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Soledad Bengoechea

Mujeres en lucha en el tardofranquismo

Era el mes de abril. En Sama, Asturias, el frío aún cortaba la cara. Un buen día, Anita Sirgo, Constantina Pérez, y Celestina Marrón, mujeres de mineros, se levantaron pronto, casi al alba. Aún reinaba la oscuridad, había poca luz de luna. A las cinco de la mañana comenzaron a tocar los timbres de diferentes casas. ¡Había que despertar a las vecinas! ¡Ninguna podía hacerse la remolona! Era la Gran Huelga Minera de la Primavera de 1962, La Huelgona. El Partido Comunista de España (PCE), partido de referencia de la lucha antifranquista en la clandestinidad, había ordenado a los mineros que involucrasen a las mujeres en el conflicto. Un grupo de ellas, bien abrigadas con mantones negros, se armaron con palos, y con pimentón por si algún minero se hacía el «esquirol» poder soplárselo a la cara. ¡Dispuestas a todo! Al pasar, bebieron un poco de agua cristalina del arroyo y se fueron sin miedo a formar los piquetes frente a aquellos obreros que querían volver al trabajo. En la zona, había miedo, hambre, mucha miseria y mucha silicosis. La represión de la huelga fue brutal. Los maridos de Sirgo, Pérez y Marrón se escondieron. A ellas, al permanecer herméticamente calladas para no delatar donde estaba su escondrijo, las raparon al cero. ¡Y eso que era ya 1962! Carlos Arias Navarro, el hombre que en 1975 anunció por televisión con voz entrecortada que Franco había muerto, ostentaba en aquellos momentos el cargo de director general de Seguridad. ¿Tuvo en cuenta la sociedad del momento del sacrificio de estas mujeres? ¿No fueron también relegadas al olvido? Bien, aquí las hacemos visibles [1].

El papel de las mujeres en la protesta social ha sido fundamental, desde muy antiguo, a lo largo de la historia. Se remonta a los tiempos en que fueron ellas las iniciadoras de los levantamientos durante los motines de subsistencia, eso en siglos pasados, e incluso así sucedió hasta principios del siglo XX. Existe, por lo tanto, toda una experiencia histórica de mujeres combativas, revolucionarias y protagonistas de la transformación social. Sin embargo, su papel no se ha reconocido y su importancia se ha infravalorado dentro de los relatos históricos. Las mujeres trabajadoras han sido doblemente invisibilizadas, primero por su condición de clase obrera y después por su condición femenina. Es el caso de las obreras que combatieron al franquismo: ellas, las trabajadoras, especialmente las textiles, tuvieron un protagonismo destacado en las huelgas y protestas laborales. Estas contestaciones se llevaban a cabo en un contexto peligroso: en aquellos momentos las huelgas eran ilegales. Cualquier conflicto, aunque fuera estrictamente económico o laboral, derivaba con facilidad en un enfrentamiento político directo con el régimen franquista. Ello podía derivar a un infierno de torturas, de cárcel [2].

En esa época, hasta la muerte del dictador, la participación de los hombres y las mujeres en el sindicalismo era clandestina, solo podía realizarse legalmente a través del Sindicato Vertical creado por el franquismo. Pero al margen del sindicato «oficial» existían otros considerados ilegales. La Unión Sindical Obrera (USO) había surgido ya a finales de la década de 1950. Aproximadamente al mismo tiempo se había creado la Alianza Sindical, formada por la casi centenaria Unión General de Trabajadores (UGT), de ideología socialista, la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), de tendencia anarcosindicalista, y la ELA-STV, de impronta nacionalista vasca. En 1962 se fundaron las Comisiones Obreras (CCOO), de tendencia comunista y quizás la más importante central sindical en aquellos momentos. Los líderes de Comisiones Obreras optaron por la práctica del «entrismo», es decir, infiltrarse en los Sindicatos Verticales. En agosto de 1971, estos grupos recibieron el impulso del Partido Comunista de España (PCE) y del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC), ambos igualmente ilegales. También tuvieron el apoyo de movimientos cristianos obreros, como la Juventud Obrera Católica (JOC) o la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC). Y de militantes del Partido Carlista, refundado en 1971 bajo el liderazgo de Carlos Hugo de Borbón-Parma, y de diferentes colectivos de izquierda (Front Obrer de Catalunya y Organización Comunista Bandera Roja en Cataluña), todos ellos desde la ilegalidad. Incluso había grupos nacionalistas, como el Partido Nacionalista Vasco (PNV) y Esquerra Republicana de Catalunya (ERC). Y en 1964 se fundaron la Unión do Povo Galego (UPG) y el Partido Socialista Galego (PSG), partidos nacionalistas de carácter comunista y socialista, respectivamente. Y desde el 1959 estaba la ETA. Significaba una alternativa ideológica a los postulados del Partido Nacionalista Vasco (PNV). Tenía cuatro pilares básicos: la defensa del euskera, el etnicismo (como fase superadora del racismo), el antiespañolismo y la independencia de los territorios que, según reivindican, pertenecían a Euskadi: Álava, Vizcaya, Guipúzcoa, Navarra (en España), Lapurdi, Baja Navarra y Zuberoa (en Francia). Algunos miembros de ETA pronto empezarían una lucha armada [3].

