¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Juan-Ramón Capella
Pandemia y futuro: no se aprende ni por shock
Merece la pena dibujar unos primeros esbozos de las consecuencias políticas y sociales de la pandemia que resultan relevantes para el futuro.
Aunque me centraré principalmente en aspectos locales españoles, la pandemia es ante todo un hecho global, mundial. Por sus características, quizá el primero de una especie nueva de acontecimientos que sin duda la seguirán, dado que estamos en la fase inicial de una crisis ecológico-civilizatoria.
En el mundo:
La pandemia global ha funcionado diversamente en diferentes ámbitos geopolíticos. El país más rico de la tierra es el que porcentualmente más la ha sufrido, debido a una dirigencia política negacionista como la de Trump. La impotencia del sistema político norteamericano para castigar a ese pésimo presidente es un mal indicio: un régimen político atado de manos para muchas cosas, sobre todo para hacer las malas.
Otro gran espacio geopolítico, China, es el país —no democrático en nuestro sentido de libertades y garantías— donde la conjunción entre dirigencia política y solidaridad popular ha funcionado mejor: el espacio que ha sabido librarse de la pandemia antes y mejor.
Otro espacio rico, el significado por la Unión Europea, que acaba de sufrir la separación de uno de sus más importantes asociados, ha sufrido mayores descalabros: en parte por la preocupación de los dirigentes políticos por no detener los procesos productivos (aunque en España, Italia y Francia se han venido abajo las respectivas industrias turísticas, quizá no solo temporalmente en el caso español —sol y playa— y mejor en Italia —arte, cultura, Vaticano, sol e islas—); pero también ha sido lento y desastroso el suministro de las vacunas y las guerritas e incumplimientos de las industrias farmacéuticas.
El subcontienente indio parece experimentar un brote tremendo de la pandemia, muy virulenta, en un territorio hiperpoblado y pobre.
El espacio latinoamericano aparece bastante fragmentado al respecto: vacunación en Cuba y en Chile, retrasos en otros países importantes.
La primera lección de esta crisis global es su desigualdad: desigualdad entre ricos y pobres, y entre dirigencias políticas eficientes y deficientes. Hay que tomar nota para el futuro.
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Entre nosotros:
Nos construíamos el concepto de aprendizaje general por shock como un evento que inequívocamente obligaría a aprender socialmente (como el esfuerzo del que ha de aprender a nadar para no ahogarse). Pero lo que ha quedado probado empíricamente es que shock no implica materialmente aprendizaje (quienes no logran aprenden a nadar se ahogan). El shock ha significado en realidad bastante confusión y muy poco aprendizaje.
Quienes menos han aprendido han sido los responsables políticos y económicos de la economía fianciera y buitre: siguen inalterables sosteniendo su programa de economía de mercado desregulada. No hay que hacerse ninguna ilusión al respecto: fuimos bastante ilusos al principio de la pandemia. Si algún día alguien logra implantar un keynesianismo bien temperado y modificado no será precisamente esa gente.
La pandemia mundial ha sido el primer gran golpe catastrófico experimentado por las generaciones que no sufrieron la guerra española ni la Segunda guerra mundial. Un shock porque el acontecimiento ha sido inesperado, global, y a la vez de tratamiento esencialmente local, y ha determinado cambios importantes y urgentes en la vida cotidiana. Pero socialmente, ¿se ha aprendido por shock?
Creo que la respuesta es negativa; si se ha aprendido algo socialmente es muy poco. No creo que se haya producido un aprendizaje suficiente, en nuestra sociedad y tampoco en nuestro entorno, acerca de lo que es necesario hacer en una situación de emergencia general.
Lo primero que se precisaba aprender era la solidaridad colectiva. Es decir, comportamientos individuales orientados a superar colectivamente una dificultad de naturaleza general, que precisaba la cooperación general. ¿Qué se ha producido en realidad?
Vacilaciones de las autoridades públicas entre priorizar las necesidades sanitarias o bien las económicas. En nuestro entorno no se ha dado claramente prioridad a las necesidades sanitarias; se ha oscilado y se vuelve a oscilar, con lo que se ha prolongado el tiempo de pandemia.
No sabemos si estas vacilaciones son de orden técnico o han sido determinadas por consideraciones puramente políticas y por la acción de grupos de presión económicos. Queda pendiente de averiguar.
No se ha sabido distinguir claramente entre actividades económicas esenciales, sustraíbles a la economía de mercado en caso de necesidad, y dosificables, y actividades económicas no esenciales.
