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Javier de Lucas

Manosear la democracia y sus instituciones

Para un primer balance de daños de la administración Trump

El debate en torno a la huella que haya dejado la presidencia de Donald Trump en la política de los EEUU y también en las relaciones internacionales no ha hecho más que empezar, y probablemente convenga tener en cuenta —sin exagerar, eso sí— la perspectiva que se atribuye al líder chino que consideraba prematuro o precipitado opinar sobre las consecuencias de la revolución francesa de 1789. Por mucho que vivamos una aceleración del tiempo histórico, una cosa son los juicios que exige el ritmo periodístico presidido por el criterio de actualidad (ni que decir tiene, el de las redes,que es casi el de la instantaneidad) y otra la labor de los historiadores. Dicho esto, y en un alarde de respeto al principio de contradicción, me propongo presentar al lector algunas pistas acerca del significado del paso de Trump por la presidencia. Concretamente, sobre algo que me parece particularmente relevante: el daño que ha causado no solo a la sociedad civil, pues ha contribuido poderosamente a agravar la división y a acrecentar la desigualdad en el seno de la nación americana, sino también a las bases mismas de la democracia más antigua del mundo y, por extensión, a las del futuro de la democracia.

Por supuesto, no hablo de Trump como el autor intelectual —algunos dirán que eso es una contradicción en los términos— de lo que el lugar común señala como el punto de inflexión decisivo en el declive de la democracia norteamericana, por parafrasear eltítulo de la primera de la estupenda trilogía fílmica de Denis Arcand (1986), compuesta también por Las invasiones bárbaras (2003) y La edad de la ignorancia (2007). Son muchos los sesudos análisis que se aplican a desentrañar los problemas que amenazan y ensombrecen el futuro del experimento democrático, tal y como se diseñó en 1776, como el impactante título de Levitsky y Zyblatt (La muerte de las democracias), o el de Przeworski (Crises of Democracy), a mi juicio más acertado. Pero en este punto creo que es más pertinente el ensayo sobre el capitalismo de vigilancia, de la ensayista y exprofesora de la Harvard Business School, Soshana Zuboff, porque pone el acento en un asunto central de la colisión entre democracia y mercado, tal y como supo adelantarlo Ferguson en 1767. Pero me refiero a que Trump ha contribuido de modo muy notable al desarrollo de algunos elementos que suponen un riesgo para que podamos seguir hablando de democracia, en los EEUU y en cualquier lugar en el que arraigue el modelo de ejercicio del poder —otros dirán, de reducción de la política— que significa el trumpismo.

Uno de ellos, sin duda, es el del arrumbamiento del respeto a cierta idea de verdad en la comunicación política. No voy a ser tan ingenuo como para proponer que eso que llamamos fake news —un rasgo básico del modelo trumpista— es en sí un fenómeno novedoso. Hay bibliotecas enteras que testimonian la constante histórica del recurso al engaño, a la mentira. Pero es cierto que el salto cualitativo tecnológico ha propiciado un nivel de eficacia de la manipulación propagandística hasta un grado que no pudo soñar Goebbels. Aunque sería una considerable muestra de ingenuidad reducir el desarrollo de ese rasgo al discurso político institucional, es decir, el modelo trumpista de comunicación política desde la Casa Blanca, en el que tanto peso han tenido lostweets, según caricaturizaba una inteligente campaña en Internet que pedía echar con el voto a Trump. La gravedad del fenómeno, en términos del daño a la democracia, consiste en buena medida en cómo se han plegado a esa perversión muchos de los instrumentos clave que constituyen el alma de la opinión pública, entendiendo por tal la herramienta clave de la constitución del moderno espacio público democrático que analizó en su famoso trabajo de habilitación el filósofo Jürgen Habermas sobre la noción de Öffentlichkeit, esto es la dimensión de publicidad, de pública discusión, sin la que no hay democracia. Lo que quiero decir es que para que exista esa dimensión es imprescindible el papel de los medios de comunicación y hoy eso significa también el papel de las redes, que pudimos concebir inicialmente como un agente democratizador y universalista, tal y como apuntaba en no poca medida el primer análisis propuesto por Castells y que han devenido en agentes de ese capitalismo de vigilancia. 

El asalto al Capitolio

Pero no menos importante, a mi juicio, es un segundo rasgo del trumpismo. Es lo que me permitiré calificar como «manoseo» o «menosprecio» de las instituciones y reglas elementales de la democracia, del respeto a la división de poderes, al imperio de la ley que desarrolló la democracia norteamericana a partir del rule of law, que culmina en lo que bien podríamos llamar imperio de la Constitución. La culminación más grosera de la voluntad de poner su sucias manos sobre la democracia, por utilizar otra conocida paráfrasis (esta de un estupendo artículo de M.Vicent en Triunfo en 1980, que utilizó brillantemente el iusfilósofo Ernesto Garzón en un ensayo de 1992 para analizar los límites de la tolerancia), ha sido el vergonzoso episodio del día de reyes de 2021, y no me refiero solo a la esperpéntica y trágica toma al asalto del Capitolio por unos centenares de supremacistas.

