La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Nuria Alabao
El feminismo se ha vuelto feo: ¿qué está pasando?
Un recorrido por las divisiones en el feminismo
I
Hasta hace poco, el movimiento feminista en España estaba viviendo un momento dulce, de aparente unidad, donde las diferencias quedaban en un segundo plano ante la fuerza de su presencia pública. Hoy asistimos a una especie de impasse en el que los conflictos enconados, sobre todo a partir de la cuestión trans o del trabajo sexual, han mostrado fracturas aparentemente irreconciliables. Las divisiones en el movimiento no son nuevas, sí lo son los contextos y la manera en la que se producen.
Hay un momento de potencia –y de alegría de caminar juntas– que estalla en las grandes manifestaciones y en las huelgas feministas de los años 2018 y 2019, pero ya ese último año las grietas comienzan a hacerse evidentes. En muchas asambleas del 8M –en Madrid y Barcelona, por ejemplo– se produce un trabajo de desgaste y división a partir de la introducción de la discusión de la prostitución de manera violenta. Esto está relacionado con dogmatismos y falta de respeto por los mecanismos asamblearios de generación de consenso –que es como se trabaja en estas comisiones–, pero también con intentos de control del espacio del 8M por parte de intereses de partido y de organizaciones abolicionistas que giran en la órbita del PSOE. En la manifestación del 8M del 2020 en Madrid, incluso vivimos un intento de tomar por la fuerza la cabecera oficial por parte de un grupo abolicionista que había convocado una contramanifestación. En Sevilla, se ha llegado a abuchear a trabajadoras sexuales que acudieron a manifestarse contra la violencia machista. Esto ha desgastando mucho algunos de estos procesos asamblearios abiertos, a los que tampoco ha ayudado mucho la situación de pandemia. Estamos ante la primera línea de fractura.
La segunda emergió en 2019 en la Escuela Feminista Rosario de Acuña de Gijón –financiada por el ayuntamiento gobernado por el PSOE–, cuando por primera vez en España tuvo resonancia pública el discurso del feminismo antitrans –que ya tenía fuerte presencia en el mundo anglosajón–. Allí, entre otras, Amelia Valcárcel, miembro del Consejo de Estado, y una buena representante del feminismo institucional, criticó la “teoría queer” y la autodeterminación de las personas trans –que puedan cambiar de nombre y sexo en el DNI sin informe médico ni operaciones u hormonaciones–. Estas posiciones antiderechos dentro del feminismo estallaron con toda su virulencia a partir de la tramitación de la nueva ley trans propuesta por Podemos, que no deja de ser una conquista obtenida gracias a las movilizaciones del movimiento trans. Los dos últimos años, las redes y los medios se llenaron no solo de argumentos para una discusión, sino también de insultos y desprecio a las personas trans. Otro dato que parece relevante, teniendo en cuenta cómo la disputa sobre la ley ha desgastado al gobierno, es el de que algunas de las representantes del PSOE que más a fondo se han empleado contra la ley son exdiputadas, como Ángeles Álvarez, que fueron apartadas de primera línea después de apoyar a Susana Díaz en el proceso de primarias del partido, tras la victoria de Sánchez.
Fallas en un campo plural
Las posiciones abolicionistas y antitrans suelen converger –aunque no siempre–. Estos debates no son nuevos. En el feminismo siempre ha habido diferencias ideológicas profundas y también distintos intereses materiales, como corresponde a un movimiento de carácter interclasista. Ambas cosas, como sabemos, suelen estar muy relacionadas. En el feminismo, hay académicas y teóricas, políticas profesionales y periodistas, activistas de base, y amplios anillos de afinidad o simpatía que rodean al movimiento más activo. Esta diversidad equivale a fuerza social pero también a luchas cuyos problemas no son únicamente las formas o que resulten divisivas, sino que responden a propuestas políticas incompatibles.