Un estudio sistemático de la represión de las mujeres bajo el franquismo es todavía una asignatura pendiente, señala la historiadora Carme Molinero [4]. Ello es cierto, pero existen diversas razones que explicarían porqué las mujeres no ocuparon un lugar tan destacado en la lucha sindical como política clandestina. Su presencia en el mundo del trabajo era limitada en comparación con la de los varones y su situación laboral, precaria y dispersa [5]. En 1975, de poco menos de 4 millones de mujeres activas, se dedicaban al sector servicios un 57 %; a la agricultura, el 38 % y a la industria, el 5 %. Se puede decir que la mujer pasó de los trabajos domésticos al sector servicios sin apenas tener incidencia en la industria, que era un sector masivamente ocupado por varones. A excepción del textil, claro. La rama de la industria textil-confección ocupaba un mayor número de mujeres, en torno al 90 %. La escasa presencia femenina en el resto de la industria explica el que la sindicación femenina fuera muy baja, tanto en los sindicatos oficiales (el Sindicato Vertical) como en las distintas organizaciones clandestinas. Precisamente, el sector secundario era el que mayor nivel sindical mantenía.

Las mujeres estaban poco sindicadas y, por tanto, muy poco representadas. El propio modelo sindical estaba construido desde la óptica de la masculinidad en esa sociedad patriarcal. La asunción de los roles tradicionales por los propios militantes varones, en la familia o en situaciones cotidianas, hacía que no reconocieran a sus parejas como compañeras de lucha, sino como simples «mujeres». Estas consideraciones aparecen constantemente en la reconstrucción que de su pasado hacen las mujeres, y nos advierten de uno de los mayores obstáculos que debían esquivar para adherirse a la lucha: la oposición de los maridos, incluso de aquellos cónyuges pertenecientes al partido comunista. Todo ello condujo a que numerosas militantes tuvieran dificultades para realizar acciones de movilización en empresas donde no había gran presencia femenina. Lo habitual era que los hombres no se vieran en absoluto representados por mujeres en los cargos de responsabilidad. Además, como la lucha obrera estaba asociada a la imperante visión masculina, la conflictividad laboral femenina llegó a verse como algo «anómalo» y sus reivindicaciones se tacharon de «específicas» (de género) [6]. A fuerza de oír repetir que la política no era cosa de mujeres, algunas de ellas se lo creyeron. Mucha tinta impresa ha aseverado esta conducta. En Asturias, por ejemplo, la atención de los dirigentes obreros siempre se dirigía a los sectores conflictivos claramente masculinizados del metal y la minería. Es normal, si tenemos en cuenta la posición central que tenía el «obrero masculino industrial» en el discurso del movimiento de los trabajadores. Esto explica que las protestas realmente importantes fueran las protagonizadas por ellos. Por el contrario, las manifestaciones de conflictividad femenina se silenciaban o se consideraban secundarias la mayor parte de las veces.

Allá por el año 1965, los sindicatos hicieron ya tres reivindicaciones básicas que las afectarían: la reducción del horario laboral, el aumento de las retribuciones y la igualdad laboral, que incluía la denuncia de la violencia específica contra las trabajadoras.

