¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Juan-Ramón Capella
Identidades
1. Cornelius Castoriadis lo expuso muy claramente: todo ser humano queda sometido al nacer a la ideología y la idealidad de la sociedad concreta que le preexiste. Los agentes de esta inoculación cultural son los miembros de las propias familias. Éstas le dotan de un lenguaje, para empezar; de una lengua en particular o más de una si los progenitores tienen diferentes lenguas. El don del lenguaje y el aprendizaje para moverse como bípedo son aportaciones básicas de las familias.
Pero hay otras aportaciones inmediatas y casi básicas que configuran la identidad; se mencionarán algunas. Una cocina en particular, y previamente nociones acerca de lo que es comestible y lo que no lo es. Los polacos, por ejemplo, no consideran comestible el conejo; los habitantes de ciertas regiones de China tienen por comestibles a los perros. La cocina se elabora sobre la base de algunos tabús primigenios. Y las diferenciaciones entre cocinas dependen de los medios asequibles para apagar el hambre y configurar el apetito. El gusto andaluz por los fritos procede de la inmediatez del olivar, mientras que el gusto francés por las cremas lácteas va de la mano con su cabaña de vacuno. ¿Es mejor una cocina que otra? Previamente habría que determinar para quién. La cocina materna, familiar, es casi siempre la preferible para cualquier sujeto. Las diferencias entre cocinas son arbitrarias para los sujetos. Dependen de circunstancias aleatorias.
Además de una cocina, la sociedad preexistente le impone otras cosas a cada persona que llega al mundo. Con la lengua de su familia se le señalan ciertas realidades, suposiciones, acciones o personas como buenas, y otras como malas. Esto es: se le impone una moral inicial. Que puede ser religiosa. Y también imágenes del mundo social y de la ubicación en él de la familia y del sujeto. Podríamos decir, modernamente, una cultura de clase. Y, por supuesto, una cultura de género (en el sistema patriarcalista) y una identidad de género según su sexo físico. O incluso, también modernamente, preferencias políticas (ideas sobre las instituciones políticas existentes, como el gobernante, el policía…). Y la familia, la escuela, los compañeros o la televisión, principalmente la televisión y las redes sociales, hoy, pueden imponerle un sentimiento «nacional» (que se da por supuesto), un relato también supuestamente histórico sobre el pasado de su grupo social.
2. Todo eso —salvo, quizá, lo mencionado en último lugar— constituye una identidad de partida. ¿Se puede cambiar? Que una persona pueda abandonar alguno de los rasgos básicos de su socialización en una identidad colectiva particular es una cuestión que depende de varios factores.
Algunos de esos factores son sociales. Hay —por decirlo a grandes rasgos— sociedades cerradas o más o menos abiertas. Las sociedades cerradas, que no admiten el disenso social ni cultural, difícilmente toleran el cambio. Las personas quedan socializadas «para siempre» en la identidad colectiva de sus padres, abuelos…
En sociedades «abiertas» (o supuestamente tales) las cosas funcionan de otra manera. Algunas de las imposiciones de la socialización pueden ser modificadas por las personas. Pero eso, a su vez, depende; depende de rasgos psicológicos de las gentes: unas pueden temer el cambio, mientras que otras pueden gustar de la exploración. Las primeras, por ejemplo, pueden conservar siempre la religión que les fue inculcada; las segundas pueden abandonar las creencias religiosas. Lo que complica enormemente las cosas es que los rasgos psicológicos de las personas dependen en amplia medida de la socialización que les haya correspondido y de su historia infantil. Pero en todo caso es preciso decir que también en las sociedades abiertas hay personas con rasgos o aspectos de su socialización en una identidad colectiva que no les resultan modificables, o no lo son fácilmente.
No es impertinente preguntarse si las sociedades «abiertas» lo son completamente. Si son completamente abiertas. Y la respuesta es negativa. Un grupo social puede ser abierto, por ejemplo, para las cuestiones de religión y completamente cerrado respecto de otros aspectos de su identidad, como pueden ser por ejemplo las relacionadas con el sexo. Que una persona haya nacido en una sociedad cerrada o abierta jamás ha dependido de ella misma. Nadie elige su identidad cultural de partida.
También cabe preguntarse si las sociedades abiertas y avanzadas tecnológicamente son también avanzadas moralmente. Los ejemplos de la Alemania nazi o de los estados de mayoría trumpista en los Estados Unidos indican más bien lo contrario: los Estados Unidos constituyen a la vez un conjunto de gentes heterogéneas muy avanzado tecnológicamente y sin embargo, en algunas de ellas, muy abierto al racismo, la segregación y el uso privado de las armas. Por razones como ésta hay que ser muy cautelosos y precisos al decir que un grupo social está más avanzado que otro.