El asalto al Capitolio fue descrito muy adecuadamente, a mi juicio, en la portada de Time: «Democracy under Attack» y para conocerlo bien sugiero la lectura del espléndido reportaje de Luke Mogelson, «Among the Insurrectionists», publicado el 25 de enero en The New Yorker. Ese asalto (con muertes incluidas y una inexplicable actuación de una parte del cuerpo de policía, ahora sometida a investigación, como también la deficiente protección externa, en contraste con la que se adoptó ante las marchas de Black Lives Matter), fue un hecho de extraordinaria gravedad, pero noaislado. No se entiende sin la desmedida arenga con la que Trump incitó a sus miles de seguidores, participantes en la Save America March, a dirigirse hacia el Congreso, a la que luego me referiré. Pero, en realidad, esta arenga es solo el último eslabón con el que culmina una muy prolongada campaña de ataque a los principios de la democracia, que Trump viene impulsando casi desde el comienzo de su presidencia.

Hay una considerable polémica sobre la calificación jurídica y política de lo sucedido en el Capitolio como golpe de Estado. Me parece que pude encontrarse una excelente síntesis —con la que estoy básicamente de acuerdo— en el artículo de Fabien Escalona, de Mediapart, publicado en infoLibre. A mi juicio, como casi siempre, se impone la doctrina Donés: depende. Depende de cómo definamos golpe de Estado. Los que siguenanclados en el XIX y XX y exigen un putsch militar y uso de la fuerza, dirán (como lo han hecho no pocos e ilustres colegas) que no es para tanto. Que esto no fue un golpe de Estado. Son los mismos que creen aún hoy, en el siglo XXI, que los golpes de Estado son fenómenos militares, tercermundistas, propios de países subdesarrollados.

Yo no comparto esa tesis. Me apoyo entre otros en un viejo y clarividente ensayo de Gabriel Naudé (Considerations politiques sur les coups d’Etat, 1723) que tantos modernos politólogos y sedicentes filósofos de la política jamás han leído y que adelanta qué es esencial en el golpe de Estado y qué es coyuntural. Para Naudé (sobre el que he escrito alguna cosa hace bastantes años), un golpe de Estado es una acciónpolítica osada, extraordinaria, que se produce en circunstancias tan difíciles como desesperadas, de excepción; que transgrede leyes y reglas del derecho, sin salvar las apariencias de justicia, para salvar el Estado. «Y que es llevado a cabo en muchas ocasiones por el propio príncipe».

No sé cómo hay quien aún no cae en la cuenta de que, para preparar y perpetrar un golpe de Estado hoy, no se necesita, al menos en un primer momento, a los militares. Basta con tener dinero y capacidad de impacto en los medios para manipular mediante mensajes simplistas. Desde luego, con la inestimable ayuda de la maleabilidad de las redes. La clave, para mí, no es tanto (que es gravísimo, por la falta de respeto al legislativo y a un acto de trascendencia constitucional) el acto de insurrección (como localificó Biden), la invasión del Congreso por unos centenares de alienados, sino cómo y por qué se llega a poner en jaque lo esencial de la Constitución: el relevo en el poder tras elecciones sometidas a control escrupuloso (como así ha sido), el respeto a las reglas del Estado de Derecho, a la división de poderes (aquí se ha afrentado a los poderes electorales, al legislativo y a los tribunales).

Quienes asaltaron el Congreso, en su inmensa mayoría, no son golpistas, pero contribuyeron a la nueva técnica del golpe de Estado, por parafrasear al manoseado Curzio Malaparte. Es Trump el golpista: es él quien ha venido poniendo en cuestión desde hace años y de modo brutal desde hace meses su juramento constitucional, por la vía de erigirse en defensor de la Constitución contra todo el que piense de modo diferente y reclamando —paradoja conocida— ser el representante de la ley y el orden, como les dijo a sus seguidores. Trump se cree propietario de la Constitución, de América, del pueblo americano. Por eso ha ido incubando el golpe de Estado en los términos de Naudé. Lo preocupante no es tanto la carne de cañón predominante entre los asaltantes sino los grupos extremistas (Proud boys, Q’anon) que expresan la vieja ideología supremacista, racista, a quienes Trump,  continuamente, mimó en su  presidencia. Son los que permiten hablar de un terrorismo doméstico directamente implicado en la preparación del golpe, incluso con propósitos homicidas, como han revelado las escuchas de sus chats. Y no nos dejemos engañar por apariencias esperpénticas. Estudios rigurosos, como el de la ensayista Nicole Hemmer, Messengersof the Right. Conservative Media and the Transformation of american politics (2016) o el de la historiadora Kathleen Belew, Bring the War Home. The White Power Movementand Paramilitary America (2018), demuestran la profundidad y gravedad de esa trama. En realidad, es una demostración de que una parte de la nación tiene una mentalidad de situación de emergencia, de riesgo de su supervivencia (que identifican con la de toda la nación) que propiciaría incluso la justificación de un enfrentamiento civil. 