Una demarcación fundamental que sirve de paisaje de fondo de estas divisiones es la que separa a un feminismo que entiende que la igualdad solo se consigue transformando profundamente la sociedad, de un feminismo del poder –del 1% o liberal– que suele coincidir con el institucional. Las representantes de este feminismo Ana Botín buscan la igualdad dentro del statu quo, sin ninguna voluntad de cambiarlo, y quieren poder para sí, en lugar de intentar desestructurar las jerarquías sociales. Esto suele tener un reflejo en cómo encaran la violencia sexual: fundamentalmente de manera individualizada, como un problema de “hombres malos” a los que hay que combatir con las herramientas penales del Estado, y no como un problema estructural que requiere abordajes más complejos. Por ejemplo, cambiar la cultura, pero sobre todo, mejorar el acceso a renta y vivienda de las que más lo necesitan. Es decir, poniendo el foco en las condiciones de vida que impiden salir de estas situaciones y aumentan la dependencia de los hombres. Este feminismo carcelario o punitivista no reconoce que apelar al sistema penal tiene impactos negativos en las personas más desfavorecidas –racializadas y migrantes– y en la clase trabajadora en general. Para ellas, la injusticia de género –al menos cómo les afecta personalmente por su clase social– se combate únicamente mediante leyes. Ya lo dijo Carmen Calvo: la única revolución es la del BOE.
Evidentemente, no todas las feministas que asumen posturas abolicionistas o antitrans vienen del mismo lugar, ni todas tienen poder institucional, ni comparten ideario al cien por cien. De hecho, este tipo de discursos se han defendido también desde posiciones de izquierda conservadora –comunistas, “obreristas”…–. Pero es el feminismo institucional el que tiene mayor capacidad de liderar discursos, de convertirlos en leyes y de impulsarse en ellos en sus luchas por el poder del Estado. Además, el dogmatismo y la violencia con el que estas posturas llevan adelante la lucha ideológica está atravesando a muchos movimientos sociales hoy, no solo al feminismo. Podemos decir que empieza a ser característico de nuestra vida pública un cierto cierre identitario que trae como consecuencia una política de carácter moralista y sus consiguientes posiciones fundamentalistas.
Por tanto, es inevitable que empecemos a reconocer públicamente lo que ya es una evidencia. Los momentos de unidad, que se han producido en situaciones de mayor movilización, se han terminado; apenas fueron un destello. Aunque es posible que regresen ante cualquier intento de involución en derechos, como el del aborto. Los llamamientos a la unidad, a veces, suenan como apelaciones a no disolver el capital político del feminismo, y su equivalente en la representación institucional, algo que también tiene que ver con el especial enconamiento de estos debates. Si el feminismo se vuelve feo, es más difícil convertirlo en votos, cargos o en posiciones en una lista de primarias. ¿Qué feminismo se va a representar en esos espacios si hay una guerra? Además, estas guerras son escenarios donde se compite por capital simbólico, por reconocimiento y por elementos de distinción que posicionan públicamente.
Genealogía de un campo de luchas
Vale la pena mirar atrás. Paloma Uría explica en un reciente artículo que en los 70 y hasta la mitad de los 80, el feminismo en España partía de un impulso unitario. El contexto era el antifranquista y todavía quedaba conquistar la igualdad legal plena y derechos como el aborto. Nada une más que un enemigo poderoso. Uría identifica la emergencia de los debates más enconados y divisorios con el proceso de institucionalización del feminismo, cuando desde las movilizaciones de la calle se produce un gran trasvase a las instituciones de nueva creación en la Transición. Al mismo tiempo, se crean toda una serie de asociaciones feministas –vinculadas de una manera u otra al Estado o al PSOE–.
Este proceso, dice Uría, acompaña el cierre del feminismo mainstream que acaba como un movimiento de carácter identitario que asume una serie de posiciones. La más evidente es la que gira en torno a la sexualidad –y que da lugar a las sex wars–. Esta se concibe únicamente como un lugar de peligro y no de placer y autodeterminación, y se impone una visión esencialista de los hombres como depredadores sexuales y de las mujeres como seres débiles siempre necesitadas de protección. Desde esta concepción –que se produce como reacción a la violencia sexual–, es casi inevitable que se acabe demandando más protección al Estado: más leyes que, en vez de abordar problemas estructurales, demandan más penas y nuevos delitos con los que seguir aumentando nuestras desproporcionadas tasas de encarcelamiento. Nada de eso nos hace estar más seguras. En este marco, se empiezan a impulsar leyes que criminalizan la prostitución con las excusa de proteger a las mujeres –como la Ley Mordaza o las ordenanzas municipales que multan a las que trabajan en la calle–. La “mujer” será considerada una, y determinadas feministas serán las que representen sus intereses en las instituciones y definan la agenda oficial.
