¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Daniel Bernabé
La clase media aspiracional, un fantasma para tiempos de escasez
Cuando la derecha gana unas elecciones, un escritor acomodaticio se sitúa entre los más vendidos o un concurso de cocina, baile o costura está entre los más vistos, siempre se suceden sesudos análisis para explicar su éxito. Se hablará de la afinada comunicación electoral, de la adaptada prosa y temática para el lector de hoy en día o el espíritu de superación que los concursantes muestran en pantalla. Sin embargo, casi nadie acepta que estos éxitos son siempre más que sobrevenidos totalmente esperables, casi como el partido de fútbol en que el equipo local, plagado de estrellas, con el árbitro a favor, acaba goleando al último de la tabla. El éxito puede tener que ver con las virtudes del que triunfa, a menudo no es más que el resultado de un contexto sistémico favorable.
En política, lo normal, lo esperable, es que la derecha gane elecciones por la sencilla razón de que se dirige a una sociedad construida estas últimas cuatro décadas a su imagen y semejanza. Cuando algo es el centro de gravedad las ideas que defiende, o dice defender, constituyen la base de muchos sentidos comunes, creencias compartidas, por lo que le resulta fácil colocar a su adversario como la opción extramuros, como lo ajeno que viene a perturbar el buen funcionamiento de las cosas. Si no siempre sucede así es porque la cultura, entendida como el sustrato donde el poder hunde sus raíces, no lo es todo: la percepción de la vida cotidiana también importa, los cambios históricos que influyen sobre ella, aun habiendo sucedido muchas décadas atrás, aún se dejan sentir.
Conviene recordar, ante tanto fanático culturalista, que las ideas no van por ahí flotando como burbujas en el éter, sino que se crean y se transmiten de cerebro a cerebro, a veces mediando algún artefacto, también humano, como la letra o la voz o imagen grabada. Es decir, que las ideas no son nada sin personas, o cómo necesitan de un grupo sustancial de gente para tomar cuerpo y capacidad de transformación. En política, concretamente, se necesita que ese grupo sea o muy numeroso o muy influyente. Y para la derecha no es suficiente tan sólo con los ricos, los ricos de verdad, esos a los que rara vez ponemos rostro.
De ahí que aquella consigna de «somos el 99%» estuviera tan enferma de idealismo y transversalidad como de ficción. No, no somos el 99%, entendiendo la primera persona del plural como los perdedores en el juego económico, productores de la riqueza pero ausentes en la decisión de cómo se distribuye esa riqueza, porque existe algo bien numeroso y real llamado clase media. Un estrato social compuesto por personas de altos ingresos, propietarios de pequeñas empresas, directivos en las grandes, mandos intermedios incluso, profesionales liberales y, en general, cualquiera que tenga un cierto control sobre su itinerario profesional y por tanto su vida. La clase media suele ser la guardia pretoriana de lo establecido, por tanto conservadora, porque siempre siente que tiene más que perder que ganar con los cambios.
Quien entendió perfectamente el valor de la clase media fueron los neoliberales de los años 80, que habían visto como en las dos décadas anteriores, sobre todo en EEUU, los hijos de este grupo social habían girado hacia lo subversivo: las épocas de cambio arrastran multitudes, incluso aquellas que por ascendencia no deberían estar ahí pero, por seguridad vital y tiempo libre, suelen encabezar e incluso erigirse en dirigencia cuando los trabajadores carecen de herramientas políticas potentes, partidos y sindicatos, para ser ellos los protagonistas del cambio. Es entonces cuando el cambio, bajo la clase media progresista, se vuelve simbólico y se vehicula de lo colectivo a lo individual y de la igualdad a la libertad. El 68 fue eso, al menos en una gran parte.
