La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Joan Ramos Toledano
Chile: de la calle a las urnas
La acción política popular como mecanismo de transformación en Chile
En lo que sigue se va a tratar de explicar brevemente qué ha ocurrido en los últimos meses en Chile, país que ha saltado a los noticiarios de todo el mundo debido a las elecciones celebradas en mayo en el marco de la redacción de una nueva constitución. Para entender un poco el recorrido ciudadano y político de Chile desde finales de 2019, se partirá de lo último que ha ocurrido cronológicamente hablando. Así, se seguirá un hilo conductor que permitirá vincular el último gran acontecimiento (elecciones constituyentes) con los dos grandes hitos anteriores: la aprobación popular de la elaboración de una nueva constitución en 2020, y el estallido social (2019) que actuó como detonante de una situación insostenible en el país andino.
Una nueva constitución
El pasado 15 y 16 de mayo de 2021 fue un fin de semana histórico para Chile. Se celebraron, en dos días, tres elecciones distintas de forma simultánea: elecciones municipales, elecciones a gobernadores regionales (ambas previstas con anterioridad) y elecciones constituyentes para la elaboración de una nueva constitución. Estas últimas estaban previstas para octubre de 2020, pero diversos retrasos por la situación sanitaria y la semana santa hicieron que, finalmente, coincidieran con lo que resultó ser una macrojornada electiva en el país latino.
Estas elecciones, al margen del resultado, tuvieron algunas características específicas que las hacen sumamente importantes, tanto para la ciudadanía de Chile como para un observador externo que haya seguido el recorrido. Por poner un ejemplo, se trató de elecciones constituyentes con la modalidad denominada Convención Constitucional, frente a la Convención Mixta Constitucional. La diferencia radicaba en que esta última planteaba que los trabajos para la nueva constitución fueran realizados por parlamentarios/as en activo junto a ciudadanos/as elegidos para la ocasión. Es decir, ya en el plebiscito de 2020 sobre si se aprobaba o no la necesidad de una nueva Constitución, la ciudadanía rechazó mayoritariamente que representantes tradicionales de la política ya elegidos tuvieran un papel relevante en la negociación y redacción de la nueva constitución. La desconfianza en una clase política excesivamente profesionalizada, perpetuada en los cargos y alejada de los gravísimos problemas de desigualdad que sufre Chile se vio reflejada en unos resultados que clamaban un cambio inmediato.
Además, estas elecciones constituyentes permitían una participación más allá de los partidos tradicionales, pues se estableció un mecanismo para favorecer que los denominados independientes (no afiliados a ningún partido, y con apoyo meramente ciudadano) pudieran presentarse y obtener representación dentro de los 155 integrantes de la Convención Constitucional. Los bajos requisitos de apoyo cuantitativo para estas candidaturas (por debajo del 1% del censo) han permitido que en la Convención haya un total de 22 escaños para independientes, números cercanos a los de otras listas claramente apoyadas o presentadas directamente por partidos y conglomerados políticos de diversa índole y sentido ideológico.
También en paridad de género y etnia las elecciones han resultado de sumo interés, pues ha existido la obligación de listas cremallera encabezadas por una mujer y seguidas de un hombre. Finalmente, se aprobó asimismo reservar 17 escaños para pueblos originarios (mapuche, aimara, kawésqar, yagán, rapanui, diaguita, colla, atacameño, quechua y chango), algo que no estuvo exento de polémica y debate incluso en el seno de los pueblos originarios, (especialmente el mapuche) pero que marca un punto de partida interesante acerca de cómo va a ser a partir de ahora la relación del Estado chileno (mediante su nueva constitución) con los pueblos originarios. Cabe recordar, en este sentido, que Chile ha sido, tradicionalmente, uno de los países de Latinoamérica que peor ha tratado a sus pueblos originarios, con la indecorosa excepción, probablemente, de Argentina.