Cuando algo se vuelve identitario se ideologiza y se aleja progresivamente de las condiciones de vida de las personas, de las posibilidades de transformación concretas de esas vidas que el feminismo debería impulsar. En los 90, cuenta Uría, este feminismo –al que llama cultural– llega a las instituciones y otras posiciones más transformadoras quedan arrinconadas o en la marginalidad.
Precisamente, durante los 90, llega al feminismo el reconocimiento de que no todas somos iguales, y de las diferencias de clase, raza/nacionalidad, identidad de género, capacidades, etc…–. También es el momento en el que se incorporan las mujeres trans al movimiento. Los feminismos que representan esta pluralidad, los de base o autónomos, quedan como latentes, trabajando de forma subterránea pero constante hasta que el ciclo 2017-2019 los hace emerger a un primer plano. Este ciclo se ha expresado mediante una amalgama inextricable de lenguajes mainstream y radicales y, de ahí, su potencia.
Por tanto, sí, esta ola ha sido la del #Metoo y la violencia sexual, pero sobre todo ha sido la de la reemergencia de ese feminismo más arraigado en las luchas sociales, que parte de un sujeto más plural, e inclusivo –donde se habla, por ejemplo, de condiciones laborales de las trabajadoras domésticas o del campo y también de abolir la ley de extranjería para que las migrantes dejen de ser tan vulnerables a la explotación de todo tipo–. En este marco, el componente internacional ha resultado fundamental: la huelga feminista ha llegado con fuerza desde Latinoamérica, donde el feminismo tiene otros perfiles más populares y donde las compañeras han sabido tejer mejor la relación entre violencia machista y condiciones de vida, entre violencia sexual y económica –o estatal o policial–.
Podemos trazar un paralelismo, pues, entre el proceso de institucionalización, que produce una pérdida de potencia del movimiento después de la Transición –el cierre dogmático de una parte de ese movimiento–, y lo que está sucediendo en el presente. La institucionalización a la que nos enfrentamos hoy es la del movimiento de las plazas –15M–, que tuvo su reflejo en las configuraciones masivas y transversales de los 8M de los pasados años. Lo intentaré explicar en el próximo artículo. —7.07.2021
II
En la primera parte de este artículo se comparaba el proceso de institucionalización del movimiento feminista después de la Transición –que equivalió a una pérdida de potencia– y lo que está sucediendo hoy.
Frente al tópico sobre el 15M que dice que el feminismo fue rechazado frontalmente en las plazas, en realidad fue la tradición política que más presencia tuvo. Las comisiones de feminismos fueron de las más potentes y consiguieron conectar las enseñanzas de este movimiento con la nueva revuelta. Ese sustrato permanecerá y se potenciará en los años posteriores –sobre todo como reacción a los intentos de reforma de la ley del aborto de Gallardón que nos sacó a las calles–. Un legado, que sumado tanto a luchas históricas como a factores nuevos, daría lugar a la eclosión de un movimiento feminista que atravesó toda la sociedad como un tsunami. Con ese impulso, algunas comisiones del 8M mutaron y se volvieron más quincemayistas en su organización, menos personalizadas, con portavocías rotatorias y se hicieron más abiertas y plurales –y más difíciles de controlar por parte del feminismo institucional–. Esto es algo que no gustó a cierto feminismo acostumbrado a los repartos de poder y a situarse en las cabeceras de las manifestaciones para salir en las fotos. De ahí sus intentos de romper algunas de estas asambleas para recuperar su control –como sucedió en Madrid– instrumentalizando la cuestión más divisiva en el feminismo: la de la prostitución. Divide, y vencerás.
Del 15M y los movimientos de base también vendrá un feminismo que piensa que el orden de género atraviesa por igual a mujeres y personas LGTBIQ y que no se puede combatirlo sin atacar estas intersecciones –y sin vincularlas a un proyecto más amplio de transformación social–. A menudo se le llama “transfeminismo”. El debate sobre “el sujeto del feminismo” –presente desde hace más de 100 años– que ha estallado con la cuestión de la Ley Trans también apuntaba a la línea de flotación de ese feminismo de base más diverso y transformador. Pero ha quedado patente que la mayoría del feminismo está del lado de los derechos de las personas trans. El feminismo del PSOE ha perdido pie.
