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KP

Más que un club y menos que un equipo

Una vez le preguntaron a Vicente del Bosque si quería a Ronaldo —el brasileño— en su equipo, y Del Bosque respondió: «Pero ¿hay algún entrenador en el mundo que no quiera tener a Ronaldo en su equipo?». La respuesta parecía obvia pero no lo era tanto. ¿Por qué la había formulado Del Bosque en forma interrogativa? Eso traslucía una cuestión quizá subconsciente: si tienes a Ronaldo, lo tienes que poner. Incluso cuando su alineación esté desaconsejada desde el punto de vista táctico.

Vayamos ahora a Messi: un gran futbolista, el mejor regateador que se ha visto en el fútbol. El fútbol de Messi se caracterizaba por regatear a toda velocidad a un defensa tras otro: era imparable; feo, pero efectivo como nadie; y como venía de La Masía la hinchada culé lo elevó a mito. Con él tuvo el icono que necesitaba desde Cruyff. Y mientras Messi conservó su agilidad, su rapidez y su independencia de lo que hicieran los colegas las victorias estaban cantadas.

Ser un icono da poder en un club; no sólo dinero. Messi tuvo problemas con el entrenador Luis Enrique hasta que éste se convenció de que era a la vez un bien y un mal necesario; Luis Enrique, inteligentemente, acabó abandonando su puesto técnico sin dar más explicación que el cansancio. Eso habría debido obligar a reflexionar a los directivos, pero deportivamente las cosas habían ido tan bien que seguramente pensaron más en los dineros. Empezó a haber grupitos en el vestuario, una de las peores cosas que pueden pasar. También se fue Zubizarreta (le echaron, y tiene un mal fario con el Barça si se recuerda la ignominiosa salida como jugador que le impusieron Cruyff, otro divo, y el club); el Barça empezó a fichar como pollo sin cabeza: buenos jugadores que no modificaban el problema deportivo planteado. Que no era sino el siguiente: con Messi, y portero aparte, el Barça atacaba con 10 y defendía primero con 9 y al final con 8, y además, sin la conjunción astral de Iniesta y Xavi, el centro del campo ya era no lo que había sido. Tampoco la defensa, con algún intocable por amigo de Messi. El cual Messi era cada vez menos Messi (lo disimulaba tatuándose cada vez más). En los últimos tiempos necesitaba un ayudante arriba —los años no pasan en vano para nadie—, y de ahí la asociación con el uruguayo. Ninguno de los dos baja, defiende. Messi también tenía sus preferencias para el medio campo, y por ellas ha sido sacrificado Rakitic, de lo mejor que le quedaba al Barça como en el Sevilla se verá. Las preferencias de un primer capitán que dividía al vestuario y además se ha negado siempre a admitir su parte de culpa en los resultados no pudieron ser combatidas por unos entrenadores como Valverde y Setién que ganaban muchísimo menos que él y que para la directiva eran menos importantes que el divo. Ahora se recurre a Koeman, aquel defensa que saltaba con el codo preparado para darle en la cara al delantero si no lo veía el árbitro, cuyo mérito principal es haberle regalado al Barça con un golito una de sus escasas copas de Europa. Y Koeman, el Señor nos pille confesados, quiere tener a Messi.

Veamos: Messi es un gambetero que ha perdido velocidad y necesita ayuda y por eso le daba el último pase al socio uruguayo, pero no es un jugador que juegue para el equipo. Jugar para el equipo es lo que hacían otros: Di Stefano, sobre todo; era llamado la Saeta Rubia por la velocidad con que pasaba del ataque a la defensa al otro lado del campo. También lo era Kubala, o Laudrup, o Cruyff; jugadores que hacían mejores, mucho mejores, a sus equipos. Romario era como Messi pero menos: era letal pero no ayudaba. Y resulta que el fútbol de ahora es verdaderamente un juego de equipo. Un equipo solidario capaz de emplear diversas tácticas según el contrario y las circunstancias. A veces los divos estorban.

