La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Asier Arias
Qué es el liberalismo verde (y hacia dónde nos lleva)
El liberalismo verde no es otra cosa que la cultura medioambiental ortodoxa, la que definen y difunden los principales centros del poder económico, político y mediático. Si nos ceñimos a la literatura especializada, el liberalismo verde es una nueva corriente en filosofía política, pero resulta sencillo hacer a un lado las ramas académicas para comprobar que todos los árboles de este bosque echan raíces en el mismo suelo. En otras palabras, las tesis filosóficas de los liberales verdes y la retórica ambientalista habitual en las notas de prensa, los telediarios, los discursos políticos o las columnas de opinión difieren en su envoltorio, pero no en su propósito o su contenido.
El liberalismo verde se presenta pues en dos envases: el académico, por una parte, y el estatal-corporativo, por la otra. El primero es un poco más barroco y sofisticado, el segundo un poco más llano y directo, pero dentro tienen una y la misma cosa: la idea de que nuestro sistema socioeconómico puede hacer frente a la crisis ecosocial en curso con sólo efectuar un par de reajustes menores aquí o allá. La evidencia científica que debiera ponernos alerta ante el cariz aparentemente inocuo de esta idea es tan amplia y contundente como, al parecer, invisible o irrelevante a ojos de nuestras instituciones doctrinales.
Para levantar el velo de la señalada retórica ambientalista no es necesario entrar en ningún debate académico, ni tampoco contraponer a la filosofía política del liberalismo verde ninguna otra doctrina filosófica: basta con echar directamente un vistazo a la desconexión entre la imagen de nuestra coyuntura biofísica que nos devuelve la literatura científica y la que nos devuelven las campañas de relaciones públicas desplegadas desde el mundo empresarial y sus cámaras de eco en los medios, la academia y la política institucional.
La etiqueta «liberalismo verde» fue acuñada a finales de los noventa para aludir a una nueva corriente en filosofía política, pero para entonces el fenómeno del liberalismo verde llevaba más de una década gestándose, paralelamente, en el ámbito académico y en el estatal-corporativo.
Los esfuerzos en la línea estatal-corporativa comenzaron a plasmarse a finales de los ochenta en campañas de relaciones públicas articuladas en torno a diferentes eslóganes: así, la política institucional comenzaba a hablarnos en aquel entonces de «desarrollo sostenible» y el mundo empresarial daba cuerpo a la nueva «responsabilidad social corporativa» del «crecimiento verde». Bajo estos diferentes eslóganes latía en cualquier caso la misma suposición: la de que el sistema socioeconómico capitalista no es la causa de los graves problemas ecosociales que hoy afrontamos, sino más bien la condición de posibilidad de su solución.
También la línea académica se esforzaba por insuflar verosimilitud a esa suposición una década antes de que se pusiera en circulación la locución «liberalismo verde». A pocos les sorprenderá que quepa rastrear los antecedentes inmediatos de la filosofía política del liberalismo verde en el pensamiento económico, y concretamente en el género literario de los «negocios verdes», que empezó a cultivarse en Estados Unidos y en el Reino Unido a comienzos de los noventa (cf. Cairncross, 1992; Hawken, 1993). El problema que abordaban los textos de este género era el de la cuadratura del círculo del capitalismo verde. ¿Cómo preservar, a la vez, el sistema socioeconómico capitalista y una biosfera habitable? La respuesta que ofrecían los textos de este género es esencialmente la misma que ofrecen hoy los liberales verdes: el milagro lo obrará la suma de las decisiones individuales, la eficiencia del mercado y la capacidad para la innovación tecnológica de la iniciativa privada.
Tras diez años encajando de diferentes modos estas piezas, el género de los «negocios verdes» no daba más de sí. En este contexto, la irrupción del liberalismo verde no trajo consigo piezas nuevas, sino sólo una reformulación en clave de filosofía política de las ya disponibles. No obstante, ese tenue soplo de aire fresco, acompasado con la trayectoria previa de la sociología centroeuropea en el ámbito de lo que dio en llamarse «modernización ecológica», fue suficiente para que echara a andar una escuela que, a juzgar por el caudal de publicaciones que caen dentro de sus lindes, goza de una salud razonablemente buena.
Es interesante destacar que, desde los propios orígenes de la escuela, esas publicaciones excedieron los límites del debate académico en un intento por alcanzar con su mensaje al gran público, lo cual no deja de resultar curioso porque el gran público llevaba una década recibiendo ese mismo mensaje de boca de los grandes centros del poder.
Sea como fuere, lo que la literatura académica del liberalismo verde aspira a ofrecer es una nueva teoría política orientada a la defensa de la democracia liberal como forma de gobierno, el capitalismo de mercado como sistema socioeconómico connatural a la misma y unos ciertos ideales ambientalistas anotados en los márgenes de una agenda política moderada explícitamente contrapuesta a la agenda radical del pensamiento político ecologista tradicional.