Hoy, lo que llamamos “crisis de régimen” se ha diluido ya. Surgieron partidos nuevos –Podemos, las confluencias y los municipalismos–, que convirtieron en poder institucional la energía política del 15M. Podemos, el partido de la protesta contra el bipartidismo, llegó al gobierno. Esto coincidió además con la emergencia de la extrema derecha antifeminista de Vox. Así, las virulentas divisiones en el movimiento –que generan rechazo en la gente menos movilizada y lo despotencian– se están produciendo en un contexto de conservadurismo social. Apagados ya los rescoldos de la “revolución ciudadana”, esto ha tenido su reflejo en una parte del feminismo. La cuestión trans es la más evidente, ya que se han compartido argumentos y posición con los fundamentalismos cristianos y la extrema derecha. Pero también lo vemos en la demanda punitiva contra los derechos de las trabajadoras sexuales e incluso en contra de toda pornografía. Los discursos que dibujan la esfera de la sexualidad como un peligro, regresan de los 80. La reacción contra el 68 que enarbolan las derechas tiene su correlato en un discurso que dice que “hicimos la revolución sexual para los hombres”, que no hemos sacado nada de ella, y que a ninguna feminista le puede gustar la pornografía, o incluso que las mujeres tenemos un tipo de sexualidad característica –todas la misma, la contraria a la de los hombres–. Como hemos visto, debates viejos que vuelven cuando la ola movimientista baja.
Guerra generacional
La discusión sobre la Ley Trans también ha acabado por convertirse en una guerra en el seno de la izquierda institucional. El PSOE –que se considera dueño del feminismo desde la Transición–, contra esas “advenedizas” de Podemos y las confluencias –que venían a representar ese espacio político del feminismo de base más vinculado con las luchas sociales que había emergido en el post 15M–. Aquí también se ha producido esa guerra entre la generación tapón que ocupaba las posiciones de relevancia pública –de élite– y la generación de clase media precaria que venía por detrás, que se levantó en el 15M y que terminó con la integración de parte de sus líderes informales en esa misma élite. En el feminismo institucional: Calvo contra Montero. Este conflicto generacional ha quedado reflejado en esta guerra cultural interna de la izquierda institucional.
Podemos “debería” responder a los feminismos de base, pero parece que ha perdido algo de pie con los movimientos en los que se aupó. Es la única manera de entender la inclusión de artículos que penalizan el trabajo sexual en el proyecto de Ley de Libertad Sexual –contra la violencia sexual– de Montero. Esta norma, que gira alrededor del consentimiento –con todos los problemas que puede generar el solo sí es sí cuando llega al BOE–, dice expresamente que todas las mujeres podemos consentir menos las prostitutas, que todas podemos consentir libremente, pero no cobrar por ello. Esto es sin duda un retroceso, que por desgracia no se produce únicamente en el ámbito institucional. Ha llegado a los movimientos y se ha puesto en cuestión un consenso básico de los feminismos de base –pero que también era probablemente mayoritario en IU– por el que, independientemente de lo que se pensase de la prostitución, no se apoyaban leyes que penalizasen directa o indirectamente a las trabajadoras sexuales, o que diesen más poder a la policía, los jueces o a los explotadores sobre sus vidas. También hubo y ¿hay? un abolicionismo no punitivista. ¿Se está rompiendo ese consenso?
Por lo que sabemos de la nueva ley de trata que ha anunciado el PSOE, también estará concebida bajo ese marco contrario al consentimiento de las prostitutas y diseñada como herramienta para el control de las migraciones. Nada nuevo en el PSOE, pero ¿por qué Podemos se lanza a competir por ese espacio político? ¿Por qué el feminismo de Podemos se parece cada vez más al del PSOE? ¿Tiene que ver la influencia de una IU que siempre se ha declarado abolicionista? Es inevitable verlo como un error político. Primero, porque renuncia a sostenerse y construir su propio espacio político, y también porque apuesta por un feminismo de minorías. El abolicionismo puede parecer una postura mayoritaria en el feminismo –aunque también hay dudas sobre esto, probablemente solo son las más movilizadas y virulentas–. Pero sobre todo, el sentido común social camina en dirección contraria. Todas las encuestas sobre prostitución muestran recurrentemente una mayoría clara de personas –superior al 60%– a favor de descriminalizar el trabajo sexual. También, la mayoría de mujeres e incluso de votantes del PSOE.
