¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Daniel Bernabé
«Iglesias, primera temporada»: un problema más allá del querer y el poder
Quizá la palabra que mejor define al universo de la izquierda española en este inicio de 2021 es astenia: falta o decaimiento de fuerzas caracterizado por apatía, fatiga o ausencia de iniciativa. Hablamos de Unidas Podemos, pero sobre todo de la izquierda social: votantes, simpatizantes, intelectuales y opinadores que, dependiendo de un cierto ambiente narrativo, han pasado del entusiasmo a un estado letárgico en meses, cuando no a un desencanto tan acelerado como hostil. ¿Esto es justo? En cuestiones del corazón, que es de lo que trata el desencanto, siempre es difícil apelar a la ecuanimidad.
Este domingo por el Salvados de Gonzo pasó Pablo Iglesias en un momento complicado precisamente por lo apuntado en el párrafo de inicio: el espacio de La Sexta sabía dónde jugaba. El interés de la cita no se hallaba en ver cómo un vicepresidente contestaba a una serie de cuestiones de actualidad, sino sobre todo en cómo Iglesias se enfrentaba a las contradicciones entre pasado y presente. Unas contradicciones que han propiciado, en parte, el ambiente en que se ha instalado la astenia. La otra parte, no menos importante, se compone de la partida de ajedrez que el PSOE juega con su socio de Gobierno, la presión de un sistema económico-mediático naturalmente hostil frente a quien considera un cuerpo extraño a eliminar y el paso de la adolescencia a la adultez política que esta generación progresista no está llevando nada bien: aprender la diferencia entre el querer y el poder es tan duro como el primer desengaño amoroso. 80 años fuera de un Gobierno nacional tampoco dan para tener gran experiencia.
Salvados, que tituló la entrevista «Pablo Iglesias: primera temporada», fue eligiendo antiguas declaraciones del vicepresidente, a las que encabezaba con el título de una serie, para lograr ese efecto de contradicción. Observar el cambio físico de Iglesias desde sus primeras apariciones hasta la conversación con Gonzo fue una buena metáfora visual de este encontronazo con el pasado, desde la nacionalización de las eléctricas hasta los escraches, desde su trato con los medios hasta su relación con el poder económico. Parecía señalarse que el «sí se puede» al final ha resultado un «pues no se podía». Al espectador le quedaba por decidir si las palabras de Iglesias en el pasado fueron exageración o fraude y si ahora es un traidor o un inútil. También existía la posibilidad de pensar que vivimos un presente político de unas extraordinarias limitaciones, pero algo nos dice que esta última opción no fue la mayoritaria.
En la entrevista se insistió no en lo conseguido del acuerdo de coalición, sino en sus partes incumplidas o pendientes. La entrevista pareció olvidar que ese acuerdo tenía dos firmas, siendo el PSOE tan corresponsable de su ejecución como los morados, cargando el peso de sus incumplimientos en quien presiona para que se lleve a la práctica, en quien ya rebajó su programa para adaptarse al acuerdo, más que en quien lo limita y dice que no es el momento. Que se pidan explicaciones por no subir el Salario Mínimo Interprofesional en 2021 a quien ha sido amenazado con su destitución por intentar subirlo quizá no sea situar el foco justo en el lugar de interés. La crítica es necesaria, el problema es que cuando la crítica se ejerce tanto hacia los principios como a las posibilidades, sin tener en cuenta los actores ni los medios, pierde su valor para convertirse en una moción a la totalidad.
Iglesias repitió a lo largo de la entrevista el concepto de la «correlación de fuerzas», que es, en último término, lo que define las posibilidades de la política, tanto institucional como informal. Si en el periodo que va de 2010 a 2015 no se produjo casi ninguna victoria de la calle frente al Gobierno de Rajoy, aquel que metía hachazos al sector público entre recortes y corrupción, fue justamente por esta correlación de fuerzas. Lo cierto es que aunque el momento fue trepidante, Rajoy resistió porque la masa social en su contra, pese a ser impresionante, no fue determinante: enfrente no estaba sólo su Ejecutivo sino el entramado internacional financiero. Nadie en la izquierda critica que la gente saliera a la calle, que los movimientos sociales se organizaran o que los sindicatos convocaran tres huelgas generales. Aquello valió, al menos, para que la Troika no apretara aún más, para que este Gobierno, hoy en día, sea una realidad tangible. A veces las batallas que se pierden son condición para las victorias futuras.