Los liberales verdes presentan esta contraposición como una victoria, a saber, la de la democracia liberal sobre el radicalismo verde. A su vez, esta victoria, presumen, habría tenido la forma de una asimilación selectiva en la que tanto las bases teóricas como las instituciones de la democracia liberal se habrían mostrado lo suficientemente flexibles como para absorber cuanto de bueno pudiera haber en los ideales políticos del ecologismo. En estos términos se nos invita a interpretar, por ejemplo, el ascenso electoral de Los Verdes alemanes (Bündnis 90/Die Grünen) como el «resultado de su largo viaje desde el radicalismo extraparlamentario hasta el liberalismo reformista» (Pérez de la Cruz, 2021).
Con esta asimilación selectiva, el radicalismo verde habría dejado de constituir una amenaza para la democracia liberal y el capitalismo de mercado. Estaríamos aquí ante la tesis de la muerte del ecologismo (cf. Wissenburg & Levy, 2004), de acuerdo con la cual aquellos elementos rescatables de la teoría y la práctica política del ecologismo habrían pasado ya a formar parte de la teoría y la práctica política de las democracias liberales capitalistas. El resto de aquella ideología obsoleta (Blühdorn, 1997), esto es, la aspiración utópica de un cambio sistémico, sencillamente habría naufragado en su propia futilidad. El ecologismo, «como crítica y alternativa al capitalismo», habría muerto, convirtiéndose así en una mera «página de la historia del pensamiento político» (Levy & Wissenburg, 2004: 194-195).
Desde el punto de vista de los liberales verdes, el pensamiento político ecologista es una ideología antidemocrática, dado que la democracia es una cuestión de procedimientos y el ecologismo, por su parte, es una cuestión de contenidos. Así, mientras el pensamiento político ecologista incluiría en su agenda la idea de sostenibilidad en clave de concepción ecológica del bien, para el liberal verde la virtud primordial de la democracia liberal residiría en su capacidad para acomodar toda posible concepción ética de la vida buena. De este modo, si la introducción de ideales éticos en cualquier agenda política es suficiente para descartarla a causa de su injerencia en el ámbito privado de las opciones individuales, el liberalismo verde intenta hacer de algún modo espacio para la inclusión de ciertos ideales ambientalistas en su agenda política sin poner en peligro su compromiso con la neutralidad ética. En la práctica, el punto de desembocadura de estos malabarismos conceptuales no es sino un compromiso antes con la ética del capitalismo realmente existente que con la neutralidad ética, pues no cuesta advertir en la presunción de neutralidad normativa del liberalismo verde un compromiso normativo con el statu quo (cf. Barry, 2004).
La neutralidad ética del liberalismo verde se traduce así en una defensa de la ética capitalista, apuntalada por la apelación a la supuesta capacidad –más que controvertible en los hechos (cf., v. g., Mazzucato, 2013)– de la iniciativa privada para engendrar las innovaciones tecnológicas de las que el liberal verde hace depender eso que viene denominándose «transición ecológica».
Esta idea según la cual la estrategia más prometedora ante la crisis ecológica en curso consistiría en sentarse a esperar que alguna clase de prodigio tecnológico acuda al rescate es un supuesto de fondo omnipresente, tanto en la literatura académica del liberalismo verde como en nuestra cultura de masas. Existe una gran cantidad de candidatos a mesías tecnológico, de la geoingeniería a la fusión nuclear, pero las energías renovables son la principal baza del optimismo prometeico imperante, de modo que convendrá dar un par de pinceladas acerca de su potencial redentor.
En este sentido, hay que empezar por señalar que nuestras economías se encuentran en una situación de profunda dependencia respecto de las energías fósiles, particularmente del petróleo. A pesar del supuesto auge de las energías renovables, el consumo de energía procedente de combustibles fósiles pasó de representar el 80% del total en 1990 al 79% en nuestros días. Durante estas largas décadas de «auge» de las energías renovables, esa proporción de cuatro quintas partes se mantuvo inalterada.
El petróleo es la fuente básica de energía de nuestras economías, y llevamos unos quince años adentrándonos en la era de su cénit. Avanzamos pues hacia un periodo histórico que estará marcado por el descenso energético, y sin la intervención del mesías tecnológico el declive de los combustibles fósiles traerá consigo el del crecimiento económico del que depende la salud de la economía capitalista: no existe evidencia alguna de que el crecimiento económico sea posible sin un correlativo aumento en el uso de energía y materiales, y de hecho lo que la evidencia disponible apunta es más bien todo lo contrario (cf., v. g., Hickel & Kallis, 2019).