Dentro del panorama descrito, hubo mujeres que no tuvieron cortapisas para incorporarse a la lucha sindical. Mujeres que han hecho historia. Se hicieron visibles. Veamos el caso de una de estas luchadoras. Rosario Rodríguez Serrano, a la que probablemente sus compañeras le llamaban Charo. Había nacido en Hellín (Albacete) el año 1952. A la edad de cinco años se había instalado con su familia en Esplugues de Llobregat (Barcelona). Hacia los diecisiete años había comenzado a trabajar en la empresa MEVAT, dedicada a la transformación de materias plásticas y enseguida se afilió a CCOO y entraba en el Sindicato Vertical. De voz potente y carácter decidido, las compañeras la tenían considerada como una líder sindical. En la fábrica cuando se hacían conferencias y se discutían problemas ¡ella siempre estaba en primera línea! Entonces los trabajadores de la empresa realizaron un sinfín de huelgas: por la Semana Inglesa lucharon 2 o 3 años, por el injustificado despido de compañeros… Frente a los repetidos conflictos la empresa argumentaba que no se debía hacer huelga porque esto perjudicaba la producción, pero Rosario pensaba que ese era un asunto de los amos, no de los trabajadores, que estaban en todo su derecho de luchar y hacer huelga. Bajaba a la Gran Vía con sus compañeros a manifestarse y acababa corriendo delante de los “grises”. Así una y otra vez. ¡Incansable! En 1975, cuando Franco murió, las manifestaciones se hicieron más duras. El dilema que se planteaba a la izquierda era ¿Luchamos por la reforma o por la ruptura? ¿Qué hacer? Y los «grises» aún se empleaban más a fondo. En el año 1980 la empresa finalmente cerró. Rosario dejó de trabajar como obrera y se dedicó al cuidado de su hijo durante ocho años, y luego, pasado ese tiempo, acabó incorporándose a la limpieza de domicilios. Rosario fue sin duda un ejemplo más de mujer: fuerte y decidida. Siempre estuvo ahí [7].

Poco a poco aparecieron mujeres jóvenes con estudios universitarios, que se hicieron un hueco en el sector servicios. Algunas de estas mujeres ocuparon puestos de trabajo en los sindicatos clandestinos, como abogadas laboralistas; por tener una muestra, fue el caso de la madrileña Manuela Carmena o la catalana Ascensió Solé.

En los partidos políticos clandestinos las mujeres también militaron de manera muy activa. Por ejemplo, Anna Saenz Moratón, que había nacido en Barcelona el año 1932. Se había diplomado en Trabajo Social y trabajó en diversos oficios. Sus primeros contactos con el Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC), comunista, datan de 1962. Su casa sirvió de lugar de encuentro de muchos militantes. Allí, los Primeros de Mayo hacían folletos en las «vietnamitas» (pequeña imprenta manual) clandestinas que después lanzaban por las calles. Debido a esta militancia activa, hacia mitad de los años sesenta, Saenz Moratón fue detenida por orden del TOP (Tribunal de Orden Público). En el año 1972 la policía la volvió a detener cuando encontraron propaganda del PSUC al registrar su casa con la intención de averiguar si tenía vinculaciones con la activista de izquierdas y feminista Lidia Falcón. Fue detenida y sufrió torturas. Después estuvo un mes en la cárcel [8].

Como se mostraba anteriormente, en aquellos años, los hombres que pertenecían a la clase obrera eran, en general, muy machistas. Ni más ni menos como el resto de sus congéneres masculinos. También el Partido Comunista de España era un partido sexista y excluyente: si la mujer era la compañera de algún dirigente comunista no estaba bien visto que ella ocupase un cargo en el partido. Se ha descrito que, en las asambleas, celebradas en locales cerrados llenos de humo, las mujeres observaban que los hombres se incomodaban cuando ellas tomaban la palabra [9]. Las actividades femeninas en el partido consistían fundamentalmente en hacer pintadas reivindicativas, imprimir hojas volantes y enganchar pancartas. También se mostraban activas llevando a cabo acciones de solidaridad a favor de trabajadores despedidos o de los presos políticos. Y en las manifestaciones corrían delante de los grises, pero generalmente rodeadas de compañeros varones. Calzadas muchas de ellas con los resistentes zapatos de la casa Segarra, baratos y destinados a las clases trabajadoras, a menudo en medio de las carreras tenían que quitárselos porque no los aguantaban. ¡Y eso que previamente se habían colocado el esparadrapo en la parte trasera del pie! 