Las sucias manos sobre la democracia

Pero no menos grave fue lo que le precedió, esto es, el discurso de Trump en el Mall deWashington, en el que incitó a sus seguidores a convertirse en tal turba y protagonizó así lo que la Cámara de Representantes ha considerado motivo para un segundo impeachement, por «incitación a la insurrección», acusación que se llevó ante el Senado este pasado lunes y que será juzgada a partir del 8 de febrero, con un resultado que, salvo sorpresa, será el mismo que el del primero.

Aunque importante, el resultado de este segundo proceso no es, a mi juicio, lo fundamental. Tampoco creo que lo más importante sea el análisis de las bases sociológicas del votante trumpista, aunque es cierto que esa realidad va a tener una influencia muy relevante en el futuro del partido republicano. Estoy convencido de que, por imprescindible que sea ese análisis, no debemos dejar de lado lo primordial y es que hemos asistido en estos cuatro años a un proceso que llevaba hacia el «hundimiento de la democracia», como escribía Escalona: un ataque en toda regla a la democracia. La punta de iceberg fue esa tremenda storm (en los dos sentidos de tormenta y ese asalto al poder) del 6 de enero. Pero esto fue un episodio más de lo que Biden acertó en llamar «the Battle for the Soul of America». La paradoja es que esa batalla, como ha señalado con acierto David Rhode en su artículo en The NewYorker «Biden’s vital but fraught Battle against domestic Terrorism», en realidad dificulta seriamente el reiterado propósito de unidad, leit motiv de su discurso presidencial. Es verdad: es una guerra inevitable, que incluye una batalla necesaria —por ejemplarizante, además de para vetar un segundo intento de Trump—: la del segundo impeachement. Pero, más que probablemente, es una batalla perdida, en buena medida precisamente por el argumento de los republicanos que muestra la contradicción de Biden. Sin duda, dividirá a la nación. Pero con todo, eso no es tan grave, porque creo que Biden se equivoca al asegurar que «América no es así». Y que su presidencia puede lograr recuperar la unidad. No es cierto, porque la triste realidad es que el parto mismo del experimento norteamericano dio a luz una nación profundamente dividida que, doscientos cincuenta años después, no deja de mostrarse como tal. He tratado de explicarlo en un libro reciente y también en estas mismas páginas, siguiendo los análisis de, entre otros, Mandelstam, Blight, Kreitner o Ibram XKendi.

Volvamos al ataque a la democracia en que ha consistido la presidencia de Trump. Lo que hace relevante el rechazo a la derrota que caracteriza la estrategia de Trump es que, como explicaba Judith Butler en un notable artículo publicado en The Guardian, «WhyDonald Trump will never admit Defeat», se trata solo de un corolario de una ideología supremacista y machista, que Trump ha llevado al extremo. Trump ha exacerbado una característica común a esas dos concepciones tan presentes en una parte importante del alma americana: el desprecio por las vidas que no importan, las de las mujeres, las de los negros, las de los latinos… Es un mensaje letal para el futuro mismo de la democracia porque niega la dimensión de igualdad e inclusión que está en el motor, en la vocación misma, del proyecto democrático: dar igual voz, iguales derechos, a todos. Algo que, desgraciadamente, aún está por lograr, como reiteradamente advierte Rancière al denunciar el miedo al pueblo que lastra buena parte del proyecto democrático, y que es constitutivo de esa seudodemocracia propia del capitalismo vigilante en cuyo umbral nos encontramos. Por eso, como acaba de denunciar el mismo Ranciére en su artículo «Les fous et les sages. Réflexions surla fin de la présidence Trump», subraya cómo el negacionismo y el discurso de odio no solo son el motor que inspira a esos supremacistas justamente denunciados por Biden como «terrorismo doméstico», sino que llevan anidando en el seno de las propias instituciones casi desde su fundación, bajo la forma de la «pasión por el privilegio», por la desigualdad, que niega que puedan ser parte del pueblo —de la nación— aquellos que no responden a un patrón ideológico, identificado en el caso del supremacismo norteamericano —pero también en los nacionalismos de aquí— con el viejo sciboleth, el marcador de identidad etnocultural.

Quienes proclaman así el monopolio de patriotas, o de constitucionalistas, están poniendo sus sucias manos sobre la patria, sobre la Constitución, deformándolas ensu propio beneficio hasta el punto de hacerlas irreconocibles. Los EEUU han resistido lo más grave de ese ataque. Pero la victoria no está asegurada, porque la democracia, como sostenía Ihering para explicar la razón de ser del derecho —algo que muchos de nosotros aplicamos a los derechos—, nunca está adquirida definitivamente. Esa es la tarea de los ciudadanos: luchar por ella. Son lecciones que deberíamos tener en cuenta también aquí, en España. Esa es la lección que más me interesa y que, con todas las distancias, considero aplicable en Europa, en España. Manosear la democracia ysus instituciones no sale gratis.

 

[Fuente: InfoLibre]

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2021

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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