¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Juan-Ramón Capella
Un emérito de mérito
Es difícil encontrar un modelo igual.
Al aceptar suceder al dictador cumplió los planes de éste: que tras su muerte se instaurara —la palabra lo expresa claramente: no una simple restauración— una monarquía cuya legitimidad procediera del levantamiento militar de 1936, que aparecería así como legítimo en el régimen que le sucediera. Si el levantamiento militar fue legítimo, no habría que responder por los crímenes de la guerra y la postguerra, ni habría vuelta atrás al expolio de las propiedades de los vencidos; jamás se rememoraría con verdad y en toda su extensión lo sucedido. Juan Carlos lo dijo con toda claridad en aquel acto de 1969: «Recibo de Su Excelencia el Jefe del Estado y Generalísimo Franco la legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936, en medio de tantos sufrimientos, tristes, pero necesarios, para que nuestra patria encauzara de nuevo su destino. De paso, juró las leyes fundamentales de la dictadura. En el futuro no haría lo mismo con la Constitución de 1978: la promulgó, pero no la juró.
El relato oficial señala como mérito del emérito facilitar la constitucionalización del régimen de libertades. ¿Mérito? No le quedaba otra. Tras mantener en la jefatura del gobierno a Carnicerito de Málaga, tuvo que irse a despotricar a los USA para librarse de él. Pero se sabía el oficio —su cuñado dejó de ser rey de Grecia por aceptar gobiernos militares— y buscó a una persona capacitada para el cambio, Adolfo Suárez, el cual logró al mismo tiempo legalizar y descafeinar al Partido comunista, pero que daba largas a la entrada en la OTAN. Esto último no le gustaba nada al gobierno de EE.UU., sobre todo cuando Reagan accedió a la presidencia, y en España los militares andaban revueltos —ahora también, pero no tanto— con el estado de las autonomías (entonces con la inestimable colaboración del terrorismo etarra). El hoy «emérito» había sableado al Sha de Persia y al rey de Marruecos para poner en pie el partido de Suárez; ahí debió iniciar su aprendizaje, si es que no lo traía aprendido de casa.
Y aquí empieza el otro episodio en que el emérito sale reforzado de rebote con la inestimable ayuda de la «versión oficial». El otrora general Armada, que ya aparecía detrás de Juan Carlos de Borbón en el acto de aceptación de 1969, era persona muy cercana al rey, a quien visitaba en sus vacaciones en la nieve, y al que éste quería a toda costa trasladar a Madrid (a lo que Suárez, con buen olfato, se oponía). Juan Carlos arrancó para Armada ese destino en el Estado Mayor Central exigiéndoselo a un atribulado ministro de Defensa cuando el presidente del gobierno estaba de viaje. Esa impropia interferencia no era gratuita. La idea era que un militar sucediera a Suárez como presidente del gobierno. «Pero a mí me lo dais hecho», decía el hoy emérito, que no quería pringarse. Armada y Milans, los generales más monárquicos del país, con la inestimable ayuda del CESID, montaron un teatro de golpe de estado en que un actor secundario, Tejero, debía dar a Armada la ocasión de ofrecerse a los partidos para resolver la situación creada por el propio actor secundario.
La cosa falló por la mano de obra: Tejero se movía para instaurar un gobierno militar, no el gobierno de un militar. Sus grotescas formas resultaron inadmisibles para Juan Carlos: entrar a tiros en el Congreso y zancadillear a un teniente general no era «dárselo hecho». A Armada, que pidió permiso al rey para acudir al Congreso, éste le dijo que lo hiciera «a título personal» (o sea, no en su nombre). Tejero frustró los planes de Armada, quien, para el consiguiente consejo de guerra, le preguntó al rey si podía invocar sus conversaciones con él. Juan Carlos, obviamente, le borboneó. El discurso en tv del rey, cuando dijo no aceptar ninguna solución contraria a la constitución, le valió unánime reconocimiento oficial, pero también habría valido si Armada hubiera conseguido de los partidos el nombramiento de presidente del gobierno. Un discurso que valía tanto para un roto como para un descosido.
Entre una y otra boda de los hijos y tras el 23 F en su versión oficial (versión que omite recordar, claro, que el golpe facilitó los objetivos de entrar en la Otan y tratar de reconducir el proceso autonómico mediante la LOAPA), el de la legitimidad del 18 de julio también se legitimó (por decirlo de alguna manera) por los mass-media, la tele y el Hola principalmente. Empezaron los negocios por persona interpuesta (Colón de Carvajal y de la Rosa, unos angelitos) o no interpuesta, si no venían de antes. Y luego ha llegado todo lo demás: un rosario de despropósitos vergonzosos con aspectos delictivos unos, inconvenientes otros y presuntamente delictivos otros más pero que no se pueden perseguir porque eran actos de un rey irresponsable (jurídicamente y no). Hasta que no hubo más remedio que abdicar.
El «emérito» se alinea con hombres muy característicos del actual régimen político: Jordi Pujol, Jaume Matas, Zaplana, Camps, Mas o los responsables de los cuartos en Andalucía o en el PP. Gente que juega con el dinero público sin vergüenza. Algo habrá que hacer. Hay cosas cuya reiteración resulta peligrosa. El gobierno debe actuar honestamente. La gente empieza a estar cansada de la «política por arriba» o politiqueo, con pactos a su conveniencia entre quienes están en eso, los cuales no saben ver que les están mirando, y no con buenos ojos, los de abajo.
El firmante de este papel es republicano. Pero lejos de él la pretensión de cuestionar la monarquía como institución en estos momentos. Hay que recordar que estamos en España, que poner en cuestión a la monarquía —a diferencia de lo que piensan los dirigentes de Unidas Podemos— puede dividir a la población, aunque sea asimétricamente, y dar impulso a las derechas: a la ultraderecha de VOX y a la extrema derecha del PP; y al runrún de sables, nunca en este país tan disparatado como parece. Eso es lo peor que nos puede pasar como gente. No están los tiempos para más crispación, para más divisiones. Cuando podamos descansar del coronavirus ya pensaremos en otras cosas: pues se nos van a echar encima muchos problemas, y no hay que sobreañadirles ninguno más.
Lo que se debe hacer, en mi opinión, es reformar como mínimo la institucionalización constitucional de la jefatura del Estado. Acabar, claro, con la ley sálica, pero también con la atribución a esa jefatura, del mando supremo de las fuerzas armadas, que debe corresponder al presidente del gobierno. Y establecer un código de conducta para la jefatura del Estado similar al que tienen otras monarquías parlamentarias. El principio monárquico, que no acaba de casar bien histórica y teóricamente con la democracia salvo en contados casos, sí casa en ocasiones con la prudencia política. Quizá valga la pena apostar por la pacificación de un país que lo necesita para que acaben triunfando tarde o temprano unas instituciones más acabadamente democráticas.
Hay que buscar soluciones imaginativas. Por ejemplo, ¿por qué un solo jefe del Estado? Se podría institucionalizar una Jefatura del Estado Colegiada, bicéfala, con un Rey y un Presidente del Reino Republicano de España. Si la Santísima Trinidad ha durado tantos años, y eran tres, ¿por qué no habría de funcionar esta más modesta proposición?
[Fuente: InfoLibre]
28 /
12 /
2020