Un trabajo de la historiadora Nadia Varo introduce a las lectoras en un tema importante: la diferenciación establecida por la policía y por el Tribunal de Orden Público (TOP) entre hombres y mujeres [10]. Varo señala que «tanto las fuerzas represivas como las organizaciones antifranquistas proyectaron una imagen diferente de las personas detenidas y procesadas en función de su sexo. Por un lado, las concepciones de la Policía y el TOP sobre la “peligrosidad” o “perversidad” de los hombres y las mujeres juzgados tuvieron repercusiones en las torturas y las sentencias aplicadas sobre esas personas».

Este panorama general (policía, instituciones, movimiento obrero) de relegar a las personas en función de su sexo generó una cierta adaptación en las receptoras de ese trato. Sobre todo en lo que refiere a su papel en los partidos políticos y sindicatos prohibidos. Y también luego, cuando estuvieron legalizados. Muchas veces las obreras no participaban en el movimiento obrero y en las movilizaciones directamente, sino a través de la relación con hombres determinados (en calidad de madres, esposas, hijas o hermanas). Cumplían a rajatabla una de sus muchas funciones, igualmente fundamental: el cuidado del hogar. En una pareja con criaturas pequeñas nadie dudaba de quién tenía que ir a las reuniones clandestinas. Por las noches, mientras los hombres acudían a la sede del partido o del sindicato, se hacían visibles. Ellas, en el silencio y anonimato de la casa, invisibles, eran las encargadas de bañar a los niños, hacer y darles la cena y ponerlos a dormir ¡Y colocarles el termómetro y vigilar la dichosa fiebre, si venía al caso! Solo las mujeres que habían tenido la posibilidad de convertirse en profesionales liberales y ganaban un buen salario tenían la elección de encomendar esos cuidados a niñeras. Pero allí donde estuvieran, celebrando asambleas, conspirando, no terminaban de estar tranquilas. ¿Se habrían dormido ya sus hijos? Quizás por ello no pocas de las mujeres que penetraron en la lucha ilegal pasaron posteriormente a militar, de manera paralela, en el movimiento feminista. ¡Allí no se sentían tan «extrañas»! Es revelador que un número importante de mujeres feministas, años después, en la transición política, tuvieran el antecedente de haber sido militantes clandestinas. 

A finales de la década de 1960 y principios de la de 1970, los comunistas españoles concibieron la idea de crear células femeninas. La mayoría de las mujeres ha señalado después que la militancia en estas células fue una actividad secundaria respecto a la que se creía la «única» militancia realmente urgente y eficaz en la pugna contra el régimen: la lucha obrera o la lucha en los barrios. Por eso el grueso de las militantes optó por trabajar en las células mixtas antes que en las células femeninas [11].

Las mujeres comenzaron a actuar pidiendo el derecho a reunirse y las mínimas garantías democráticas, en los mercados, en los colegios de enseñanza primaria o en los institutos. Se trataba de llegar al mayor número posible de camaradas y encontrar puntos en común para sumar fuerzas. Las acciones se llevaban a cabo a través del «boca a boca», en pequeños grupos que enseguida fueron creciendo y que ponían de manifiesto los problemas comunes y las aspiraciones últimas. Esta es una de las tareas fundamentales de las mujeres en estos años: concienciar a la población de la necesidad de un sistema democrático, convenciendo de ello a cualquier persona ajena a la militancia política o sindical. Todo ello se produjo en los últimos años del franquismo [12]. En este contexto se constituyeron en España las primeras asociaciones de vecinos, acogiéndose a la Ley de Asociaciones de Cabezas de Familia de 1964. Desempeñaron un papel político en los barrios cuando todavía estaban prohibidos los partidos. Durante los primeros años en que las asociaciones se fueron consolidando, las asociaciones de vecinos fueron un resguardo para los hombres y mujeres que combatían de alguna manera al régimen.

