¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
José A. Estévez Araujo
Señales de peligro
Es normal sentir miedo en el momento presente. Hay un peligro objetivo, estadísticamente medible, aunque no sabemos cómo se traduce la estadística en peligro personal para cada uno de nosotros. No sabemos qué riesgo estamos corriendo cuando vamos a visitar a un amigo o a dar una clase presencial. Sí sabemos que es peligroso reunirse con muchas personas en un lugar cerrado. De ahí parece que provienen la mayoría de los contagios.
Yo no siento mucho miedo. Quizá por esa falta de conciencia de cuál es el riesgo que realmente asumo. Incluso fui a dar clase frente a 40 estudiantes de primer curso que tienen la edad de los mayores transmisores, mientras que yo tengo la edad de quienes corren mayor peligro. Probablemente fue una imprudencia por mi parte.
Pero hay otras cosas que sí me dan miedo. Por ejemplo, Vox. Creo que representa un peligro que ha sido relativamente infravalorado hasta ahora y quizá lo sea más tras la moción de censura. Las cosas que dice Abascal me dan miedo. Remueven algunos recuerdos personales de experiencias vividas y muchos otros de cosas leídas y de películas y documentales vistos. Me producen el mismo efecto que una amenaza de agresión física.
Lo veo como una agresión porque es un modo de utilizar el lenguaje con violencia. No es lo mismo decir que vas a matar a alguien que hacerlo, desde luego. Pero la distancia entre lo que se dice y lo que se hace no es tan grande como se cree. En primer lugar, porque quien usa el lenguaje está haciendo algo: informar, expresar un sentimiento, ordenar, perdonar… Y lo hace en cualquier acto de habla, no sólo cuando usa el lenguaje performativamente. Yo siento el uso del lenguaje que hace Abascal como un acto violento por diversos motivos. En primer lugar, porque miente sistemáticamente como se demostró en su intervención ante el parlamento. Quiere crear falsas verdades como hicieron los militares alemanes cuando se negaron a admitir que hubiesen perdido la Gran Guerra. No fueron ellos quienes la perdieron, sino que los traidores socialdemócratas llegaron a un acuerdo de alto el fuego a sus espaldas cometiendo, así, un delito de alta traición. Para Abascal, Sánchez cometió el mayor fraude electoral de la historia, porque pactó con Podemos cuando había dicho que no lo haría. Eso es radicalmente falso. Ciertamente, no tiene la envergadura que la mentira sobre la guerra. Pero Abascal demuestra estar dispuesto a mentir para reivindicar las bondades del franquismo y reescribir la historia.
Además de la mentira sistemática, Abascal utiliza la manipulación emocional constantemente. Usa términos que corresponden a conceptos vacíos, pero que tienen una gran resonancia emocional como «patria» o «traición». Son palabras muy despectivas o con mucho brillo según esté hablando de él y los suyos (los verdaderos patriotas) o de los enemigos (traidores a la patria). Como botón de muestra, una frase que dijo al presentar la moción de censura:
«(…) en todas partes de Europa y en muchos lugares del mundo occidental están creciendo fuerzas y movimientos patrióticos que no se van a quedar de brazos cruzados, mientras unas oligarquías degeneradas convierten naciones enteras en estercoleros multiculturales».
Es lógico que con los discursos políticos se pretenda movilizar emociones. Todos los políticos lo hacen: sea provocando pasiones frías, como el miedo, o pasiones cálidas como la alegría. El problema es que Abascal sólo hace eso: mentir y manipular las emociones. No informa de nada relevante, no hace ninguna propuesta concreta. Todo se reduce a grandes palabras e insultos. Y cuando un político usa el lenguaje de este modo, uno se da cuenta de que está ante una persona que no atenderá nunca a razones y que no dudará en utilizar los medios más atroces para conseguir sus objetivos. Alguien absolutamente desleal del que uno no puede fiarse. Y eso es lo que da miedo. Si eso es lo que hace con el lenguaje ¿qué podría llegar a hacer con el poder del estado? No es difícil pensar que pasará de la palabra a los hechos, porque sus palabras son actos de violencia y sólo actos de violencia. Recuerdo, a este respecto, la impresión que me produjo leer que Salvini se negaba a que desembarcasen los náufragos recogidos por Open Arms. Ahí me di cuenta cómo se pasaba de las palabras a los hechos. No sólo se incitaba al odio contra los inmigrantes, sino que se les asesinaba usando el poder del estado.
