó a Moscú Rafa Manzano, el más salado y simpático corresponsal de la Cadena SER. Necesitaba un ayudante y en Madrid alguien le aconsejó que hablara con Lola Sergeyeva, la hermana de Rubén que se había establecido en España. Fue ella la que le dio a Manzano el contacto con Rubén que pasó a ser el ayudante del corresponsal de la SER en Moscú, con un modesto sueldo en dólares, en cualquier caso muy superior a lo que podía ganar como profesor. “Tener a Rubén de ayudante era un lujo en todos los sentidos”, recuerda Manzano. “Siempre curioso, era una enciclopedia, por su buen carácter tenía amigos y contactos hasta en el infierno y devoraba literalmente los periódicos”. Manzano hacía, lógicamente, breves crónicas de radio. “Le pedías asesoramiento sobre un tema en Azerbaidján que debías radiar en quince minutos y comenzaba explicando los antecedentes del asunto: ‘En primer lugar, en el siglo XIX, Bakú fue una ciudad de gran dinamismo gracias a…, en segundo lugar…’. ‘¡Hostia, Rubén, que es una crónica de treinta segundos y la tengo que largar en diez minutos…!’”. Era como utilizar un Rolls-Royce para circular por el patio de casa. Gracias a Rubén, Manzano fue, seguramente, el único periodista occidental que asistió al entierro de Lázar Kaganóvich, el último de los lugartenientes de Stalin aún vivo que falleció en julio de 1991. En aquella época, de talentos desubicados por la transformación que llevaba consigo el gran hundimiento, esa analogía podía ser bastante común. Gente como él, que podía estar dando clases en una buena universidad o trabajando como experto en el SIPRI sueco, o en un cargo de responsabilidad en el Ministerio de Exteriores ruso, allí estaba resolviendo las urgencias de ignorantes plumíferos de tres al cuarto. En el invierno de 1993, en plena batalla entre Boris Yeltsin y su parlamento, que terminó con el bombardeo del segundo por el primero, solía encontrarme con Manzano en la caóticas y maratonianas sesiones del Congreso de diputados que tenían lugar en el Kremlin y donde hacíamos piña con Rubén. En aquellos eventos participaban más de un millar de personas, entre diputados, expertos, periodistas y demás. En los corrillos que se formaban en los descansos entre sesiones te enterabas de lo más sorprendente. Las tripas del Estado estaban a la vista. Fue allí donde Rubén se enteró de que se había desarrollado un nuevo misil submarino de gran velocidad que salvaba la resistencia del agua creando una capa de aire delante de su trayectoria. Por aquella época le ofrecieron a Manzano una comisión del 5% si conseguía un comprador para un guardacostas, una anécdota que resume muy bien el espíritu de los tiempos… Todo aquello podía parecerle al extranjero un carnaval, pero para Rubén era doloroso contemplar como su país se iba literalmente al garete. Rubén era un hombre que sufría por el destino de Rusia y sabía que todos aquellos excesos tendrían consecuencias duras tarde o temprano. En una de aquellas sesiones del Congreso se sumó a nuestro grupo de periodistas el corresponsal de The Guardian, que, naturalmente, quedó impresionado por las habilidades de Rubén. Tras consulta con Manzano, el ayudante de la SER fichó por The Guardian que le pagaba mucho mejor por remediar la misma ignorancia en versión anglosajona. Pero siempre con la libertad que se desprendía de la amistad: podíamos consultarle cualquier cosa y en cualquier situación. Rubén trabajó para The Guardian hasta los inicios de la época de Putin. Yo le consulté por última vez con motivo de la revuelta popular/golpe de estado de Kiev de 2014. El nieto del fundador de la primera república soviética de Donetsk me advirtió sobre lo que era obvio: aquel cambio de régimen no iba a ser aceptado ni en Crimea ni en el Este de Ucrania.
[Fuente: blog del autor]
10 /
7 /
2021