Esa generación de clase media sesentayochista, en los 80, estaba ya integrada profesionalmente en la sociedad y de aquella revolución ya no quedaban las ganas de cambiar el mundo, sí de ser diferentes, libres, no convencionales: un enfrentamiento cultural con la América paterna de los años 50. ¿Quién advirtió que esta nueva clase media se identificaba más con jugar al squash o comer sushi que con comprar una vivienda de portada de Casa y Jardín? Los publicistas, apostando por colocar sus productos para que tuvieran no un estatus conservador sino como reflejo de los nuevos modos de vida. Los lifestyles pasaron a ser la guía definitiva para los hippies que se habían transformado en yuppies.
Pero, además de los publicistas, los neoliberales se dieron cuenta que debían encarnar esa imagen de modernidad para congraciarse con su nueva guardia pretoriana. De ahí que apostaran por el reconocimiento de la diferencia como piedra angular de su sociedad, una diferencia que encubría la desigualdad estructural pero que valía como coartada moral para la meritocracia: si quieres, puedes en vez de si puedes probablemente quieras. La guerra fría se decantó del lado norteamericano por muchas cuestiones, pero entre ellas porque muchos empezaron a pensar que era más fácil ser Tom Cruise en Risky Bussines que los obreros victoriosos de Eisenstein.
Y eso tampoco pasó desapercibido para los arquitectos de emociones que, sobre decirlo, son casi todos de clase media. Esos estilos de vida colonizaron al resto de la sociedad, que aunque no los pudiera llevar en sus aspectos más lujosos sí podía imitarlos para acercarse al deslumbrante brillo del triunfo. Así las vacaciones en las Seychelles quedan sólo en la sección de vida y estilo de los dominicales para la mayoría, pero la mayoría se podía asemejar a los corredores de bolsa con gomina, squash y batidos de zanahoria. Si la izquierda no entendió el cambio de la desigualdad a la diferencia, quedando entrampada, la derecha descubrió el reverso tenebroso de lo aspiracional: ya no hacía falta proporcionar sino la ilusión de que se podía conseguir.
Lo aspiracional es justo eso, no el lícito deseo de querer vivir mejor, sino pensar que se puede vivir mejor desde lo individual asumiendo como propios los estilos de vida de la clase media. Describir lo aspiracional no es una crítica moral ascética, sino señalar que aunque los problemas reales siguen existiendo, una gran mayoría piensa que los puede sortear asemejándose a la clase media real. El problema no es tanto lo que se consume, sino el efecto que deja lo consumido, un estupefaciente que funcionó, además de por un sistema cultural que machacó la idea, por unos cambios en la estructura productiva que tendieron a la atomización del trabajo. O ejemplificando, a lo Pantomima Full, el problema no es tanto la ginebra rosa con cosas premium flotando, sino que ese mejunje tenga la capacidad de hacer creer a un mileurista que está a pocos pasos de conseguir triunfar en la vida.
Así todos nos convertimos en clase media. Los ricos, los de verdad, llevando vidas presuntamente frugales trazadas por sus departamentos de imagen. Así la clase media real lo continuó siendo. Así la clase trabajadora pasó primero a ser clase media, media baja, para, ya en nuestros días, ser clase media aspiracional, premium, es decir, la imitación en plástico barato de los reflejos de una vida que nunca podrán llevar. La clase media aspiracional son las rebajas del capitalismo postindustrial, aquello que queda cuando el ascensor social se ha roto y la ensoñación del crédito se vaporizó en la Gran Recesión de 2008.
La clase media aspiracional es un paquete vacacional de fin de semana para vivir la experiencia de lo que para otros es lo cotidiano. Un todoterreno de gama baja que nos deja atrapados en su primera salida campestre. El club elitista al que entra todo el mundo pero donde todo vale diez veces más. La decepción ludópata que devuelve el escaso rendimiento de ese producto bancario que te vendieron, susurrando, cómo especial. El chaqué de alquiler para una boda con pretensiones cutres entre lo que se pretende ser y lo que el capitalismo puede ofrecer a la mayoría. Aun acabando en divorcio.
[Fuente: Público]
17 /
5 /
2021