Fuente: Ciperchile.cl
Los resultados de estas elecciones han sido devastadores para la derecha, cuya agrupación bajo un solo nombre (Vamos por Chile) no le ha permitido alcanzar una holgada victoria. La derecha, tradicionalmente, ha sufrido menos batallas intestinas, tal vez por su tendencia homogeneizadora, pero en este caso logró algo más del 20% de los votos, y un total de 37 escaños de la Convención Constitucional. En segundo lugar, con un 18,74% de los votos y 28 escaños, quedó la agrupación de partidos bajo el nombre Apruebo Dignidad, que aglutina corrientes de izquierda tradicional como el Partido Comunista, los Verdes o partidos por la igualdad. En tercer lugar, a pocos votos, quedaba la denominada Lista del Pueblo (16,27%, 26 escaños). Esta agrupación es un movimiento político de ciudadanos independientes, alejados de los partidos tradicionales de izquierda, y cuyo surgimiento está directamente relacionado con el denominado Estallido Social de 2019. Aunque es de muy reciente creación, se sitúa claramente en el espectro de la izquierda, incluso en ámbitos de extrema izquierda. El Partido Socialista, por su parte, se presentó bajo las siglas de Lista del Apruebo, junto con otros partidos clásicos chilenos como el Partido Demócrata Cristiano, Partido Liberal o Partido Progresista. Una amalgama de centro-izquierda, no muy diferente de los partidos socialistas europeos contemporáneos (con tintes sociales, pero con poca o nula crítica al sistema económico). Finalmente, cierra la lista de los más votados la agrupación Independientes No Neutrales, con 8,84% de los votos y 11 escaños.
Los resultados han sido percibidos como una durísima derrota de la derecha porque, a diferencia de unas elecciones presidenciales, aquí tendrá más importancia la correlación de fuerzas que la socorrida «lista más votada». Si sumamos las tres agrupaciones que van desde el centro-izquierda a la extrema izquierda, los escaños obtenidos son 79, frente a los 37 de la derecha. Ello dejando de lado los independientes y los escaños reservados a pueblos originarios, cuyo perfil todavía está por ver. A pocos meses de las elecciones presidenciales (en noviembre de este año), la derecha trata de recomponer su espacio con la amenaza de que unos resultados similares pudieran suponer una presidencia claramente de izquierdas en el país. Tras las macro-elecciones, se están dando procesos de primarias en las distintas agrupaciones mencionadas para llevar un candidato o candidata a la elección presidencial. Podría darse, en este sentido, la oportunidad de que una persona con un perfil de izquierda bastante más allá del Partido Socialista alcanzara la presidencia, debido a la tradicional tendencia en Chile de aglutinar partidos en torno a un candidato o candidata, como ocurrió con la famosa Concertación que llevó a Michelle Bachelet (Partido Socialista) al gobierno en dos ocasiones.
Fuente: DecideChile
Esto último, junto al resultado de la Convención Constitucional, abre la puerta a un periodo incierto pero muy prometedor para Chile, que tiene la oportunidad de quitarse definitivamente de encima una Constitución aprobada en plena dictadura de Pinochet y con un marcadísimo carácter neoliberal (agravado por el desarrollo efectivo que se ha ido produciendo de la Constitución de 1980 a través de diversas normas). Chile tiene la oportunidad, no tan común, de aprobar una nueva constitución que, democráticamente, suponga una transformación paulatina pero constante hacia un modelo más justo y menos desigual de sociedad.
La lucha en las calles: el origen de un plebiscito histórico
Pero, y es una pregunta relevante, ¿de dónde viene la decisión de convocar elecciones a una Convención Constituyente? En un sentido inmediato, del Plebiscito Nacional celebrado en 2020 (inicialmente propuesto para abril y, por la pandemia, pospuesto a octubre). Este referéndum tenía una importancia capital, pues lo que se preguntaba, en esencia, era si la ciudadanía estaba de acuerdo en que era necesario iniciar un proceso constituyente para elaborar una nueva constitución política, y finiquitar de esa forma la anterior de 1980. Se trata del único referéndum celebrado en condiciones de normalidad democrática en Chile, y el que más votos ha cosechado en un país con una participación tradicionalmente baja.