Yo no sufrí especialmente la represión franquista. No fui a la cárcel ni fui torturado. Pero tuve que saltar un día por la ventana de la clase porque los guerrilleros de Cristo Rey entraron en el aula con bates de beisbol. También corrí algunas veces delante de la policía en aquel curso que empezó con la muerte de Franco. Pero ninguna de esas experiencias fue traumática. Lo que sí me generó un miedo indecible a la tortura fueron las informaciones, documentales y películas sobre las dictaduras latinoamericanas, especialmente la argentina y la chilena. Eso de que pudieran venir a tu casa por la noche y secuestrarte para torturarte en un lugar desconocido: arrancarte las uñas, aplicarte electrodos, golpearte…Y luego dejarte solo con el terror de saber que todo volvería a empezar. Me puse a buscar cómo conseguir una cápsula de cianuro para poder suicidarme si alguien llamaba a la puerta a las cinco de la mañana y no era el lechero.
Luego estaban las terribles historias de Colombia, país que he visitado asiduamente desde finales de los noventa. No he sido víctima de ninguna agresión, pero sí me han cacheado los policías varias veces. Lo que me aterraba eran las matanzas de los paramilitares y los secuestros que perpetraban las guerrillas. Las atrocidades que uno leía o veía por la tele me trasladaban a aquellas películas de cine que vi de pequeño en la que los bárbaros entraban en una aldea y decapitaban, cortaban manos y quemaban casas.
Todos esos recuerdos, no de cosas vividas, sino de cosas aprendidas se remueven cuando oigo hablar (en realidad leo lo que dice) Abascal. Y por eso me da miedo él. Vox y el hecho de que tanta gente les vote.
El hecho de que considere que el uso del lenguaje que hace gente como Abascal sea una forma de violencia no significa que esté abogando por combatirlo mediante el código penal. Los delitos llamados «de odio» y, sobre todo, los de incitación al odio han mostrado claramente que tienen un efecto boomerang por muy buenas que fueran las intenciones de quienes propusieron penalizar esos comportamientos. La incitación al odio está definida de manera muy vaga en el código penal y, además, se admiten un gran número de mediaciones o, si se quiere, una cadena causal demasiado larga para determinar si las consecuencias (que, además, no tienen por qué producirse, sino que basta con que se pueda imaginar que se podrían producir) son responsabilidad del que «incita» al odio por medio de lo que dice. Obviamente, quienes van a interpretar esas vaguedades son los fiscales y los jueces y basta con que a un fiscal se le meta en la cabeza que un rapero o un grupo de actores están «incitando» al odio para que le haga la vida imposible, e incluso pueda encontrar un juez que lo condene.
El uso que se ha hecho de esas nuevas tipificaciones contenidas en el código ha sido muy sesgado y, por tanto, no debemos admitir que expresar una opinión sea un delito (especialmente por la cuenta que nos trae a quienes no comulgamos con el discurso mainstream). Para evaluar esas y otras medidas represivas lo mejor es recurrir a la reductio ad hitlerum (o ad abascalum) e imaginar qué podría hacer el dirigente de Vox si estuviera en su mano utilizarlas. Es lo que se hizo en Francia para oponerse a los poderes excepcionales que se concedieron a la policía mediante la ley antiterrorista aprobada en 2017. Los críticos llevaron a cabo una reductio ad lepenum y obligaron a plantearse qué es lo que podía hacer el Frente Nacional si estaba en sus manos el poder de espiar indiscriminadamente a los franceses.
Para combatir a Vox, habría que utilizar un mecanismo que ha demostrado ser eficaz durante milenios: la exclusión del grupo, el ostracismo, el silencio. No parece tener demasiada eficacia que los medios de comunicación se dediquen a reproducir el vocerío de Abascal y sus acólitos para poner de manifiesto lo brutos que son. Siempre es bueno que hablen de uno, aunque sea mal. Peor es que te ignoren (aunque esto no sería aplicable a los acosos que sufren muchas personas a través de las redes sociales: probablemente ellas preferirían el silencio). En vez de hacerse eco y amplificar el volumen del vocerío, sería mejor ignorarlo. No sé si eso es inviable desde el punto de vista del negocio periodístico, pero sí ha habido cosas sobre las que los medios acordaron no hablar en el pasado.
También habría que excluirle de los puestos de mando en las instituciones trazando un cordón sanitario como hicieron los franceses en su día con el partido de Le Pen. Claro que es más fácil hacerlo desde el principio que intentar instaurarlo después. Vox es una escisión del Partido Popular y muchos de sus dirigentes ocuparon cargos con el PP y fueron enchufados en sus administraciones. Aquí no existe una memoria compartida de la resistencia contra los nazis y contra el gobierno de Petain que permita la exclusión de un partido neofascista como el Frente Nacional de Jean Marie Le Pen. Los partidos del establishment francés están obligados a ceñirse a la narrativa antinazi y no pueden mezclarse con una formación que en su genealogía se vincula con quienes colaboraron con el gobierno de Vichy (el cordón sanitario ha sido un éxito, pues ha excluido al ahora llamado «Agrupamiento Nacional» de los puestos de mando en las instituciones, pero también ha resultado insuficiente, porque el partido no ha parado de crecer).