En el año 1969, Aida Fuentes Concheso, quizás sin proponérselo, adquirió fama de heroína. Fue en Barredos, localidad minera asturiana. Allí tuvo lugar la Manifestación de las Velas, donde Fuentes encabezó un contingente de unos 1.500 vecinos, pero sobre todo de vecinas. ¡Las mujeres, como en la República, volvían a tomar las calles! Se reivindicaba que el Ayuntamiento activase la electricidad en el barrio, que permanecía a oscuras por una disputa entre el consistorio y la compañía eléctrica. Con velas encendidas, el grupo se dirigió hacia el Ayuntamiento. A pesar de que la Guardia Civil interceptó la protesta e hirió a una manifestante, al final la movilización consiguió sus propósitos. ¡La policía tuvo que admitir que las mujeres también existían! Este hecho se inscribe indeleble en el movimiento reivindicativo de las asociaciones de vecinos [13].

Estas asociaciones incluían a gentes de diversas sensibilidades ideológicas, políticas o confesionales. En su origen se produjo una sintonía entre activistas —provenientes del Partido Comunista de España y de la izquierda— y sectores de cristianos de base. En los barrios obreros más marginales, a menudo llegaron los cristianos y las cristianas de base antes que las comunistas. Allí, llevaban a cabo todo tipo de actividades y no dudaban en poner manos a la obra atendiendo toda clase de menesteres.

Fue el caso de María Cruz. Educada en una familia católica, de muy joven, aún era adolescente, estuvo en organizaciones católicas y de apostolado. Desengañada, un buen día abandonó esta militancia. En la parroquia de su barrio le hablaron de los grupos de jóvenes formados por cristianos y cristianas de base que hacían visitas a las zonas depauperadas de Barcelona llevando consuelo y ayuda. Allí se sintió bien. De carácter generoso, con sus compañeros acudía a los barrios humildes de la ciudad. A menudo iba a Can Clos, barrio depauperado done lo hubiera. Las casas las habían edificado para dar cabida a las personas que habitaban las barracas de Montjuïc. María Cruz, morenita, pizpireta, allí hacía labores de estudio y de propaganda cristiana. Pero su labor se centraba más en cuidar a los niños o en echar una mano a las vecinas en los quehaceres de la casa cuando hicieran falta. A diferencia de otros compañeros, ella nunca participó en las asociaciones de vecinos. No porque se sintiera ajena a ellas. Simplemente porque llegó un día en que su vida transcurrió por otros derroteros. Con avances y retrocesos las mujeres se hacían un lugar en la historia [14].

Con el transcurso de los días, las asociaciones vecinales fueron incorporando extensas redes formadas por gente del barrio. De esta manera llegaron a obtener una amplia representatividad como organización importante de la actividad del distrito. Eran capaces de poner en relación distintas dimensiones ligadas a la calidad de vida: la salud, el urbanismo, la educación, la cultura, la vivienda y los problemas de la mujer y de los jóvenes. En estas asociaciones la participación femenina fue muy importante. Las vecinas demandaban mejoras en las condiciones en el barrio en el que habitaban, medidas que resolvieran sus necesidades específicas. Y es que ellas, las mujeres, eran las que sufrían de manera más intensa las deficiencias ambientales y de servicios. Por lo tanto, eran las más interesadas en la solución de los problemas. La lucha se hacía desde el hogar y para el hogar. Se trataba de reivindicar cosas básicas, si se quiere, pero fundamentales para el día a día: la subida de precios de los alimentos, la oposición a una fábrica contaminante de la barriada, que los autobuses subieran hasta el barrio si este estaba situado en un lugar periférico y/o el arreglo del pavimento de las calles. Y por otras cosas entonces poco valoradas e importantes que actualmente se estiman básicas. También había reivindicaciones para obtener unas viviendas dignas, para demandar más escuelas, guarderías e institutos para la infancia y también en demanda de escuelas de adultos. Cada vez, un mayor número de mujeres se interesaba en la educación escolar de sus hijos y formaban parte de las Asociaciones de Padres de Alumnos (APA). Las mujeres se hacían visibles en todos los ámbitos, pero siempre desde un papel relegado a un segundo plano. Los presidentes de las asociaciones eran hombres, aunque en general ellas eran tan activas o más que ellos.