Así, estos encendidos debates forman parte de la guerra interna de la izquierda institucional por tratar de representar al feminismo. Es una lucha por el poder y por los recursos del Estado. Pero también hay un intento de cierto feminismo institucional de división del movimiento para deshacerse de sus segmentos más subversivos, aquellos con demandas radicalizadas que cuestionan sus propias posiciones sociales. El objetivo: devolver a la marginalidad al feminismo de base que ha tenido enorme presencia pública con los grandes 8M y las huelgas feministas. Como expliqué en el artículo anterior, algo parecido pasó en la Transición –en un contexto muy diferente–. (Hay que señalar que Cataluña y Euskal Herria son campos políticos separados donde estas cuestiones van por otros derroteros que no encajan bien en estas explicaciones. Y también que hay un feminismo institucional diferente que responde mejor a los postulados de un feminismo más abierto, como se da por ejemplo en Barcelona en Comú.)
Puede que este feminismo de base o de la diversidad vuelva a la marginalidad en términos de presencia pública: cuestionar las fronteras y decir que eso forma parte de nuestro proyecto feminista no siempre es fácil de explicar en los medios mainstream. Además, cuando se tienen los recursos de las instituciones para premiar unas determinadas posiciones políticas, es normal que estas parezcan mayoritarias porque son las que se potencian en la academia, el tercer sector, en charlas y medios. Otras posturas, además, son penalizadas, no solo dejándolas fuera de los circuitos de invitaciones y encargos retribuidos, sino mediante furibundos ataques en redes. Hay muchas feministas que no hablan de determinados temas por miedo a perder trabajos o ser señaladas públicamente.
Sin embargo, es probable que este feminismo conecte mejor con el sentido común más amplio fuera del ámbito izquierdista. La prostitución es una de estas cuestiones, pero hay otras. Por ejemplo, un feminismo que aborda el machismo como un problema estructural se dedica menos a la culpabilización de los hombres, sobre todo de los nombres individuales, a la que conduce cierto feminismo esencialista –todo hombre como enemigo es la otra cara de la mujer siempre como víctima–. El victimismo nos quita agencia y nos infantiliza, y su marco nos lleva a demandar más protección al Estado como única propuesta. (Una protección que no es para todas, porque para las inmigrantes –con o sin papeles– o las mujeres trans, gitanas o simplemente pobres, la experiencia con el Estado o la policía no es la de que existen para protegerlas, sino que, por el contrario, son origen en sí mismos de una parte de la violencia que reciben.) La violencia sexual es terror, pero también lo es la manera en que a veces se utiliza para justificar la que reciben las personas marginadas o las migrantes sin papeles –la persecución de la trata, donde muchas víctimas son deportadas o encerradas en CIEs, es el caso más sangrante–.
Tratar de engrosar delitos y penas –también los relacionados con la violencia sexual– es apoyar el marco securitario de Vox y potenciar su crecimiento. Tanto individualizar el problema del machismo para encerrar a algunos hombres malos, como culpar a todos de la violencia sexual son palancas en las que se apoya la extrema derecha para impulsar su antifeminismo. Pero lo más importante, no parece la mejor manera de que los hombres sientan que la revolución feminista también mejorará sus vidas en muchas cosas, ni de hacerlos parte de nuestro proyecto de transformación social. Para cambiar la sociedad necesitamos toda la fuerza posible.
Por tanto, un feminismo favorable a los derechos de las trans y a la descriminalización del trabajo sexual; uno que no vea la sexualidad únicamente como ámbito de peligro sino de disfrute y de libertad; claramente antipunitivo y antidentitario; que no se apoye en censuras ni linchamientos puede parecer marginal, pero en realidad conecta mejor con la sociedad española. La cuestión de cómo cambiar las jerarquías sociales y repartir poder y recursos –de cómo construir un feminismo de clase– puede parecer quizás más ardua de articular o de explicar, pero sin ella no hay proyecto emancipatorio posible. —9.07.2021
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