La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Isabel Otxoa
El cuidado, en su lugar
La Secretaría Feminista del sindicato vasco de la enseñanza STEILAS ha presentado el pasado 2 de marzo la publicación “Covid19. Reflexiones Feministas sobre la pandemia” y lo ha hecho con estas palabras: “Hemos considerado necesario reunir algunas de las voces más sobresalientes del feminismo vasco para reflexionar acerca de las consecuencias sociales y políticas que está acarreando la aparición del coronavirus en la vida de las mujeres. En él encontraremos diversas miradas acerca de diferentes ámbitos como la salud, el cuidado, el empleo, la sostenibilidad,… junto con vivencias cercanas en el ámbito educativo (…). Son 16 voces plurales que dan cuenta de la enorme variedad temática y teórica del feminismo vasco en torno a la pandemia, a la nueva normalidad y a todos esos temas que están en debate en estos momentos.”
Reproducimos este artículo de Isabel Otxoa; en viento sur pueden encontrarse más artículos de esa misma autora.
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Lo que sigue no es una teorización sobre el cuidado ni sobre las posiciones de autoras feministas que han trabajado la cuestión. Tampoco pretende ser la interpretación auténtica de lo que ellas quisieron decir. Esto va más bien de puesta en común vivencial. Escribo desde el ángulo de mi propia experiencia con el tema, que es, por tanto, limitada, subjetiva y con sesgos de todo tipo. Allá voy.
Tengo reservas hacia la utilidad transformadora de un lema que ha ido ocupando cada vez más territorio y más significados: el cuidado en el centro.
El cuidado (a secas) como elemento transversal, abarca demasiado. Designa tanto la ducha antes de salir a trabajar, como el agotador toque de teléfono a la madre sorda; la atención reforzada a la alumna que lo necesita, como la democracia y la empatía en el funcionamiento de una organización; la peatonalización de una calle o el compromiso contra el cambio climático. Pero el cuidado no se libra del medio ambiente patriarcal, capitalista y racista en el que tiene su única existencia real: así se entiende y así se ejerce. La obra de desmontaje del edificio constituido por el ninguneo y a la vez la sobredimensión de lo que llamamos cuidado exige abordajes múltiples y jerarquización de objetivos. No hay vida sin cuidado, pero la vida es mucho más que los cuidados y así la queremos.
En mis tiempos —relato de vieja— las feministas vascas teníamos una respuesta a la cuestión del trabajo doméstico: socialización mediante servicios colectivos como guarderías (sic), lavanderías y comedores.
El trabajo doméstico era un incordio a resolver de la manera menos costosa en términos de dedicación; la vida estaba en todas partes, menos ahí. El volumen de las tareas dependía en buena parte de decisiones personales sobre los estándares de limpieza, clase de alimentación, etc. Una vez reducido a su mínima expresión, había que repartirlo con los hombres. Repartir, y no compartir, porque la experiencia decía que ellos eran unos artistas del escaqueo y que más valía dejar clarísimo cuál era su parte, cuáles las tareas exigibles y su grado de ejecución.
Los cuidados no estaban en el panorama. Gastábamos tiempo de reunión intentando establecer la equivalencia del trabajo doméstico necesario con las estrellas de los establecimientos de hostelería, quehacer dificilísimo porque cuando el criterio mercantil capitalista interfiere, la distinción entre bienes necesarios y superfluos no opera. En todo caso, al representarnos la futura sociedad no patriarcal, los seres de los que había que ocuparse eran criaturas deseadas camino de su independencia. No recuerdo que tuviésemos receta para la atención de las personas mayores. En aquel momento no constituían una preocupación en lo personal: éramos feministas veinteañeras, hijas de gente que rondaba la cincuentena.
Con los años, la gente próxima, incluidas nosotras, empezó a enfermar, a sufrir percances. Nuestras madres enviudaron, y quien no se había topado con el cuidado en los libros, lo descubrió, con toda su complejidad, en la propia vida. Para entonces, la palabra conciliación estaba ya en nuestro vocabulario. Nuestra crítica a la conciliación fue que, en los términos en los que se planteaba como derecho laboral, era un instrumento técnico del sistema para mantener a las mujeres en su lugar: el de la satisfacción privada de las necesidades de cuidado, mientras se incentivaba la presencia subsidiaria en el mundo del empleo.