Este plebiscito planteaba dos preguntas. La primera, y más importante, rezaba lo siguiente: «¿Quiere usted una nueva Constitución?» Las posibles respuestas eran Apruebo o Rechazo. La segunda pregunta era «¿Qué tipo de órgano debiera redactar la nueva Constitución?». Las respuestas posibles, como se ha indicado anteriormente, diferenciaban entre Convención Mixta Constitucional (con 50% de miembros del Congreso y otros 50% elegidos ad hoc para tal efecto) o Convención Constitucional (que planteaba la conformación de una asamblea ex novo sin otorgar dicho privilegio a la actual cámara legislativa chilena). El apruebo o el rechazo se convirtió en una consigna callejera, grito popular y herramienta política para defender una u otra posición. El empuje de los partidarios de una nueva constitución era tal que la mayoría de partidos de la derecha optaron por apoyarla o dar libertad a sus afiliados y militantes; resultaba difícil ponerse públicamente en contra de una nueva constitución tan ampliamente apoyada por la ciudadanía.
Los resultados fueron arrolladores. El Apruebo ganó con un 78,28% de los votos, frente al 21,72% del Rechazo. Similares porcentajes se obtuvieron para la Convención Constitucional (79%) frente a la Convención Mixta Constitucional (21%). Hubo cierto intento de deslegitimar la opción de una nueva constitución, con argumentos tan burdos como conocidos en nuestro país. Se afirmaba que iba a ser una constitución comunista, o que Venezuela estaba tras los altercados del estallido social. También se defendió que lo ideal era modificar la constitución anterior, en vez de perderla por entero ante el desconocimiento de lo que podía llegar (el más vale malo conocido…). Una posición muy típica de quienes optan por defender el statu quo, lo que sin embargo no logró permear en capas de población de clase baja (o, si se quiere, de una clase media extremadamente precarizada). Ese 80%-20% es un buen ejemplo de la desigualdad de un país en que un médico puede ganar 20.000€ al mes frente a los apenas 350€ de salario mínimo, muy habitual en trabajos poco cualificados. Ello, sumado al hartazgo por el abuso del sistema de capitalización de pensiones (AFP) y los seguros médicos privados, se fue convirtiendo en un caldo de cultivo tan peligroso como irrefrenable una vez estalló.
Fuente: Servicio Electoral (SERVEL) Chile
Lo que nos lleva al hito inicial de todo este proceso. Si la macroelección de Convención Constitucional de mayo de 2021 encontraba su fundamento en el Plebiscito de 2020, éste a su vez se debe al denominado Estallido Social de finales de 2019. Es decir, aquí la decisión de convocar un referéndum para preguntar acerca de la necesidad de un nuevo marco normativo y social fue tomada de forma consensuada por los partidos políticos, pero de forma más o menos obligada (en función de la posición en el tablero político) por el incansable esfuerzo de cientos de miles de personas que masivamente y de forma constante se manifestaron durante los últimos meses de 2019. De ese proceso, sus orígenes y la represión estatal se habló en su momento en esta misma revista, cuando todavía eran inciertas las consecuencias de dicho estallido. Se puede decir, en ese sentido, que fue el amplísimo clamor popular, harto de injusticias, abusos y desigualdad, es decir, de precarias condiciones materiales de subsistencia, el que ha logrado el hito histórico de participar en una nueva constitución. Pocos son los países en los que ha habido movimientos ciudadanos similares (desde el 15-M hasta los occupy, pasando por la primavera árabe) que hayan logrado algo tan relevante como Chile, máxime sin mayor derramamiento de sangre que el provocado, principalmente, por el propio Estado. Es cierto que las manifestaciones concentraron cierta agresividad ciudadana, principalmente contra mobiliario urbano, pero también contra las fuerzas policiales. Agresividad, no obstante, muy habitual en diversas manifestaciones europeas (donde sin embargo la respuesta policial es mucho menos dura), y por debajo de los destrozos causados por energúmenos varios en celebraciones de fútbol. No hay que olvidar que más de 30 personas perdieron la vida en Chile, en ocasiones a manos de la policía o directamente el ejército (por causas como disparos y atropellos), y cientos perdieron o vieron dañada su vista ―según el INDH (Instituto Nacional de Derechos Humanos de Chile)― por el uso masivo de balines de goma disparados directamente contra los manifestantes.
