La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Carme Bernat Mateu
La mercantilización de la disidencia feminista
Las luchas por la reproducción son protagonistas en las reivindicaciones sociales actuales: el movimiento feminista, las luchas por la vivienda, el antirracismo, la defensa de la sanidad pública… Mientras la privatización de los servicios públicos que garantizan la reproducción social avanza, los movimientos de base giran el foco para posibilitar la vida que el neoliberalismo merma. Sin embargo, estos movimientos disidentes corren el grave peligro de ser mercantilizados. El capitalismo ha sido capaz de absorber discursos feministas, ecologistas o antirracistas rescatando de ellos los elementos menos problemáticos para el desarrollo neoliberal. Se ha desvirtuado la crítica radical a los pilares del sistema de cada una de estas luchas para desactivarlas y hacer negocio de sus propios relatos.
Durante los últimos años —y especialmente desde el 8 de Marzo del 2018— se ha generado una enorme y encarnizada polémica en torno a las llamadas “luchas parciales”, las “trampas” de la identidad y el papel que juega la clase en la protesta social. Pero el escenario actual es otro, ya que el inicio de la crisis global post-covid indica ciertos cambios en las dinámicas de la sociedad capitalista. Probablemente nos encontramos en un momento de nueva Gran Transformación con futuro desconocido. La incertidumbre, sin embargo, puede ser un camino abierto a nuevas posibilidades emancipatorias si construimos una crítica integral a la injusticia que aspire a la unidad y la globalidad.
Fortunas y riesgos de las luchas de representación
Los movimientos feministas, LGTBI, ecologistas y antirracistas, entre otros, han evidenciado que el depositario de la soberanía había sido históricamente un sujeto único representado por los hombres blancos, heterosexuales, padres de familia, etc. Las llamadas “luchas de frontera” (porque disputan los límites de la hegemonía de este sujeto único) son fundamentales para democratizar la idea de identidad única y preeminente.
Todos estos relatos disidentes han sido claves para transformar el escenario social postcapitalista en un sentido más inclusivo. Han hecho más complejo el análisis de la injusticia social evidenciando que es poliédrica e interseccional, añadiendo el racismo y el heteropatriarcado como estructuras opresivas a la altura de la estructura de clases. Por ejemplo, nos han mostrado que las personas migrantes y las mujeres cobran significativamente menos que los hombres españoles por el mismo trabajo, que las mujeres con diversidad funcional tienen un 8% más de probabilidad de sufrir violencia machista, que las mujeres musulmanas sufren más islamofobia… En definitiva, evidencian que los privilegios se expresan materialmente de forma clara y que el entrecruzamiento de opresiones estructurales implica la acumulación de mayores injusticias. Además, es evidente que la articulación política de la identidad ha sido una herramienta útil para la conquista de derechos y la movilización social (ha articulado grandes demostraciones de fuerza, desde las grandes movilizaciones obreras de los dos siglos pasados hasta los 8 de marzo desde el 2018).
Sin embargo, hay que tener en cuenta que el capitalismo es un sistema cambiante y complejo, capaz de captar y nutrirse de corrientes culturales, políticas y sociales contrarias al propio sistema. Boltanski y Chiapello han demostrado que el capitalismo, para poder mantener la rueda de la desposesión y movilizar la fuerza de trabajo necesaria, tiene que justificarse en relatos basados en la justicia y el bien común. La exigencia del capitalismo de estructurar un sistema de justificación y legitimación ha sido definida por estos dos autores como el espíritu del capitalismo. Y la mayor paradoja es que estos relatos éticos se configuran a partir de discursos críticos con el sistema, ya que resignifican parte de algunas expresiones culturales, sociales y políticas del anticapitalismo para legitimarse moralmente. Por ejemplo, las reivindicaciones que hegemonizaron los movimientos de los mayos del 68 modificaron el espíritu del capitalismo típico del período fordista. La aparición del neoliberalismo vino de la mano de la crítica a las jerarquías organizativas para dar paso a equipos horizontales y redes flexibles. Estas nuevas corporaciones detractan el paternalismo del Estado para fomentar la liberalización económica y la mercantilización de las relaciones sociales.
También el feminismo de las décadas de 1960 y 1970 cayó en una trampa similar. Según mantiene Nancy Fraser, durante las décadas posteriores a la segunda ola la contestación feminista se descohesionó y la organización social capitalista incorporó selectivamente parte de su relato ya desmembrado. Por ello, algunas actitudes feministas fueron aprovechadas por el sistema para legitimar el nacimiento del capitalismo postfordista y neoliberal. Esto tiene que ver con la separación de la crítica sistémica —que relaciona la economía política y el patriarcado— de la crítica cultural y la demanda de reconocimiento a la diversidad. El capitalismo ha sido capaz de adoptar parte de los cambios culturales feministas para legitimar su propia transformación neoliberal. Aunque históricamente el proceso de mercantilización de la disidencia no sea único del neoliberalismo, en esta última etapa ha recibido un fuerte estímulo.