Las autoridades chinas —un sistema político autoritario— dieron prioridad absoluta a las medidas sanitarias, con lo que la pandemia quedó controlada en tres meses y solo entonces se atendió a la economía. La solidaridad social se debió de imponer allí, sin duda, coactivamente, pero funcionó: la población china está habituada al esfuerzo colectivo. Las poblaciones occidentales están atomizadas en el individualismo y el consumismo. La economía china crece a pesar de haber sufrido la pandemia. Algo hay que aprender.
A pesar de la publicitación diaria, abrumadora y repetitiva, del estado sanitario de las cosas, eso ha encubierto la falta de muchísima información al público: sobre la duración de la protección por medio de las vacunas y de los diferentes tipos de mascarillas; sobre los modos de actuación de las diversas vacunas; sobre sus efectos secundarios reales; sobre la programación de la vacunación; acerca de si serán necesarias vacunaciones ulteriores en el caso de algunas vacunas o en todas, y, sobre todo, acerca de si los ataques de este virus serán recurrentes en el tiempo, etc. Las autoridades sanitarias han explicado lo que sabían pero no qué no sabían. Los poderes políticos —todos— no se han atrevido a explicitar sus incertidumbres ni a razonar públicamente sus indecisiones. Y como ambas eran manifiestas la desconfianza quedó servida. Esto ha facilitado la insolidaridad y el que mucha gente haya vuelto la espalda a las autoridades, fueran las que fueren.
Una lección de la pandemia puede ser que los expertos en la materia no consigan toda la información necesaria para dar las respuestas, o que discrepen entre sí, o que se plieguen parcialmente a exigencias heterónomas como las de la economía, etc. Dicho de otro modo: el shock no ilustra directamente acerca de qué hacer.
Ciertas autoridades políticas —como las valencianas— han sido más cuidadosas que otras, con mejores resultados. Eso se debe tomar en consideración, analizar con detalle, y proponer obligatoriamente los cambios que se deriven de este análisis.
Han sido muy publicitados en cambio los esfuerzos especiales de las autoridades políticas: los hospitales provisionales militares, etc. Las autoridades no han olvidado en el shock cultivar su autolegitimación. Pero no era prioritario.
La pandemia ha afectado desigualmente a la sociedad civil: los gentes con bajos niveles de renta o malas condiciones de salud han sufrido sus efectos peor que las personas sanas de las clases bien alimentadas desde siempre. La enfermedad ha afectado muy particularmente a personas en residencias de ancianos, públicas o privadas, sin que se advirtiera esfuerzo especial de las autoridades —especialmente en Madrid— para acabar con la muerte de ancianos residenciados. En conclusión: ancianos tutelados especialmente (!), ancianos en general y bajos niveles de renta son los más expuestos en caso de crisis.
¿Nadie va a responder por la sobreexposición al virus de los ancianos residenciados?
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Vivir como antes
Socialmente ha predominado la creencia de que se podría volver a vivir como antes cuando acabara la pandemia, y también la aspiración a eso, a vivir y consumir como antes. No se advierte, por ejemplo, que las arcas públicas están largamente endeudadas, que será necesario incrementar la presión impositiva —por cualquier gobierno, publicite como quiera sus mentiras electorales— sobre alguna o todas las capas de la población.
No se advierte que la industria del país que emplea a más gente, la turística, será la más herida duraderamente por la pandemia, lo que obligará a muchísimas personas a cambiar de profesión. Esa industria hubiera debido, en años de vacas gordas, colaborar con los poderes para conseguir un turismo cultural sostenido, no estacional, sabiendo que pocos países pueden ofrecer tanta variedad artística y cultural como España.
Tampoco hay consciencia de que ante el estado de cosas que deje la pandemia el Estado tendría que orientar, fomentar o incluso crear nuevas actividades productivas. Que la denegación social de oportunidades a sucesivas generaciones de jóvenes tendrá consecuencias pésimas para ellos y para todos. Que son de esperar oleadas de delincuencia.
Y, en otro orden de cosas, el teletrabajo debe quedarse siempre que se perfeccione, y con ello modificar en profundidad trabajos educativos y administrativos, simplificando los sistemas de redes, abaratándolos, garantizando a los teletrabajadores condiciones similares a los derechos de los trabajadores presenciales.
En conclusión: no se podrá vivir como antes; la vida será más complicada, más difícil para muchos. Obviamente, las situaciones de shock cambian el modo de vivir.
Socialmente no se ha extendido la consciencia de que en el futuro pueden menudear los shocks debido a episodios parciales de la crisis de una civilización basada en el expolio o la destrucción de la naturaleza. Se agota la energía no renovable, la superficie cultivable, el medio y las especies marinas, etc. Aunque la población sabe ya que hay problemas medioambientales, se resiste a encarar la profundidad de la crisis ecológica y sus consecuencias sociales. Perdura la inconsciencia social compatible con la buena consciencia ecológica. Reciclamos. Hay coches híbridos. Los poderes públicos fomentan una industria de ¡pilas eléctricas para autos! La vida se mide todavía por el consumo. Resulta desesperante que la inyección de fondos públicos mire hacia el pasado y no hacia el futuro. No necesitamos más macroespacios ubanizados invivibles, sino un retorno inteligente a la ruralización. No apoyar a los complejos hoteleros, sino a las iniciativas de las personas jóvenes (por poner un par de ejemplos).