Y ahora, ¿qué?
Estamos, por tanto, ante una oportunidad de oro. Como se decía al principio, no sólo para Chile, sino también para quienes desde fuera pueden ver en el país andino la posibilidad de emular algunos procesos allí acaecidos. La generación del tardofranquismo ya tuvo un momento de idilio con el Chile de Allende, brutalmente terminado con el golpe de Estado de Pinochet y el despreciable apoyo de EEUU. La generación de ahora también puede ver en el estallido social chileno el ejemplo de una lucha política en las calles que termina no solo teniendo influencia en las instituciones o la distribución de fuerzas políticas (como ha podido ocurrir en España tras el 15-M), sino en la propia definición de los principios y valores básicos de la sociedad, plasmados en una Constitución que sin duda tendrá un perfil distinto a la anterior.
Sin embargo, aunque los logros hasta aquí ya sean considerables, todavía es pronto para celebraciones. Hay ciertos aspectos que pueden dar al traste con el proceso, o menguar las posibilidades de ruptura con el «régimen de valores y principios» anterior. En el fondo, Chile sigue siendo un país profundamente religioso, conservador y patriarcal, y por tanto algunas instituciones como la Iglesia (hay 17 tipos de congregaciones religiosas cristianas con presencia estable en Chile) resultan bastante transversales independientemente del poder adquisitivo, el nivel educativo o la opción política. No es de extrañar, en este sentido, que haya partidos políticos cristianos tanto a derecha como a izquierda. Habrá que ver las negociaciones en el seno de la Convención Constitucional, los votos de cada uno de los 155 escaños y la correlación de fuerzas que se establece, para saber si es realmente factible una constitución que proyecte a Chile como país no sólo desarrollado industrial y económicamente, sino con niveles de igualdad social que sí tienen algunos de sus vecinos ―a pesar de su mayor pobreza en términos absolutos―.
Por otro lado, está el peligro (siempre presente en América latina) de que Estados Unidos se vea tentado a tratar de influir en el devenir de los acontecimientos. El país norteamericano ha tenido tradicionalmente buenas relaciones con Chile. Sin embargo, la dependencia chilena del cobre (del que es el mayor productor mundial) le ha hecho entablar relaciones sólidas con China en los últimos años. El nivel de comercio entre estos dos países es cada vez mayor, así como la influencia cultural. Es un proceso en desarrollo, que se puede apreciar en datos como la exportación de productos chilenos a China (más allá del cobre), las relaciones entre centros educativos y de investigación o el creciente número de Institutos Confucio presentes en el país latino. Y es una relación que, probablemente, irá a más. Una victoria de la izquierda en las elecciones presidenciales de otoño (con probabilidad de un candidato comunista en la batalla, opción nada desdeñable y por ahora más que probable) podría tensar la cuerda de manera peligrosa, en un momento en que las relaciones entre el imperio en retroceso, EEUU, y el imperio eternamente emergente, China, ya son de por sí complicadas y empiezan a recordarnos a los tradicionales bloques de la guerra fría.
A pesar de estos riesgos, parece claro que es una oportunidad de oro para revertir el proceso iniciado en 1973. Es, además, una magnífica demostración de que la lucha política ciudadana, y la manifestación en las calles, todavía resulta de utilidad. Lo hemos visto en muchos países, también en el nuestro, pero en Chile se ha manifestado con mayor virulencia y sorprendentes resultados. No deja de ser interesante, en términos políticos y también jurídicos, que el fundamento último de esta nueva constitución esté precisamente en un acto masivo de desobediencia de las normas, más o menos pacífica, a raíz del alza de 30 pesos (poco más de 3 céntimos de euro) en el precio del metro en Santiago en 2019. Así lo expresaban muchas de las pintadas en paredes de todo el país durante aquellos meses, en referencia a unos años de democracia que para muchos eran una continuación inaceptable de la dictadura pinochetista: no son 30 pesos, son 30 años.
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2021