A medida que las mujeres de los barrios iban consiguiendo resultados, ganaban confianza en ellas mismas y se involucraban en más actividades y luchas. En una segunda etapa, las mujeres comprendieron la importancia de su propia formación y muchas de ellas acudieron a las mismas escuelas que se habían construido con sus esfuerzos. En los vecindarios de trabajadores, muchas mujeres mayores eran casi analfabetas, pero gracias a las escuelas de adultos acabaron sabiendo leer y escribir. Ya no tenían que pedir ayuda a otras congéneres o a las dependientas de los comercios cuando querían saber el precio de algún producto o vestido. Ya podían leer cartas, las que sus hijos enviaban desde la mili o, si eran emigrantes, las que les llegaban del pueblo. En aquellas escuelas, a las más jóvenes les proporcionaban el diploma de estudios de graduado escolar, imprescindible si querían acceder a determinados puestos de trabajo. En fin, la labor de las mujeres en aquellas asociaciones de vecinos fue indispensable para que los barrios trabajadores resultaran mucho más confortables y socialmente justos. ¿Dónde están aquellas mujeres valientes, quién se acuerda de ellas?

Un ejemplo de luchadora femenina fue Pepita Monné Mola (sus seudónimos: Rosario y Ruth). Participó en el Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC), en las Comisiones Obreras y en las asociaciones de vecinos. Toda esta militancia la llevó a cabo en un mismo período de tiempo. Nacida en Aspa (Lleida) en 1945, de profesión enfermera, con 21 años comenzó a estar presente en las luchas de calle, tanto en manifestaciones por los conflictos de empresa como haciendo pintadas, enganchando carteles o repartiendo propaganda. Mientras trabajaba en el Hospital Vall d’Hebron de Barcelona se presentó a las elecciones sindicales de 1970-1971, en las que salió elegida, y a partir de entonces militó dentro del Sindicato Vertical [15].

Al llegar la década de los setenta, las mujeres representaban una capacidad de organización sin precedentes en la historia española. El movimiento asociativo (de vecinos y amas de casa) era tan enorme que se mostraba capaz de movilizar a la población española en unos niveles comparables a los de los años finales de la República. Nunca en la historia de España se habían movilizado las amas de casa como en esa época. De repente, para muchos ojos, entonces se hicieron visibles. Fue en este período cuando los partidos políticos no tuvieron más opción que reconocer esta capacidad organizativa asumiendo la lucha de las mujeres. Durante la transición democrática este potencial fue poco a poco perdiendo vigencia tras la política de pactos de la izquierda española, después de haber sido el soporte indiscutible de los cambios en la sociedad española responsable de la transición de una dictadura a un régimen democrático [16].

El régimen franquista no favoreció el cambio ni la evolución social y mucho menos se dio en el caso del universo femenino. Muy al contrario, costó mucho arrancarle cambios legislativos al franquismo. Sin embargo, en las últimas épocas del régimen, algunas mujeres sí lo consiguieron, como sucedió en un grupo con la extraordinaria María Telo Núñez a la cabeza. ¿Quién fue María Telo? Una luchadora en una dictadura, una mujer de convicciones. Telo era abogada y a base de tenacidad logró lo que parecía imposible: mejorar el estatus jurídico de las españolas en el franquismo, liberarlas de la obligación legal de obedecer al marido y de contar con su permiso formal para casi todo. Hasta mediados de 1975 las casadas ni siquiera podían abrir una cuenta corriente sin permiso del esposo. Telo, una mujer feminista, independiente y pamplonica logró cambiar el Código Civil. La democracia le concedió un reconocimiento puntual, pero no fue acreedora a ningún papel relevante dentro del sistema. Su candidatura al Tribunal Constitucional, en 1979, cayó en saco roto [17].

Para acabar debemos preguntarnos ¿por qué se rebelaron algunas mujeres? Es evidente que no todas vivieron las mismas circunstancias ni reaccionaron de la misma manera ante situaciones similares. De hecho, unas fueron más rompedoras que otras. Quizás el origen de las primeras rebeldías fue el propio ambiente familiar. O, por el contrario, las más conformistas quizás estaban influenciadas por la estricta educación recibida en los colegios de monjas. Pero aquellas mujeres que tuvieron que solucionar muchos problemas y hacer frente a excesivos retos suelen manifestar en sus entrevistas que la mayor dificultad que tuvieron que superar fue la falta de interlocutores masculinos válidos y a su altura, capaces de compartir su transformación dentro de la sociedad y de su vida.