Es evidente que uno de los objetivos centrales del turbocapitalismo actual es el fomento del consumismo. Y para acercarse al consumidor y aumentar las ventas, las empresas transnacionales se adaptan a un contexto concreto. Si el feminismo, los movimientos LGTBI o el ecologismo han logrado expandir su hegemonía, el mercado se flexibiliza para integrar los nuevos mensajes y aumentar su aceptación social. Estructuralmente, el capitalismo es un sistema centrípeto que absorbe estos relatos rebeldes y los comprime en torno a sus dinámicas. Coopta las imágenes, la simbología o los relatos menos peligrosos para su supervivencia y los expande de forma domesticada. La imagen multirracial de Benetton, el «everybody should be feminist» de Zara, la «ecoeficiencia, sostenibilidad» y el European New Deal del Grupo Iberdrola o la reivindicación de los cuerpos no normativos y las sexualidades disidentes de la firma de lujo Gucci.
Y no sólo se observa esta operación de secuestro de relatos rebeldes a las necesidades del capitalismo en el ámbito empresarial, sino también en grandes esferas políticas. Por ejemplo, la primera clave para la conformación del gabinete de Joe Biden ha sido la diversidad y el multilateralismo: ha aumentado significativamente el número de mujeres, de personas afrodescendientes, latinas y nativas en el frente de la gestión de la Casa Blanca. No obstante, siguen siendo los mismos perfiles de funcionarios del establishment los que estarán al frente de los grandes retos económicos y políticos norteamericanos, además de que su gobierno incluye a miembros ligados a grandes empresas de la industria armamentística o Silicon Valley. La operación ejecutada por los demócratas es evidente: una limpieza de imagen neoliberal progresista que incorpora el valor de la diversidad para legitimarse socialmente pero que no cuestiona los pilares básicos del sistema privatizado y clasista que continúa despojando y abandonando a las clases trabajadoras.
Nuevos escenarios, nuevos retos
Frente a este complejo escenario, algunas feministas como Angela Davis o Ochy Curiel nos enseñan que los proyectos políticos no pueden descansar únicamente en las identidades. Ambas señalan que para evidenciar las jerarquías raciales, sexuales y sociales del sistema no podemos basar las luchas en elementos particulares, segmentarios y separatistas. El problema es que las identidades pueden hacer pensar las opresiones en términos individuales sin incluir dos elementos clave: su condición sistémica y su carácter relacional con el resto de estructuras de poder. De forma similar, Joan W. Scott plantea que históricamente los movimientos emancipatorios han visibilizado la experiencia y naturalizado la diferencia sin historizar el funcionamiento del sistema ideológico. Una lectura más acertada sería tomar la experiencia —y la diferencia— no como origen de la explicación o evidencia definitiva, sino como un elemento de producción de identidades. Historizar, problematizar e interpretar la diferencia utilizando la historia como herramienta revolucionaria para la desestabilización de los sistemas de dominación. Comprender que la diferencia se fabrica a través del tiempo es intrínsecamente transformador: todo aquello que se construye puede ser destruido.
Para la mercantilización de los relatos disidentes se aprovecha la propia paradoja que las luchas de frontera albergan: se esencializa la identidad y se estructura la reivindicación en torno a un sujeto único totalmente delimitado. Es contradictorio reforzar las identidades normalizadoras, que son la base sobre la que se articulan las distintas opresiones. La popularización de las luchas ha supuesto una fragmentación de la unidad, en la que cada movimiento se centra únicamente en su propio sujeto, sin atender a la interdependencia del sistema de dominación ni a la solidaridad entre las luchas. Es decir, las élites neoliberales que economizan los discursos disidentes usan la división y fragmentación de la crítica social en múltiples grupúsculos para sus propios intereses.
Es clave el estudio de los efectos del neoliberalismo en todos los ámbitos de la vida, así como reconocer que las teorizaciones unívocas ya no funcionan y que el horizonte no puede plantearse en clave identitaria sino unitaria. Por eso, la única receta posible es una crítica poliédrica y unitaria que trate de tejer un análisis global de las estructuras de poder. Las luchas por la representación corren ciertos riesgos en el marco del neoliberalismo, por eso deben prevenir su posible absorción por parte del sistema, estudiar la configuración de las diferencias y ser capaces de abordar sus críticas desde el anticapitalismo. Frente a los mecanismos de desagregación neoliberales, se necesitan estructuras de discusión colectivas para intervenir tanto en las políticas públicas como en la opinión y el escenario social desde las necesidades propias pero con mirada amplia. El feminismo, el antirracismo y el ecologismo deben estar en el corazón mismo de la redistribución económica.
[Fuente: ctxt]
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