No se vislumbra en el horizonte ninguna tecnología capaz de aprovechar ninguna fuente de energía con rendimientos asimilables a los de los extraordinariamente ricos y versátiles combustibles fósiles (cf. Turiel, 2020; Fernández Durán & González Reyes, 2014/2018), y las energías renovables que se publicitan hoy como alternativa a los mismos no ofrecen otra cosa que electricidad, que supone sólo una quinta parte del consumo energético global. Adicionalmente, tras décadas de «innovación» y «auge» renovable, apenas una vigésima parte de la producción eléctrica total se debe a las energías renovables que habrían de permitir esa transición hacia un sistema energético 100% renovable basado enteramente en la electricidad.
Hoy en día, la electricidad de origen fotovoltaico apenas rebasa el 1% de la producción total de energía eléctrica, de modo que avanzar hacia ese futuro 100% renovable multiplicando en unos pocos años esa cifra por algún factor apreciable es a todas luces una esperanza ciertamente optimista, y aunque no lo fuera debemos tener bien presente que el inmenso despliegue material de molinos eólicos y paneles fotovoltaicos del que dependería el tránsito hacia ese futuro 100% renovable sería imposible sin un do de pecho de la minería destinada al sector, cuyos efectos sobre los ecosistemas se prevé que sean en los próximos años peores incluso que los del cambio climático (cf. Sonter et al., 2020). Esos recursos minerales comienzan ya a escasear, lo harán cada vez en mayor medida y requerirán de mayores inversiones de energía para la extracción de recursos de calidad decreciente (cf. Valero & Valero, 2009; Valero et al., 2018).
Valgan estas pinceladas acerca del mesianismo tecnológico para ilustrar lo inverosímil de ese consenso de fondo entre la literatura académica del liberalismo verde y nuestra cultura medioambiental hegemónica, ese consenso de acuerdo con el cual las democracias capitalistas apenas tendrán que efectuar un par de reajustes menores para lidiar con nuestro horizonte de colapso civilizatorio.
En un texto reciente discutimos los dogmas cardinales del liberalismo verde incidiendo en la perfecta sintonía entre la literatura académica de la escuela y la cultura de masas contemporánea (Arias Domínguez, 2020). Otra perfecta sintonía en la que no incidimos en aquella ocasión y que resulta interesante poner de relieve es la habida entre el liberalismo verde y esa venerable tradición de autoadulación entre los intelectuales occidentales que Noam Chomsky ha perfilado con tanto detalle y rigor durante tantos años. El liberalismo verde quiere presentarse como una prolongación de las doctrinas políticas del liberalismo ilustrado, pero lo cierto es que resulta más esclarecedor insertarlo en esa tradición narcisista cuyas últimas grandes cumbres pueden leerse en el «fin de la historia» y el «choque de civilizaciones» escenificados por Francis Fukuyama y Samuel Huntington tras la desintegración de la URSS o, más recientemente, en un «manifiesto» en el que Steven Pinker violenta la noción de «ilustración» explicándonos, entre otras cosas, los días felices que corren para una biosfera que no deja de experimentar constantes mejorías gracias a las «tecnologías verdes» y la imparable «desmaterialización de la economía» –días que serían más felices aún, nos explica Pinker, si lográramos abandonar nuestro infantil empeño en oponernos a la energía nuclear y la geoingeniería (para diferentes aproximaciones a este infantil empeño por permanecer dentro de los límites de la conjunción entre el principio de precaución y la mejor evidencia disponible, cf., v. g., Santiago Muíño, 2015: cap. 7; Casado, 2020; Pasztor, Scharf & Schmidt, 2017; Boyd & Vivian, 2019; Foley, 2021).
Fue el sociólogo estadounidense Daniel Bell quien a comienzos de los sesenta estableciera el estándar sobre el que variarían luego todas estas melodías narcisistas. Desde su punto de vista, había llegado el momento de levantar acta de la «muerte de las ideologías» (cf. Bell, 1960/2000) y admitir que vivimos en el mejor de los mundos posibles, de forma que toda crítica de nuestro sistema socioeconómico debiera contemplarse como la fútil expresión de un radicalismo sentimental «orientado por valores» y condenado a la irrelevancia. Lo que Bell proponía era, en sus propias palabras, que debemos adoptar una «postura de responsabilidad» y abandonar esas románticas ideologías del pasado, emperradas en esas cosas de la emancipación y la transformación social. Esta «postura de responsabilidad» alude a una concepción específica de la responsabilidad de los intelectuales, una concepción de acuerdo con la cual esa responsabilidad nada tiene que ver con tratar de comprender y de ayudar a comprender, sino más bien con «articular la visión del mundo de los poderosos y contribuir con ello a su implementación» (Chomsky, 2021). Adoptando con los aires de hogaño la «postura de responsabilidad» de Bell, el liberal verde nos invita hoy a abandonar todo sueño nostálgico de transformación social y a admitir que, para hacer frente a la grave crisis ecosocial en curso, cuanto necesitamos es más de lo mismo.
