La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Daniel Bernabé
Cosas que usted no quiere leer sobre las elecciones en EE.UU.
En las elecciones norteamericanas ha sucedido lo previsible, no lo que nos contaron que iba a suceder. BBC y The Guardian otorgaban ocho puntos de diferencia al candidato demócrata Joe Biden, situando al actual presidente Trump con entre un 43 o 44 por ciento de los votos y al aspirante Biden con un 51 o 52 por ciento de los sufragios, basándose en un rastreo de múltiples encuestas de medios estadounidenses. La realidad es que tras las doce primeras horas de conteo los dos candidatos están igualados, lo cual, nos guste o no, es ya una victoria moral para un Trump a quien todos daban como un perdedor seguro. Aunque unas elecciones se basan, o se deberían basar, en un resultado firme que tenga en cuenta hasta el último voto emitido, Trump ha aprovechado esta sorpresa para proclamarse ganador de las elecciones y denunciar fraude electoral.
Primeros datos que nos llevan a una serie de reflexiones incómodas, esas que los expertos rodeados de gráficas parecen no querer tener en cuenta. Si tras doce horas aún no somos capaces de proclamar un ganador claro parece obvio afirmar que el sistema de conteo de votos en Estados Unidos es como poco mejorable. Aunque estos comicios tenían el plus del coronavirus, lo que ha provocado un gran aumento del voto por correo o depositado anticipadamente, no parece de recibo que el que se sitúa como uno de los países más desarrollados del mundo sea incapaz de ofrecer un resultado cristalino tras medio día de recuento. Aunque el sistema electoral estadounidense es federal, cada Estado tiene sus especificidades, se repite este hecho inusual elección tras elección, a diferencia de países comparables que ofrecen sus resultados unas pocas horas después de terminados los comicios. Un sector público depauperado, salvo en lo militar, es incapaz de ofrecer un sistema electoral rápido y fiable. Que se lo pregunten a Al Gore.
Pero, y las encuestas, analistas y estudios que anticipaban una cómoda victoria para Biden, ¿por qué han vuelto a fallar como ya sucedió en 2016? Por la sencilla razón de que la mayoría de medios de comunicación, que son quien encargan los sondeos, retuercen tanto el análisis político que son incapaces de ofrecer luego una foto clara de algo tan concreto como un resultado electoral. Lo cierto es que se produce un fenómeno de espiral, tanto en la información como en el análisis, que arrastra al silencio o la intrascendencia a quien se atreve a dar una visión diferente de lo que sucede. Biden parece haber obtenido un mejor resultado que Hillary Clinton en 2016, pero ni de lejos lo suficientemente bueno para haber ganado las elecciones como se anticipaba.
Esto no debería ser ninguna sorpresa cuando representa exactamente lo mismo que Clinton: el establishment demócrata. La gente puede votar contra Trump, pero pocos lo hacen por un candidato que lleva toda su vida en política, habiendo sido vicepresidente con Obama, posicionándose al lado del orden económico establecido sin fisuras. ¿Cómo reconocer lo obvio cuando la mayoría de grandes medios se pueden situar en el mismo epígrafe sistémico? Cuando Biden competía en las primarias de su partido, el aparato mediático afín a los demócratas machacó a su rival Bernie Sanders, un socialdemócrata calificado de comunista, una táctica más propia del trumpismo que de los liberals. ¿Ya no nos acordamos de las revelaciones del New York Times que en el momento justo torció la historia para vincular a Sanders con la URSS, simplemente por haber establecido relaciones de amistad en su época de alcalde con alguna ciudad soviética? Si te empleas de esta forma para defender al candidato de las élites demócratas luego no puedes explicar este resultado, hablando de sorpresa, por no expresar tu propia incapacidad ideológica.
