Skip to content

José Luis Gordillo

Guerras de papel sobre el 23-F

El profesor Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid, no es un hombre con suerte. Hace casi un año publicó un libro de divulgación titulado 23 de febrero de 1981. El golpe que acabó con todos los golpes (Taurus, Barcelona, 2020), justo unos meses antes que se publicase otro libro sobre el mismo asunto mucho más extenso, exhaustivo y muy bien documentado: El 23-F y los otros golpes de Estado de la Transición (Espasa, Barcelona, 2021) del también historiador Roberto Muñoz Bolaños. El profesor Fuentes, entre otros asuntos, reiteraba en su libro la versión hegemómica sobre el supuesto papel estelar de Juan Carlos de Borbón como Rey Hércules que nos salvó a todos de un retorno al franquismo. De la lectura del libro de Muñoz Bolaños, sin embargo, se llega fácilmente a la conclusión de que el rey emérito jugó al peligrosísimo juego del bombero-pirómano antes y durante el 23-F. Y todo ello con Juan Carlos I refugiado en Dubái por sus corrupciones y problemas fiscales y con la monarquía muy necesitada de relegitimación social. 

Consciente supongo de todas esas circunstancias adversas, el profesor Fuentes intentó defenderse con un artículo en El País (dónde si no) el pasado 21 de febrero. Decía en él que cualquier cuestionamiento del supuesto papel del rey como salvador de la democracia se hacía por razones de táctica política, no por amor a la verdad. El hecho de que, en los últimos tiempos, se hubiese difundido una visión crítica de la actuación del rey durante el 23-F se debía, en su opinión, a que se había formado una coalición contra natura de la extrema derecha con la extrema izquierda, a la que se había añadido el separatismo vasco y catalán, con la finalidad de denigrar a Juan Carlos I, al régimen del 78, a la Constitución y a la democracia en general.

A la polémica se sumó en una línea similar el escritor Javier Cercas, autor de un publicitado libro sobre el mismo tema (Anatomía de un instante, Mondadori, Barcelona, 2009), con una tribuna en el mismo diario y el mismo día en que se conmemoraban los cuarenta años de la intentona golpista. En esencia defendía y argumentaba lo mismo, aunque también deslizaba alguna perla, como por ejemplo: «La verdad es que, como la clase dirigente española al completo, el Rey cometió errores antes del 23 de febrero: errores graves, que propiciaron o facilitaron el golpe». Un salvador de la democracia, por consiguiente, un poco demediado, ya que salvó a la democracia después de haber cometidos errores de tal magnitud que habían propiciado o facilitado un golpe que podía haber acabado con ella. Pero Cercas lo apuntó de pasada, sin querer profundizar en el tema, porque su motivación era otra. El autor de la sobrevalorada Soldados de Salamina quería sobre todo subrayar la dignidad de Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo ante Tejero y sus guardias con la finalidad de proponer, nada más y nada menos, que el 23-F como «mito fundacional de la democracia española». Cercas, por tanto, más que a desvelar la verdad, a lo que aspiraba era a ejercer de constructor de la identidad nacional española en su versión democrática y antigolpista. Ahí es nada.

En la misma línea, el «periódico global» en el que Fuentes y Cercas publicaron sus artículos publicó una editorial el 23 de febrero repitiendo básicamente los mismos argumentos, pero añadiendo otro más peliagudo: el del rigor. Según dicho diario, «los historiadores más rigurosos» habían acreditado el papel de Juan Carlos como defensor victorioso de la naciente democracia. El País por tanto lo quería todo: ensalzar a Juan Carlos en sus horas bajas, ser el guardian del rigor intelectual y por esa vía relegitimar a la monarquía. Tal vez por eso quien fuera durante muchos años su director, Juan Luis Cebrián, se vio obligado a publicar dos semanas más tarde (el 6 de marzo) una reseña crítica pero aparentemente ponderada del «meritorio libro», según sus propias palabras, de Roberto Muñoz Bolaños. Hizo bien Cebrián en dedicarle una reseña de una página entera al libro de dicho autor, pues todos sus lectores —y ya somos unos cuantos, pues el libro en cuestión se está vendiendo muy bien— sabíamos que El País con su editorial del 23 de febrero había metido la pata hasta el corvejón, al menos si la cuestión se planteaba en el terreno del rigor intelectual.

Cebrián reconocía a Muñoz Bolaños haber escrito el libro tras un «riguroso trabajo de documentación», pues había manejado, decía, una diversidad de fuentes como «testimonios orales y documentos como el sumario, actas de la vista y sentencias del juicio contra los golpistas». Asimismo, añadía que se aportaban textos inéditos «de indudable interés», como los informes del general Fernández Monzón, por ejemplo, el cual formó parte de los servicios de inteligencia tanto en el franquismo como en la transición. Sin embargo, a pesar de ser un «trabajo importante», no se podía convertir en una referencia indiscutible sobre el 23-F por dos razones fundamentales: porque hacía interpretaciones equivocadas de dichos documentos, en especial cuando de ellos deducía un «doble juego» por parte de Juan Carlos I, y porque muchos de dichos documentos —los judiciales, en lo fundamental— se los había proporcionado el abogado defensor de Tejero, Ángel López-Montero, lo cual hacía necesario insistir en que las versiones filtradas por los representantes de los golpistas «merecen una más que razonable duda sobre su veracidad».