Y bien, cabe preguntarse entonces de qué modo se introduce el adjetivo «verde» en la ecuación del liberalismo verde: ¿cuál es la receta del liberal verde para evitar el desastre ecosocial hacia el que avanzamos? Uno estaría tentado de decir que ninguna, pero en sus textos nos cuentan algunas cosas al respecto. En concreto, apuntan que no sería necesario «militar contra el capitalismo, ni dejar de comer carne, sino que bastaría con que el individuo tome conciencia de la necesidad de avanzar hacia alguna modalidad de la sostenibilidad medioambiental y señalice esa preferencia a través de su conducta o de sus hábitos» (Arias Maldonado, 2019: 69). Ha de entenderse que, después de esa señalización de preferencias, los que mandan ya tomarán nota si acaso, y si lo consideran oportuno quizá incluso terminen embarcándose en profundas discusiones sobre la base de esas notas, porque al parecer es en eso en lo que consiste la democracia, o el mercado, o lo que sea.
A los liberales verdes les preocupa en cualquier caso la actual carestía de «ciudadanos ecológicos», de esos que señalizan sus preferencias con su conducta y sus hábitos, y sostienen en este sentido que nuestras sociedades precisan de alguna clase de «progreso cultural». Es difícil no estar de acuerdo en este punto con el liberal verde: efectivamente, necesitamos un profundo cambio cultural, en concreto, uno que nos permita superar cuanto antes la cultura hegemónica del liberalismo verde. Esa perentoria transformación cultural consistiría en último término en aprender a mirar de frente la irracionalidad de un orden socioeconómico ciego a la imposibilidad de prolongar una extralimitación material que, en el curso de un parpadeo geológico, no sólo ha arrojado por el desagüe filogenético innumerables formas de vida, sino que de hecho ha desestabilizado cada uno de los subsistemas del Sistema Tierra, empujándonos con ello a un potencial naufragio antropológico.
Los liberales verdes comenzaron negando la mayor. Así, ridiculizaban hace apenas unos años la idea de ese inminente naufragio asegurándonos que la crisis ecosocial no era más que una «crisis imaginaria» (Arias Maldonado, 2008: 8; Blühdorn, 2000). El peso de los hechos les forzó a cambiar de marcha y, de la noche a la mañana, pasaron de enhilar argumentos de acuerdo con los cuales la crisis no existía a amontonar renglones destinados a demostrar que la crisis no era culpa del capitalismo, invitándonos a descartar como un mero «lugar común del anticapitalismo» (Arias Maldonado, 2018: 57) el abrumador cuerpo de evidencia de acuerdo con el cual un sistema socioeconómico prisionero del sueño del crecimiento perpetuo está inevitablemente condenado a chocar con los límites biofísicos del planeta (cf., v. g., Steffen et al., 2015; 2018).
Sin embargo, como avanzábamos, los liberales verdes no se contentan con la idea de que el capitalismo no tiene ninguna responsabilidad en la génesis de la crisis ecosocial en curso: lo que pretenden sostener es que el sistema socioeconómico capitalista está resolviendo ya esa crisis (cf. Arias Maldonado, 2008: 176). El puntal con el que tratan de mantener esta idea en pie es la «economía ambiental» (cf. Labandeira, León & Vázquez, 2007), una disciplina encargada de extender al tratamiento del medio ambiente la malla conceptual tejida por la economía neoclásica en su intento de conceptualizar el sistema económico haciendo abstracción, justamente, del medio ambiente (cf. Naredo, 2018). Parece lógico que un proyecto de esta índole se vea en la necesidad de retorcer locuciones acudiendo a cosas tales como la «internalización de externalidades», un atajo que sirve para esquivar unas cuantas leyes fundamentales de la física e incrementar nuestro consumo al tiempo que reducimos nuestro impacto ambiental.
Lo que queda al cabo de los atajos, las locuciones retorcidas y los mesías tecnológicos es cada vez menos tiempo para corregir nuestra trayectoria de colapso, amortiguar nuestra caída y minimizar el sufrimiento de las comunidades del Sur Global, que soportaron primero las consecuencias de nuestro «desarrollo» y se pretende que hagan ahora lo propio con las de nuestra «transición» hacia esa contradicción en los términos del «capitalismo verde» (Tanuro, 2011).
Referencias
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[Asier Arias ha publicado en la editorial txalaparta Introducción a la ciencia de la conciencia. El estudio de la experiencia subjetiva en filosofía, psicología y neurociencias (2021), La batalla por las ideas tras la pandemia. Crítica del liberalismo verde (2020) y La economía política del desastre. Efectos de la crisis ecológica global (2018)]
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