En las sociedades abiertas los poderes político y económico pueden fomentar cambios identitarios colectivos, presionar para obtener de las gentes o de parte de ellas cambios en sus adhesiones sentimentales, en sus valores, en sus creencias. La intervención del poder político forzando las cosas genera problemas nuevos. Hay pueblos, como el gitano, con una identidad colectiva de muy claros perfiles, pero que no pretende tener un Estado o poder político propio que corresponda a su identidad colectiva; no se puede ser nacionalista como gitano. Pero éste no es el caso en otras identidades. Desde el poder se puede construir y difundir un relato político que corresponda, para un grupo social, a una identidad nacionalista donde ésta no figuraba entre los rasgos de su identidad colectiva. El ejemplo nazi que arrastró a la mayoría de la población de habla alemana es uno. El ejemplo del poder político y cultural de la derecha nacionalista catalana (radio, tv, medios de masas subvencionados) construyendo un nacionalismo secesionista es otro.
3. Esta reflexión sobre las identidades individuales viene a cuento de que hoy vivimos en sociedades donde conviven y se asientan personas con diferentes raíces culturales. En la ciudad donde nací las personas autóctonas están divididas en varias identidades básicas: los catalanohablantes y los castellanohablantes (los culturalmente mestizos, obviamente, no están divididos salvo que opten); y todos conviven con personas de raíz cultural no autóctona: chinos, pakistanís, latinoamericanos (con culturas tan distintas como la argentina, la centroamericana, la brasileña y otras), europeos de distinta nacionalidad, árabes, africanos (de variadísimas etnias: gentes procedentes de Senegal, de Nigeria, de Gabón, de Costa de Marfil.., que son nombres europeos no expresivos en muchos casos de sus etnias: bubis, zulúes, saras, afar, toma, nama…). Y toda Europa es así, tal vez con menos presencia latinoamericana pero con más presencia turca..
La mezcla de creencias religiosas es igualmente compleja. Ni los chinos ni los ateos sostienen dogmas religiosos; pero las religiones no son pocas: el cristianismo y el islam, cada una en sus diferentes variantes principales, además de la religión judía, los Testigos de Jehová, los Adventistas… Aunque no parece tener más efecto social que encapsular a algunas comunidades (en iglesias, sinagogas y mezquitas), lo cierto es que algunas de estas identidades tienden a encapsularse muy completamente y tratar poco con gentes de las demás salvo desde el punto de vista comercial: así los chinos. La mayoría de los grupos de población ignora las características identitarias de los demás. Así, los ciudadanos españoles no suelen distinguir entre árabes y musulmanes, ni entre las diferencias religiosas de los musulmanes (sufís, sunís), ni supone que existan árabes no creyentes ni musulmanes no árabes; tampoco entre las diversas etnias africanas, etc. En los otros, comportamientos obligatorios en su cultura de origen pueden estar prohibidos entre nosotros, y tabús relativos a ciertos comportamientos en tales culturas son derechos en las mayoritarias autóctonas.
Por otra parte las diferencias de estatuto político entre las personas no realizan aún el ideal de la universalización de los derechos humanos entre nosotros. Hay quien los tiene reconocidos, pero también personas con derechos sociales aunque no políticos, otras sin derechos políticos pero dotados de documentación administrativa, y otros, finalmente, sinpapeles, pero aceptados para trabajar en condiciones de semiesclavitud.
Esta pluralidad de identidades colectivas en las sociedades contemporáneas no parece pasajera, transitoria. En algunos países europeos, como Francia y Alemania, que han vivido más tempranamente que España estos cambios poblacionales, se han dado más pasos que entre nosotros para facilitar la integración, pero han resultado ser pasos incompletos porque fracasan menos entre las clases sociales mejor dotadas que entre las más pobres. Hay también diferencias de integración entre las metrópolis y las localidades pequeñas, entre el medio rural y el urbano; también según las diferencias regionales de riqueza, y entre los grupos de edad.
El cambio social de sociedades fundamentalmente homogéneas a sociedades pluriculturales ha sido además bastante rápido, mucho más que el paso de la sociedad agraria a la sociedad industrializada. Se ha hecho muy poco políticamente, sin embargo, para adaptarse a la nueva situación. El desconocimiento del otro genera la simiente del racismo.