No estoy nada seguro que lo que dijo Casado y el voto del PP en la moción de censura signifiquen que se ha trazado un cordón sanitario para evitar contactos con la extrema derecha. Los pactos de gobierno siguen ahí, la presidenta de la Comunidad de Madrid sigue considerando a Vox como un aliado y la tal Cayetana se lamentó de que se habían roto los lazos emocionales con los compañeros de Vox. Veremos qué efecto tiene el discurso del presidente del PP a medio plazo y hacia donde evoluciona este zigzagueante líder. Y es que, como alguien ha dicho: uno de Vox es alguien del PP después del cuarto cubata. Y en algunos casos ni siquiera necesitan ingerir alcohol: basta que estén en un ambiente «de confianza».
Los votantes de Vox no me dan tanto miedo, porque pienso que, de alguna forma, ese partido está dando voz a personas con necesidades insatisfechas. Habría que ver cuáles son y no descartar a todos esos votantes como «fachas» o «racistas», aunque algunos añoren el franquismo y otros sientan odio hacia los inmigrantes. Vox metaboliza un conjunto de problemas realmente existentes y dignos de la mayor atención, pero lo hace desde el populismo nacionalista y ofreciendo salidas irreales y, a la vez, violentas.
Los grandes desplazamientos de personas que ha traído consigo el mundo de la globalización, desde migrantes a refugiados de todo tipo a los que se suman ahora los desplazados por el cambio climático, plantean una serie de problemas muy delicados. En el presente actual no se pueden romper las fronteras para que las personas que quieran se instalen en nuestro país. Hemos visto lo que pasó en Alemania cuando abrió la puerta a los refugiados sirios y lo que ha sucedido en Gran Bretaña como consecuencia del derecho de libre circulación en la Unión Europea. Lo que hay que hacer es depurar responsabilidades. Si la gente se ve obligada a emigrar de un país que en el pasado fue una colonia, habría que ver cuál es la responsabilidad, histórica y presente, de la metrópoli. En qué medida tiene la culpa de que los habitantes de su antigua colonia no puedan sobrevivir en su propio país. Si hay una responsabilidad compartida, también deben darse soluciones conjuntas. No se puede seguir admitiendo que la facultad de decidir quién entra y quien no siga siendo un componente inapelable de la soberanía de los estados. Las decisiones deben adoptarse a nivel bilateral o multilateral y el objetivo tiene que ser instaurar efectivamente el derecho a no (tener que) emigrar.
En el caso de Gran Bretaña se tacha de racistas y xenófobos a quienes votaron a favor del Brexit por el rechazo a los inmigrantes polacos. Pero antes de hacer ningún tipo de juicio de valor habría que ver si Gran Bretaña ha contribuido, de algún modo, a que los polacos tuviesen que emigrar o si, por el contrario, hay que exigir responsabilidades al gobierno de Polonia que, con sus políticas económicas, mandó a tres millones de personas a buscar trabajo en otro país. La Unión Europea es muy estricta con los déficits fiscales. Pero no parece darse cuenta del efecto desestabilizador que la política polaca ha tenido en Europa.
Que llegue a tu país una oleada de cientos de miles de emigrantes polacos es una experiencia traumática, especialmente en momentos de crisis. Obviamente hay datos que ponen de manifiesto que los inmigrantes dan más de lo que reciben. El valor de los impuestos que pagan y de la riqueza que generan es superior al coste de los beneficios sociales que perciben. Los contrarios al Brexit difundieron las cifras, pero muchos ciudadanos británicos parecieron ser impermeables a ese argumento. Y es comprensible: a quienes se encontraban en las salas de espera de los abarrotados servicios de salud pública era a los polacos, especialmente en las zonas más humildes. Con quienes tenían que competir para lograr determinadas prestaciones era… con los polacos. Un londinense de clase media podría no entrar en conflicto nunca con un inmigrante. Pero otra cosa muy distinta era ser un británico pobre en una ciudad en decadencia como consecuencia de la desindustrialización. Tras años de intensos recortes presupuestarios en materia social ciertamente los servicios de salud británicos, otrora la joya de la corona, eran precarios. Y resultaba fácil hacer creer a las personas que sufrían esa precariedad, que la culpa era de los extranjeros que habían saturado el sistema de salud (y no de una política de «austeridad según para qué»).
En cualquier caso, si sólo hacen falta unos tragos para que alguien del PP revele su machismo, homofobia, racismo y autoritarismo, la situación es muy preocupante. Vox está diciendo lo que muchos españoles piensan. Les está dando confianza para saltarse lo políticamente correcto y manifestar lo que realmente sienten. Vox les da Voz (quizá el nombre del partido venga de ahí). Les permite ver que se pueden decir en público ciertas cosas y que no pasa nada. Se dan cuenta de que no están solos y de que otros, que ocupan lugares públicos y que reciben muchos votos, piensan igual que ellos y eso les envalentona.
28 /
10 /
2020