Se puede cuestionar, claro, que este Gobierno de coalición sea una victoria, no que fue el resultado de esta última década de cambios. Se puede sugerir que Unidas Podemos hubiera hecho mejor quedándose fuera del Gobierno, siempre que se explique a continuación cómo sería nuestra realidad actual sin UP en el Ejecutivo. Diferente, al menos, sobre todo para los ciudadanos que carecen de resortes, que no sean los colectivos, para pugnar por sus intereses de clase. La prueba es una muy concreta: cada ley aprobada que el PSOE ha considerado excesiva ha tenido que ser arrancada a codazos por UP. Y esto no siempre ha llegado a la opinión pública, sobre todo porque UP decidió que su posición, hasta este otoño, debía ser de unidad absoluta con los socialistas, a tenor de unos meses iniciales durísimos con una oposición encabritada y muchas presiones para disolver la coalición, también mediante ese fuego amigo de los Felipe González y compañía.
La otra prueba de que las cosas serían diferentes son las acusaciones de ilegitimidad de la derecha, los movimientos espectrales encabezados por militares, secundados por algunas togas y tribunas, de los que empezamos a enterarnos el pasado diciembre y de los que por aquí dimos cumplida cuenta. Nadie se toma tantas molestias, nadie desestabiliza y se viste con el uniforme de golpista si no considera que un Gobierno es una amenaza, al menos potencial, para sus privilegiados intereses. Quizá tenemos una derecha tan echada al monte que esto hubiera pasado incluso con un gabinete monocolor del PSOE, podemos imaginar que sin UP en el consejo de ministros el ardor guerrero hubiera sido netamente menor. No es tan sólo una cuestión de odio al fantasma comunista, es el miedo a la legitimidad que la izquierda puede ganar si la experiencia de Gobierno funciona.
¿Y está funcionando? Si lo vemos desde el punto de las cesiones por supuesto que la astenia y el desencanto aparecen. Es decir, que si partíamos de la base de que una coalición de izquierdas con 35 diputados sobre un total de 350, considerada por el poder económico como el enemigo, a la que se ha atacado con focos y cloacas, iba a ir proponiendo medidas que se aprobarían sin mayor esfuerzo y tensión, quizá el problema no sea de desencanto, sino de puerilidad. Siempre se puede pensar que la sucia experiencia de la política institucional mancha y que era mejor ejercer de Pepito Grillo desde la bancada de la oposición o, ya puestos, desde el extraparlamentarismo. La coherencia sería, sin duda, mayor, los resultados y las oportunidades inexistentes. La valoración justa debería llegar al fin de la legislatura: de momento unos cuantos millones de trabajadores han visto nacionalizados sus sueldos que es lo que, aunque no se diga así, están siendo los ERTE. Calviño no llena los consejos de ministros de alambre de espino por nimiedades.
El problema es que esta apelación a la coherencia entre fines, medios y resultados es del todo inútil en el ámbito sentimental, entre otras cosas porque, y aquí la culpa sí es atribuible directamente a Podemos, en su momento de auge presentó no un programa imposible -nunca lo ha sido-, sino una aspiración al poder del todo irreal, el «asaltar los cielos», que pensaron buena metáfora cuando estuvieron a punto de situarse en 2015 como el primer partido de la oposición: nadie puede aspirar a ganar reconociendo que no va a ganar, el problema es cuando no se consigue. Que Iglesias dijera en Salvados que se «había dado cuenta que estar en el Gobierno no era estar en el poder» no fue más que repetir lo que ya dijo en la campaña para las generales de 2019, realmente otras muchas veces cuando aún era analista antes que candidato. Lo reseñable es que tras la entrevista importó más en el universo de la izquierda digital la crítica a Iglesias por asumir que la política está amordazada por los intereses económicos de la élite, que la denuncia del hecho en sí mismo. Lo jodido no es que Iglesias justifique sus límites, lo jodido sería que los justificara como los óptimos y deseables.