4. Es importante, a efectos de suavizar la convivencia, un esfuerzo político para poner de manifiesto la pluralidad, para darle voz. Y estamos muy lejos de eso: una sociedad española que en prácticas como las de la radio y televisión públicas ni siquiera permite la normalización de las diferentes prosodias del castellano, o una sociedad política particular como la catalana, que en la comunicación pública ha dejado de lado por completo la lengua castellana, están muy mal preparadas para admitir el pluralismo. Hay en España un absolutismo cultural transversal peligrosísimo, una cerrazón que atranca puertas incluso antes de que nadie las intente cruzar.
Son dos los ámbitos en los que es imprescindible avanzar. Uno es el de la ciudadanía, hoy determinada por la nacionalidad jurídica, que excluye derechos políticos a los simplemente avecindados en el país, situación que es urgente cambiar.
Otro e igualmente importante ámbito es el educativo. Es un fracaso terrible que el saber social esté prácticamente excluido del sistema educativo. No hay historia digna de este nombre en las enseñanzas preuniversitarias, e incluso diría que universitarias (salvo lo obvio); no hay nociones básicas antropológicas, sociológicas, económicas; no hay verdaderos conocimientos culturales en la enseñanza media. Y lo que faltaba: los educadores han de ser educados a su vez (pues no hay casi ninguna ilustración que alumbre las instituciones educativas). España ha de hacerse mirar la educación.
Los años que han seguido a la noche y la tiniebla de la dictadura militar han conocido cambios importantes. Así, nunca ha habido como ahora tantas personas que hablan catalán y han sido instruidas en esta lengua y sobre ella; la hablan incluso inmigrantes. Probablemente ocurre lo mismo con el euskera. Estos cambios han sido fomentados políticamente, con poco impulso espontáneo de la sociedad. Hoy resulta transparentemente antidemocrático que en Cataluña aún haya partidas presupuestarias (pagadas por todos) para una normalización lingüística —presentada como transitoria hace 40 años— ya conseguida y superada; también una educación provinciana que trata de ignorar la lengua castellana, hablada casi por seiscientos millones de personas: eso no es demasiado práctico para comerciar; tampoco es de recibo la comunicación pública oficial exclusivamente en catalán (en la tv catalana, en metros y autobuses y rotulación urbana: o sea de Generalitat y ayuntamientos), a diferencia de la práctica democrática, respetuosa para las personas, de las zonas plurlilingües de Europa: en Suiza, Bélgica, los Países Bajos…
Otros cambios, muy importantes respecto del empleo del tiempo, permiten a las gentes divertirse hasta morir: televisión, play station, internet, teléfonos móviles, radio portátil. Los nuevos medios modulan las nuevas identidades. Pese al éxito de la play station, instrumento perfecto de distracción y de encapsulamiento individual, preciso es reconocer que también se ha incrementado la lectura. No obstante, ésta sigue siendo una sociedad que atiende desequilibradamente más a la ficción literaria que a las literaturas científicas. Quienes se intercambian experiencias personales casi siempre toman como referentes a programas o personajes televisivos, a grupos musicales: pocas veces a hechos históricos y casi nunca a libros. La nuestra es una sociedad que se mira en el espejo norteamericano: un espejo racista, insolidario, bastante analfabeto, poco respetuoso de las leyes y muy esencialmente violento y agresivo; pero esta mirada también está dirigida desde el poder (económico e institucional): la música y los ídolos radiotelevivos son los que quiere el poder (no se transmite creación musical-popular francesa, italiana, alemana, árabe), y el cine ignora en la práctica la mayoría de lo que se produce en Europa. Por eso se impone en los imaginarios identitarios la antisocial lógica de los ganadores y perdedores, en la que, como es dogma calvinista en los Usa, los perdedores (los que están en el lado peor de la desigualdad) lo son (o están ahí) por culpa suya.
Decididamente, España va a descubrir muy pronto sus carencias. La sanidad española no ha resultado ser la maravilla que se afirmaba que era, y hoy lo sabemos. Pues bien: el sistema educativo complejo —familia-escuela-radio-televisión-juguetes tecnológicos— está mucho peor que la sanidad. España tiene sin duda deficiencias de naturaleza política, institucional; pero los déficits de la sociedad civil son tal vez peores. Aunque, instalados en lo moderno, pocos se atreven a mirar hacia nosotros mismos tal como somos. Eso pasa desapercibido para el conjunto de la sociedad.
24 /
11 /
2020