¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Juan-Ramón Capella y José Luis Gordillo
La opción por Bush de 59 millones de norteamericanos
59 millones de norteamericanos son indiferentes ante los crímenes de guerra, ante los crímenes contra la humanidad. Ellos primero. La carnicería de Falluja ha sido la consecuencia directa e inmediata de ese consentimiento electoral. Tal vez otros muchos norteamericanos no quieran esos crímenes, pero también los consienten con su ignorancia, con su individualismo y con su inhibición política.
59 millones de norteamericanos han aprobado la guerra contra el pueblo de Iraq, la represión de los resistentes iraquíes, las matanzas de civiles, las torturas de la prisión de Abu Ghraïb. Han aprobado Guantánamo. Han aprobado las mentiras de la CIA que sirvieron para tratar de justificar la «guerra preventiva». Han aprobado y aprueban los fondos destinados a publicar falsas informaciones, a corromper a periodistas, a ocultar datos, siempre que eso favorezca a la clique dirigente de Estados Unidos.
Decenas de millones de norteamericanos no aceptan que un solo norteamericano se someta al Tribunal Penal Internacional que ha de juzgar los crímenes de guerra y contra la Humanidad. No quieren siquiera el Protocolo de Kioto, ese apaño mercantilista para mantener la destrucción de la Naturaleza a un ritmo simplemente más lento que el actual. Esas personas pretenden estar por encima de la ley que vincula a los Estados y a sus habitantes.
Simone Weil decía que los crímenes de Hitler seguirían siendo crímenes aunque los hubiera decidido una autoridad democrática, un razonamiento que parecen haber olvidado todos los creadores de opinión que ahora afirman o sugieren que el resultado de las elecciones obliga a pasar página sobre todo lo ocurrido en los últimos cuatro años.
Bush es una autoridad democrática, en el sentido neoliberal de la palabra ‘democracia’. Como Truman —una autoridad democrática— al lanzar las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Como Churchill —otra autoridad democrática— al ordenar los bombardeos de saturación sobre las ciudades alemanas, con Hamburgo y Colonia a la cabeza. Hay mucho «demócrata» que necesita que le recuerden periódicamente principios tan elementales como que la fuerza legitimadora de la democracia se acaba donde se acaban las fronteras de los Estados, y que la regla de las mayorías electorales no puede ser invocada para justificar, entre otras cosas, crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y la violación de derechos tan fundamentales como el de no ser torturado ni objeto de malos tratos.
Dirigentes como Bush usan la palabra ‘democracia’ de la misma manera que Stalin usaba ‘comunismo’: se amparan en las palabras para hacer justamente lo contrario de lo que sus palabras significan.
Y los que le han votado son tan responsables de sus acciones como lo fueron millones de alemanes cuando apoyaron electoralmente a los dirigentes nazis. Hay que tener la lucidez y el valor de ver la realidad con los dos ojos bien abiertos: Hitler está resucitando con los modos populistas del pavo asado y el Día de Acción de Gracias, con la supuesta fe en Dios y la mano hipócrita en el pecho compasivo. Y sabemos que eso está ocurriendo porque, precisamente, esas elecciones en la primera potencia militar e industrial del mundo —y no en un país pobre, endeudado y dependiente— han mostrado que hay una base social muy amplia para las políticas de mano dura.
Hemos entrado de lleno en tiempos terribles. Aunque aún no nos afecten de lleno a nosotros. La pesadilla del fin de la era del petróleo empieza a materializarse. Y lo primero que es arrojado a la basura son la cultura y los principios democráticos.
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La pregunta es: ¿cómo defendernos de lo que se nos viene encima?
¿Cómo defendernos de la imposición de las políticas neoliberales por la fuerza desnuda? ¿Cómo defendernos de la pérdida de significado de la palabra democracia? ¿Cómo defendernos no sólo de los que van a golpearnos, sino también de quienes creen que para sobrevivir lo mejor es obedecer, lo mejor es aceptar, lo mejor es someterse un poco?
¿Cómo defendernos de los reformistas que pretenden materializar esas mismas políticas neoliberales por otros medios?
¿Cómo abrir los ojos a quienes, al día siguiente de las elecciones del imperio, decían que era urgente acercar las posiciones de las dos Américas? ¿Acercar? ¿Para qué? ¿Cómo rechazar a los que quieren acomodarse con realismo a la situación, a los que aplauden al rey —un hombre de Washington desde antes de su designación como sucesor de Franco— porque ha ido a hacer las paces, a apaciguar a Bush?