Una pregunta relevante puede ser la siguiente: ¿qué nivel de consumo puede ser compatible con nuestro intercambio con la naturaleza, con una economía de mercado controlada? ¿Se ha superado ya ese nivel? ¿Cuál es defendible y se puede mantener, reequilibrando las desigualdades? ¿Sería deseable un nivel de vida mínimo para todos similar al de Alemania hace treinta años, y máximo como el de 2010? Y si no eso, ¿qué?. Hay que abrir paso a la palabra decrecimiento. A la palabra límite.
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Negacionismo y «libertad»
Ha aparecido un sector negacionista de la realidad: gente que, en este caso, no cree que exista una pandemia, o le busca explicaciones irracionales, o no considera protectoras las vacunas, las mascarillas o las recomendaciones de las autoridades. El sector negacionista ha encontrado en algún caso aliados en el ámbito judicial. Eso evidencia que en la sociedad (y en el Estado) hay un sector lunático que reaparecerá en cada momento de crisis grave. La web ha multiplicado los mensajes negacionistas e irracionalistas lunáticos. Es necesario buscar formas de detección de noticias e informaciones falsas, que han de ser punibles si son deliberadas.
Una cantidad excesiva de gente ha entendido las medidas restrictivas del estado de alarma como ataques a su libertad. Ello ha tenido incluso traducción política: en las elecciones de la comunidad madrileña la gente que exigía libertad significaba por ello no tanto libertad empresarial —que también— cuanto libertad para no llevar mascarilla, para celebrar fiestas multitudinarias, libertad de botellón, libertad contra el toque de queda, contra el confinamiento, los cierres perimetrales, etc. Y ha practicado activamente la desobediencia incivil, esto es, la insolidaridad.
La desobediencia (desobedecer salía barato al no estar sancionado de verdad) no ha sido castigada debidamente, lo que se debe prevenir para el futuro. La idea de libertad aludida ahora —en un estado que respeta todas las libertades, pero en una emergencia social colectiva— es puro nihilismo cuando no lo contrario de la libertad liberal: es del tipo de la libertad-privilegio de que gozaron los falangistas, los nazis, los fascistas.
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Escribo en el primer día en que no está en vigor en España el estado de alarma, y veo que su finalización ha sido celebrada en muchos lugares con descerebradas fiestas multitudinarias, sin mascarillas, y con contactos interpersonales. Pero desde luego no cometo la ingenuidad de pensar que esto es el principio del final: eso está por ver, y se tardará bastante en saber, incluso, si la aparición de este virus será periódica o no.
En ciertos momentos la disparidad de comportamientos colectivos —desobedientes agresivos y obedientes— ha parecido, al traducirse políticamente, una guerra civil fría.
Institucionalmente, las citas y las perspectivas electorales han condicionado la toma de decisiones sobre la salud por parte de las autoridades.
Este desordenado relato de circunstancias relevantes resulta desesperante ante la perspectiva del futuro que nos espera. Poderes políticos débiles son inadecuados para hacer frente a situaciones de emergencia, lo cual plantea el problema de fortalecer los sistemas de toma de decisiones públicas sin menoscabar el sistema de libertades políticas y garantías individuales. Eso no significa necesariamente más Estado, pero sí más sociedad civil organizada.
La sanación de un poder judicial sometido al control de los partidos políticos cuando debe ser a la inversa resulta urgente en este país. (Hay en España un partido que pretende elegir a quienes han de juzgar los delitos de sus dirigentes).
Es preciso crear una especie de «senado científico» que se adelante a los riesgos que vamos a correr.
Poblaciones desinformadas y egoístas pueden producir el hundimiento del barco cuando las circunstancias obliguen a reconstruirlo durante el viaje.
Las personas que han sufrido por cuidar de otras en esta pandemia, y las que han sido solidariamente obedientes para buscar la inmunización colectiva, tienen el agradecimiento de la mayoría de sus conciudadanos. A los demás hay que censurarles activamente su egoismo, no perdonarles su estupidez.
La pandemia ha ocupado el primer lugar en nuestras mentes mientras se produce la diaria tragedia de las muertes en el Mediterráneo: la tragedia de los pobres, de los inmigrantes económicos, de los que huyen de las guerras. Muchos no padecerán el virus porque están muertos.
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2021