Biden, probablemente, sea el ganador de estas elecciones por un resultado mínimo que no hubiera sido tal, de nuevo probablemente, sin la pandemia mediante. La propuesta demócrata, hundida desde que Clinton se impuso a Sanders en unas cuestionables primarias, arrastrada de nuevo con la elección de Biden, no ilusiona ni convence, pero muchos norteamericanos han percibido un hecho cierto: Trump es un peligro para la democracia y la convivencia, aún más que el peligro que supone para esa democracia el aparato demócrata, que tan sólo quiere llevarla a donde ha estado siempre, al lado de un capitalismo agresor y rapaz, con ellos mismos y con los demás países del planeta. La pregunta incómoda es la siguiente: ¿por qué entonces millones de norteamericanos han vuelto a confiar en Trump, tras cuatro años muy cuestionables, tras una gestión sanitaria de la covid desastrosa, tras situar el país al borde de la ruptura?
Incluso contando el incidente de Irán, la presidencia Trump ha sido la menos belicosa con respecto a países extranjeros. Trump ha salvado muchos puestos de trabajo, a un coste gigantesco, de un millón de dólares por empleo, al iniciar su guerra comercial con China, teniendo los mejores datos de empleo, aún a costa de la precariedad, de las últimas décadas. Además Trump sigue teniendo el apoyo de determinadas élites que se vieron enormemente perjudicadas por la globalización, las productoras, frente a las tecnológicas y financieras. No se equivoquen, en mi opinión, Trump, por lo que les expondré a continuación, es un peligro civilizatorio, lo cual no implica que tras la gigantesca incertidumbre de esta pasada década, haya millones de personas, en un espacio enormemente transversal, a las que les da completamente igual ese peligro. «Quiero seguridad vital y me da igual el resto», es su máxima, una injusta y peligrosa, pero desde luego nada sorpresiva ni descabellada. La época de estable caos neoliberal, donde lo único que importaba era elegir el banco que nos diera el mejor crédito, se ha terminado para siempre. Ahora queremos saber qué va a ser de nuestra vida, ansiamos la certeza por encima de la democracia. Y eso parece que tampoco conviene señalarlo.
El proyecto de Trump tampoco es sorpresivo ni nuevo. Entronca con una rama capitalista que asume que la democracia no es que sea una molestia necesaria, sino un hecho que se puede retorcer, incluso eliminar, en demérito de un autoritarismo basado en el espectáculo, la comunicación sesgada, la creación de enemigos internos artificiales, la polarización permanente e incluso conducida a un tipo de electoralismo censitario, escasamente representativo y con su resultado pautado de antemano. Lo mismo que el proyecto neoliberal, vaya, pero en vez de mediante seducción, marketing e ideología aspiracional, con miedo al vecino. Trump, y esto es especialmente incómodo de escribir, no ha surgido de la nada, sino del propio proyecto neoliberal, uno que socavó la economía productiva y, por tanto, rompió la base material para el sistema político derivado del capitalismo, la democracia liberal. Si no somos potencialmente iguales en lo vital, al menos en esa oportunidad teórica que proclamaban los fordistas, difícilmente podremos ser iguales en nuestra acción ciudadana. Hemos pasado del ascensor social a la trinchera social y lo hemos hecho desde que Thatcher y Reagan aparecieron en escena. Justo en esta época, los ochenta, fue cuando Trump amasó su fortuna especulando con el suelo en la Nueva York quebrada por la trampa de la deuda.
Aunque Trump pierda estas elecciones no será sencillo coser a la sociedad estadounidense. En ese sentido, Trump ha conseguido uno de sus objetivos o, mejor dicho, todo el entramado de intereses que le auparon, que le hicieron pasar de ser un millonario showman a una figura de esperanza política. Como lo leen, esperanza, justo esa que predicó Obama y que dejó no a medio camino, sino sepultada en un proyecto que distaba mucho entre su realidad y los principios que decían impulsarlo. El individualismo extremo, el racismo y el odio al adversario ideológico, ya enemigo, existía en diferentes grados en la sociedad norteamericana antes de la llegada de Trump. Ahora es una moneda de cambio habitual en muchos de sus habitantes que, dicho sea de paso, no se perciben como peligrosos ultraderechistas, sino simplemente como buenos americanos que no quieren que las élites, siempre en abstracto, les quiten lo que es suyo. Y para ello votan, precisamente, a un multimillonario. Si te has cargado, con un martillo neumático moral, la percepción política de clase durante décadas, no te lleves las manos a la cabeza cuando el miedo se exprese a través de estas bárbaras contradicciones.
[Fuente: rt.com]
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2020