¿Cómo defendernos de las informaciones falsas, de los editorialistas soterradamente proyanquis? ¿Cómo defendernos de los servicios de inteligencia, que tratarán de infiltrarse en los movimientos antiglobalización?
El complejo militar-industrial, quien de verdad manda, sigue siendo el mismo de siempre. Ahora ha sacado las consecuencias de su superioridad militar en términos militares, por decirlo así —ya que hay cosas para las que la superioridad militar no sirve de nada—. Y trata de prevalerse de ello para establecer su prioridad en el orden de picoteo predatorio global.
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No podemos defendernos mediante la violencia. No salvo si nos va la vida.
Ellos tienen la capacidad de violencia, y la cultura de la violencia. Nosotros tenemos la capacidad de salirnos de esa cultura.
Tenemos la capacidad de la resistencia, del boicot, de la desobediencia.
Tenemos la capacidad de la risa, de la amistad, de la solidaridad.
Tenemos la capacidad de inventar.
Y vamos a necesitar todas estas capacidades, y algunas más, para hacer frente a lo que se nos viene encima.
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Lo primero que hemos de hacer es exigir lo que venimos exigiendo: que la Unión Europea no siga el camino de Estados Unidos. Hemos de rechazar el Tratado que se pretende «constitucional», y que lo será en el mismo sentido en que lo eran las Leyes Fundamentales franquistas: superleyes que no se pueden modificar. Aunque los neoliberales impongan ese Tratado, pues tienen a su favor todos los instrumentos del poder público y privado para conseguir el aprobado, hemos de lograr una minoría significativa de rechazo y de abstención para deslegitimar esa opción.
Y lo tenemos fácil: basta preguntar a la gente si sabe lo que vota respecto de ese Tratado.
Hemos de exigir otra Europa, del Atlántico a los Urales, y no la Europa que quiere Estados Unidos; una Unión Europea de derechos sociales y no de desregulaciones neoliberales. Una Europa de acogida a los inmigrantes y no de explotación de trabajadores sin papeles en regla. Una Europa contrapuesta a la derecha norteamericana y a su pretensión de imponer al mundo una única cultura.
Hemos de denunciar el carácter no democrático e irresponsable del poder legislativo europeo. Pero también hemos de combatir a la derecha europea, que es amplia y significativa. Si no lo hacemos, acabaremos como la minoría activa norteamericana, impotente y corta de vista. Por eso es necesario que la sociedad se vuelva a politizar.
Hemos de combatir a la derecha europea ante todo en nuestro propio país. A la derecha española, que pretende volver a gobernar. Hemos de combatir a sus aliados: la conferencia episcopal, los e-cristians, el Opus Dei, los legionarios de Cristo, sabiendo que en la Iglesia Católica también hay gentes que están en contra de ese conjunto de cristianos ultraderechistas. Hemos de denunciar las falsedades de la derecha. Pero no podemos callar ante las falsedades de la izquierda: eso debe ser cosa del pasado y nada más.
Hemos de exigir el cumplimiento del protocolo de Kioto; hemos de exigir la Tasa Tobin para frenar las deslocalizaciones del capital; hemos de pedir el 0,7% de ayuda a los países que precisan esa ayuda, y controlarla. Hemos de luchar contra el capitalismo que se avergüenza de su nombre y ahora se hace llamar «economía de mercado». Hemos de imponer obligaciones al capital en vez de desregularlo. (Y, así, por ejemplo, hemos de exigir que las empresas que detentan servicios públicos, como las eléctricas, las de comunicaciones, etc., inviertan para que esos servicios no se deterioren, como está ocurriendo a ojos vistas.)
Debemos extender la lucha por objetivos que no son inmediatos, pero que han de estar en la consciencia de las gentes porque son simbólicos: la liquidación de las bases norteamericanas en España, los valores federales, los principios republicanos.
Debemos ser pacientes, convertir nuestra paciencia en un instrumento. La izquierda ha de reconquistar las consciencias libres de las personas antes de poder dar pasos nuevos sin repetir los errores del pasado. Nunca más pensar en términos de pura y simple estatización. Nunca más identificar socialismo con meras medidas económicas. Defender la verdadera democracia frente a la democracia desactivada que utilizan los tecnócratas de la política y de la economía que son los que realmente gobiernan. La izquierda alternativa se basa en principios de democracia política y social. No pertenece a ella ningún oportunismo.
11 /
2004