Unidas Podemos declina electoralmente porque los éxitos del Gobierno son atrapados por Sánchez, como era de esperar, pero las cesiones, errores e incumplimientos le son atribuidos a Iglesias. Los electores del PSOE no ven con antipatía a Iglesias, pero no tienen intención de votarle. Algunos votantes de UP no ven con antipatía a Sánchez, siendo posible que le voten como un mal menor en el caso de que los ultras aprieten. Otra parte, sin embargo, ha optado por el gesto arisco, que es lo que queda tras la decepción. Iglesias lo sabe, por eso arrecia en la crítica interna al Ejecutivo, algo que es obviamente presentado por sus detractores como foco de división e inestabilidad. Unos por interés, los otros por una pasada ilusión, obvian el contexto en el que se desarrolla la acción de Gobierno, una hostil para la izquierda sistémicamente, empeorada hasta lo impensable por la pandemia y sus consecuencias económicas.
UP ha cometido varios errores en este año de Gobierno, uno, desde mi punto de vista, plantear desde el ministerio de Igualdad una futura ley trans que se ha convertido en una guerra feminista de muy difícil solución. El otro apostar por un republicanismo que, estando al margen del secesionismo catalán, puede ser confundido como paralelo por defender el criterio de que el problema territorial existe y es de índole política. Es cierto, pero este año ha barrido demasiadas posiciones y ha puesto en pie otras pocas y, hoy, el independentismo se practica con más furor desde la Puerta del Sol que desde el Palau. Eso sí, la comparación de Puigdemont con los exiliados de la II República fue del todo fallida: Iglesias debe salir de ese pozo con prontitud. En todo caso, ambas cuestiones reflejan que en tiempos de incertidumbre los temas que más se pagan son aquellos que tienen más aristas identitarias que asideros constatables. Jugar fuera del «casa, trabajo, salud» es hoy más arriesgado que nunca.
Quien escribe intuye la potencia o descrédito de una opción política por la intensidad en los aplausos o abucheos. En el auge de Podemos cualquier galimatías teórico alabando sus tácticas cotizaba al alza. Hoy ocurre lo mismo con cualquier artículo donde se muestre esa crítica de la que hablábamos antes: culpar de la misma manera a los principios y a las posibilidades sin tener en cuenta los medios y los actores. Ambos momentos son igual de falsos e interesados. Escribir no es siempre el ejercicio de narrar lo que sucede sino, a menudo, narrarlo para obtener protagonismo. Los ambientes son importantísimos en política, sobre todo para el votante de izquierdas, que tiende a la orfandad y la melancolía. Y el ambiente actual tiene también bastante que ver con qué es más lucrativo profesionalmente atizar a la parte de UP de este Gobierno que narrarlo teniendo en cuenta su contexto. También en los teclados de la izquierda. Los más exagerados aduladores de ayer son siempre los verdugos más virulentos del presente.
Muy probablemente este Gobierno de coalición terminará cuando a alguno de sus dos socios le salga más cara la unión que el divorcio. Normalmente las rupturas se producen cuando uno de los cónyuges se siente más seguro y aventurado que el otro. Muy probablemente UP pague caro su atrevimiento, cargando con lo que no pudo ser más que abanderando lo que fue posible. Muy probablemente la comodidad del desencanto sea más atractiva que la dureza de la realidad. Muy probablemente la única manera de evitar todo esto sea apelando a la política útil, esa que permanece ajena al oportunismo y a las broncas de red social y afecta directamente a la vida de muchos, justo los que carecen de tiempo para administrar las coherencias sentimentalmente. Muy probablemente a Unidas Podemos le haga falta asumir que nadie quiere escuchar el por qué no, por muy cierto que sea, pero sí que le vuelvan a recordar el por qué sí. Que le demuestren que su voto ha valido para algo.
No es que antes fuera bonito. Es que ahora es de verdad.
[Fuente: Público.es]
30 /
1 /
2021