 

Notas:

[1] Claudia Cabrero Blanco, «Asturias, las mujeres y las huelgas», en José Babiano (ed.), Del hogar a la huelga: trabajo, género y movimiento obrero durante el franquismo, Fundación 1.º de Mayo, Madrid, 2007, pp. 189-244.

[2] Nadia Varo Moral, «Mujeres en huelga. Barcelona Metropolitana durante el franquismo», en José Babiano (ed.), Del hogar a la huelga: trabajo, género y movimiento obrero durante el franquismo, Fundación 1º de Mayo, Madrid, 2007, pp. 139-188.

[3] Nadia Varo, «Treballadores, conflictivitat laboral i moviment obrer a l’àrea de Barcelona durant el franquisme. El cas de Comissions Obreres (1964-1975)», tesis doctoral, Universitat Autònoma de Barcelona, 2014.

[4] Carme Molinero, «Historia, mujeres, franquismo. Una posible agenda de investigación en el ámbito político», en Manuel Ortiz Heras, Memoria e Historia del franquismo, Actas del V Encuentro de Investigadores del Franquismo, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2005, pp. 171-192.

[5] Cristina Borderías, Mònica Borrell, Jordi Ybarz y Conchi Villar, «Los eslabones perdidos del sindicalismo democrático: la militancia femenina en la CCOO de Catalunya durante el franquismo», Historia Contemporánea, 2003, nº 26, pp. 171-172.

[6] Jaime Castán, «Mujeres rebeldes: las obreras que combatieron el franquismo», Izquierda Diario, 13/2/2018, https://www.izquierdadiario.es/Mujeres-rebeldes-las-obreras-que-combatieron-el-franquismo

[7] Entrevista oral realizada por la autora.

[8] Soledad Bengoechea, Les Dones del PSUC, Els arbres de Farenheit, Biblioteca virtual d’Espai Marx, http://www.elsarbresdefahrenheit.net/ca/index.php. Treball col·lectiu; El feminisme al PSUC. Els anys setenta i vuitanta del segle XX, Barcelona, 2009.

[9] Jaime Castán, Mujeres rebeldes: las obreras que combatieron el franquismo, Izquierda Diario, 13/2/2018, https://www.izquierdadiario.es/Mujeres-rebeldes-las-obreras-que-combatieron-el-franquismo

[10] Nadia Varo, «Mujeres y hombres, “la represión sexuada” de la militancia política», en Javier Tébar Hurtado ed., «Resistencia ordinaria». La militancia y el antifranquismo catalán ante el Tribunal de Orden Público (1963-1977), Universitat de València, 2012, pp. 86-103.

[11] Giaime Pala, «El partido y la ciudad. Modelos de organización y militancia del PSUC clandestino (1963-1975)», Historia contemporánea, n.º 50, 2015, pp. 195-222.

[12] Clara C. Parramón, «Feminizando espacios públicos: migraciones y movimientos vecinales del tardofranquismo y Transición política en Cataluña», en Jordi Mir García y Mercè Renom (eds.), Revoluciones en femenino, Icària, Barcelona, 2014, pp. 105-122.

[13] María Carmen Suárez Suárez, El feminismo asturiano en la oposición al Franquismo y en la Transición democrática. Vivencias, conciencia y acción polítics. Tesis doctoral,

[14] Entrevista oral realizada por la autora.

[15] Soledad Bengoechea, Les Dones del PSUC, Els arbres de Farenheit, Biblioteca virtual d’Espai Marx, http://www.elsarbresdefahrenheit.net/ca/index.php.

[16] Pilar Díaz, «La lucha de las mujeres en el tardofranquismo: los barrios y las fábricas», Gerónimo de Uzrariz, nº 21 znb, pp. 39-54 orr.

[17] Charo Negueira, «María Telo, la abogada de la igualdad», El País, 14 agosto 2014.

 

[Soledad Bengoechea es historiadora y miembro de la Associación Cultural Tot Història]

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2021

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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