Con ocasión del ejercicio de los derechos de conciliación que daban las leyes, las empresas sacaron a colación una cuestión que, desde un punto de vista del cuidado como responsabilidad social, comparto. No me estoy alineando con la utilización de las personas para la obtención del máximo beneficio, me refiero al modelo de reconocimiento de las necesidades y deseos de cuidar: cuestionaban las peticiones de las mujeres de cambio de jornada para atender menores, cuando en la familia había un padre en condiciones de hacerse cargo y compartir el asunto. En un mundo distinto, la colectividad organizada tendría alguna parte en esas decisiones. ¿Nos negamos a la intromisión sólo porque viene de la empresa, o hay algo más?
Los cambios de horario no solo afectan al negocio, también pueden significar cambios en el horario y en las tareas del resto de la plantilla. Sé de lo que hablo: clases siempre a primera hora de la mañana, docencia los viernes hasta la última… Las reducciones de jornada breves pueden originar contratos de sustitución de muy pocas horas en actividades que exigen presencia insoslayable en el centro de trabajo; precisamente uno de esos sectores afectados es el del cuidado. Dado que la reorganización del sistema de cuidados y por tanto, la del mundo del empleo remunerado, es una responsabilidad social y una cuestión política, no tendría por qué pararse a las puertas de cada hogar. Aquel principio de “no entrar en cosas del matrimonio” que servía para no intervenir socialmente en los malos tratos, parece seguir vigente con relación al cuidado.
La Ley de Dependencia de 2006 tenía una parte de prestaciones monetarias que no encajaba en el modelo de servicios que defendíamos, pero también una lista de servicios teóricamente capaz de colmar la atención en todas las situaciones: centros de día, de noche, ayuda a domicilio, residencias, asistencia personal. Resultó una promesa incumplida, los servicios no fueron ni de lejos suficientes. Llegó la realidad en forma de parientes mayores, casi siempre madres, que preferían la muerte (o eso decían) a la atención en un centro, y cuando nos pusimos en su lugar, les entendimos. Residencias-cuartel, habitaciones compartidas con gente desconocida, horario de visitas rígido. Estoy convencida de que este tema daría para mucho más, pero a lo largo de estos años hemos puesto nuestra atención en las cuidadoras y tenemos poca información sobre las vivencias de las personas atendidas. Que la expresión usual para referirse a las personas de edad avanzada sea “nuestros” mayores, lo dice casi todo.
Si se cuenta con el suficiente apoyo, hay un tiempo enorme en el que se pueden vivir la fragilidad de la vejez y la pérdida de autonomía en una curva suave, sin necesidad de cambiar todo el entorno vital. Esto es lo que hacen las trabajadoras de hogar en las casas de quienes pueden pagarlas: amortiguan las consecuencias de esa combinación letal de individualización del modo de vida, dispersión y movilidad geográfica entendidas como valor positivo, alargamiento de la supervivencia a toda costa y falta de servicios. Por cierto, a la hora de pedirlos, tendremos que concretar su diseño, porque los eslóganes no sirven.
Se puede vivir felizmente atendiendo a otras personas, y distinguir la elección de la imposición. Se puede separar aquello que debe resolverse institucionalmente de la parte insustituible de los afectos entre personas que se conocen y se reconocen. Se necesita profundizar mucho, y de manera clara y atrevida, en la idea de qué papel les damos a los cuidados comunitarios.
El centro está muy concurrido y si la reivindicación del cuidado quiere ser una proclama transformadora, tendrá que hacer hueco para la que lo vayan ocupando la justicia, la igualdad, la democracia, la solidaridad, el reparto y habrá más. Tendrá también que reconocer como valores la capacidad de enfrentamiento y de presión, el no someternos a lo que se espera de nosotras, incluso si se trata de una buena acción: es la vía por la que las mujeres hemos ido saliendo del lugar asignado.
La cuestión de avanzar en propuestas y soluciones que sitúen el cuidado en su lugar, es una tarea apasionante. El no necesitar cuidar especialmente, ni de una misma ni a otra persona durante largo tiempo, me parece una suerte. Pero dentro de no muchos años, algunas feministas, entre las que estoy, si no nos hemos muerto pasaremos a formar parte de “vuestras” mayores. Habremos fracasado si para entonces no hemos afrontado esta cuestión de alguna manera, aunque sea limitada. Es dificilísimo, pero ¿no habíamos quedado en que estamos ante una cuestión primordial?
[Isabel Otxoa es profesora de Derecho del Trabajo en la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea (UPV/EHU) y activista de la Asociación de Trabajadoras del Hogar-Etxeko Langileen Elkartea (ATH-ELE)]
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2021