En el fútbol cuentan la grada y los dineros. La grada es por naturaleza irreflexiva —por algo va al estadio—; hoy seguramente está dividida pero no quiere perder a Messi. Tampoco quiere —¡ay!— que envejezca. Del lado de los dineros, en el fútbol gran espectáculo del negocio televisivo, las cosas se complican. En primer lugar se producen pérdidas de sabiduría y códigos de honor deportivos. Por ejemplo: ahora los comentaristas llaman blocar a lo que son simples paradas del portero (ignoran que blocar es apresar el balón el portero con las manos y los brazos apoyándolo sobre el vientre). Y los porteros raramente blocan, porque eso es duro, y prefieren echar la pelota al suelo (invento de Arconada). Hoy los goles de penalty son celebrados como si fueran goles auténticos, cuando el lanzador lo tiene todo de su parte y el verdadero mérito corresponde al portero que logra parar uno; antes ni se celebraban, pero se aplaudía al portero, local o visitante, si paraba el penalty. El código que manda echar el balón fuera para atender al caído del equipo contrario ya ni se observa; es el árbitro quien detiene el juego: así los jugadores no han de temer críticas de directivas o entrenadores resultadistas. Tampoco se observa el canon de lanzar el balón fuera si el penalty a favor es manifiestamente injusto. Algunas aficiones se pierden el respeto unas a otras. La deportividad se evapora con la lluvia de dinero. Idolos funcionalmente analfabetos —pero iconos, imágenes— son llamados a opinar en los media sobre lo divino y lo humano. Las directivas de los clubs, antes formadas por gentes ansiosas de prestigio en el microcosmos futbolero, han sido sustituidas por aficionados con dinero y por tanto ávidos por conseguir más, no necesariamente para el club. El Fisco (los fiscos, si hay extranjeros de por medio) les ronda a ellos, a los jugadores y a los intermediarios (una figura relativamente reciente que personifica el negocio). Con toda la razón, aunque para un público que considera normal engañar a Hacienda eso sólo tiene importancia si te pillan.

La actual dirección del Barça será un yogur caducado antes de que termine la temporada. Es prácticamente imposible que renueve el actual y autoacreditado presidente. Éste no ha dejado irse a Messi porque ningún presidente del Barça puede hacerlo: a esto hemos llegado. A primera vista, parece que se ha equivocado: Messi es cada vez menos Messi y se hubiera podido obtener por él buenos dineros todavía ahora, pero no cuando expire su contrato. Quizá la directiva entrante pretenda renovar a Messi —pero eso es dudoso si quiere que el Barça vuelva a competir con los más grandes—, y éste acepte, para que todo acabe no mucho después como el rosario de la aurora. O tal vez el divo prefiera irse a China, pues cuando se ha empezado a ganar mucho dinero siempre se pretende, insaciablemente, mucho más. O a Quatar, una dictadura inmunda que les ha parecido atractiva a Guardiola y a Xavi.

El Barça de los años cincuenta (Ramallets; Seguer, Biosca, Segarra; Gonzalvo, Bosch; Basora, César, Kubala, Moreno y Manchón) fue el equipo —sobre todo Kubala— que llevó a construir el Camp Nou. Entonces el Barça era un club integrador: atraía tanto a burgueses con alma de la Lliga, con los textileros en la directiva, cuanto a proletarios autóctonos y no. Vázquez Montalbán, el intelectual pecador que elevó su ilusión infantil por aquel equipo a valorar el fútbol gramscianamente como hecho cultural-popular, siendo él mismo xarnego e hijo de xarnegos, es representativo de esa capacidad de integración que el Barça tuvo. Pero que ya no tiene (y quizá nunca vuelva a tener), al haberse decantado parcialmente por el independentismo —pese a jugar el 1 de octubre de marras contra lo que pedían los indepes—, con una de sus más preclaras inteligencias (futbolísticamente hablando, claro), Guardiola, de vocero, y con un claro aspirante a presidente de ideas independentistas. En una sociedad dividida. Los jugadores del Barça han de gritar por los micros «¡Visca Catalunya!» —salvo Iniesta, que en su día tuvo el relativo valor de entonar para casa un «¡Viva Fuentealbilla!». Entre todos han convertido de verdad al Barça en lo que pretendía ser: más que un club, pero de otra manera, o sea: un verdadero curiosum social; una anécdota curiosa de la historia.

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2020

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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