Detengámonos un momento en este argumento que, en la mente de Cebrián, debió ser concebido como una andanada a la línea de flotación del trabajo de investigación de Muñoz Bolaños, pero que también es un argumento especialmente miserable. Efectivamente, el sumario del juicio del 23-F sólo puede ser filtrado por alguien que participase en él porque el Tribunal Supremo dictaminó que no se hiciera público hasta transcurridos veinticinco años después de la muerte de todos los procesados, o cincuenta a contar desde la fecha del fallido golpe de Estado, es decir, hasta 2031. Pero 2031 está a la vuelta de la esquina, sólo faltan diez años para que oficialmente se dé publicidad al sumario del 23-F. Veremos entonces si los documentos judiciales que maneja Muñoz Bolaños son reales o inventados (por no hablar de lo que puede suceder si algún día aparecen pruebas tan relevantes como las grabaciones de las conversaciones telefónicas mantenidas en el Congreso de los Diputados durante la noche de la intentona golpista).

Después están las llamadas interpretaciones erróneas que Cebrián atribuye a Muñoz Bolaños. Aquí la cuestión ya no son los documentos, sino si éstos se interpretan correctamente o no, esto es, de acuerdo con la visión del mundo y de la política que tiene Cebrián. Para no alargar innecesariamente este artículo, me voy a centrar en lo que afecta a Juan Carlos I que, por lo demás, es lo que parece preocupar más al presidente de honor de El País.

Una de las cosas que Muñoz Bolaños hace —y hace bien— es dar el relieve que se merece a dos hechos que siempre han chirriado en el relato oficial que atribuye a Juan Carlos I el papel de héroe de la película.

El primero es la presión que hizo el Borbón para que se nombrará al general Alfonso Armada segundo jefe de la Junta de Jefes del Estado Mayor del Ejército un par de semanas antes del 23-F. Ese nombramiento, cuyo reponsable único fue Juan Carlos de Borbón pues Adolfo Suárez siempre estuvo en contra, se hizo después de la dimisión de Suárez y cuando toda la casta política tenía conocimiento de la Solución Armada. Ésta consistía en nombrar al susodicho general y hombre de la absoluta confianza del rey presidente de un gobierno de concentración nacional, con representación de todos los partidos de ámbito español, para llevar a cabo una serie de reformas estructurales que supusieran un «golpe de timón» a todo el sistema político.

Ese nombramiento fue crucial para que Armada pudiera protagonizar otro hecho que, si hubiera tenido éxito, hubiera supuesto el triunfo del golpe, a saber: acudir al ocupado Congreso de los Diputados hacia las 23:30 del 23-F con la finalidad de postularse como presidente del gobierno referido que, claro está, debía ser votado por los diputados para que todo pareciese constitucional. Y Armada fue al Congreso con todos los permisos necesarios, ya fuera el de la Junta de Jefes del Estado Mayor, el de los capitanes generales y, por supuesto, el del rey, aunque en este caso con la pueril exigencia de que su postulación a presidente de gobierno la hiciera a «título personal». Pueril, porque si Tejero no se hubiese opuesto a dicho gobierno y Armada hubiese conseguido el voto favorable de una mayoría de diputados, el rey no habría tenido más remedio que aceptarlo.

Por tanto quien detuvo a Armada no fue el rey, sino paradójicamente Tejero al rechazar la plural composición de su hipotético gobierno (que incluía a ministros de derechas y de izquierdas, una posibilidad que el teniente coronel consideraba aberrante). Y una vez que Armada es expulsado del Congreso por Tejero es cuando se emite por TV el famoso comunicado del rey y cuando, además, los capitanes generales consideran que el golpe ha fracasado. A partir de ese momento, Tejero prácticamente se queda solo con su propuesta de Junta Militar. El comunicado del rey, por lo demás, era perfectamente compatible con la Solución Armada, pero también es cierto que establecía claramente la línea que Juan Carlos de Borbón nunca quiso atravesar porque hacerlo «[…] le haría perder todo el capital político adquirido desde el 20 de noviembre de 1975», como muy bien explica Muñoz Bolaños en relación con la negativa a aceptar la presencia de Armada en el Palacio de la Zarzuela durante el 23-F, una decisión que hacía posible una exención de responsabilidad del propio rey para el caso de que todo acabara en un fracaso rotundo, como así sucedió.

Felipe VI pretendió, el pasado 23 de febrero, reivindicar la figura de su padre evocando precisamente su papel durante el 23-F en un acto oficial celebrado en el Congreso de los Diputados. Tampoco el rey actual es un hombre afortunado. Es más: la continuidad de su reinado y de la monarquía depende sobre todo de que no aparezcan republicanos de derechas. Si estos existiesen, deberíamos empezar a echar las cuentas con la famosa «correlación de fuerzas» para calibrar si, aquí y ahora, el paso a una república supondría un avance o un retroceso en el proceso de democratización.

29 /

3 /

2021

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

+