¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
El Lobo Feroz
Federación de cocinas
Cuando se habla de cultura, la gente, educada por los periodistas, piensa en literatura y obras de arte de cualquier tipo. Cierto: cualquier obra de arte es cultura. La cultura, sin embargo, en su función social más importante, debe examinarse a partir de sus elementos básicos, menos periodísticos. Uno de ellos es la lengua. Otro la cocina. La cocina es una creación cultural probablemente tan antigua y desde luego tan básica como el lenguaje, y la creación histórico-social de los distintos grupos humanos se manifiesta en sus diferentes variantes. Así las cosas, ¿por qué no examinar eso que tanto preocupa a gente obnubilada, «el ser de España», desde un punto de vista que se centre en sus cocinas?
Ciertamente, lo primero que salta a la vista, o asalta el paladar, es la variedad cultural de la llamada en abstracto «cocina española». Pero es evidente que esa variedad tiene en común cuando menos el jamón y la tortilla de patata. Veremos más adelante el calado de esta apreciación. Para empezar, podemos paladear las cocinas del Levante. Se lleva la palma Alicante con sus exquisitos arroces y guisos de pescado; más al norte, Valencia, con sus paellas, se diferencia de Alicante por una cuestión de calidad, de grado, no exactamente de ingredientes; tal vez pueda verse como una variedad dialectal de la cocina alicantina (de la misma manera que de algún modo castellano y catalán fueron variedades dialectales del latín). Lo que llamamos aquí cocinas del Levante difiere notablemente de la cocina catalana, con su pan con tomate, sus galtes de porc amb llanegues, su conejo con all i oli, y sus platillos ampurdaneses de hibridación francesa (su sopa de ceba es una copia avarienta de la soupe à l’oignon) [*]. Aragón se puede caracterizar por sus ternascos, su cordero y por sus migas aragonesas, muy diferentes de las más bien ascéticas migas de pastor extremeñas. La cocina navarra está basada en la exquisitez de sus verduras, en sus cochifritos y su calderete, y emparenta —pero difiere claramente de ella— con la cocina vasca, donde reinan, simplificando muchísimo, la merluza frita y el bacalao al pil pil.
Punto y aparte porque me temo que el lector está empezando a salivar.
Pasemos a la Vieja Castilla, con sus excelentes sopas y los inventos extraordinarios de la sopa de ajo y las gambas con gabardina; en Castilla hay mucha variedad, pues es obligado tomar en consideración sus asados, sus lechazos, sus cochinillos segovianos, el cocido y los callos madrileños; y, ascendiendo hacia León, nos encontraremos con una estupenda chacinería y las variedades culinarias maragata y del Bierzo. En general a los viejos reinos de León y de Castilla les van los cocidos.
¿Qué decir de la gastronomía asturiana? Está la sidra, para acompañarlo todo, e inventos de un país de currantes en minas y acerías: patatas o cebollas rellenas, quesos azules, fabadas, la particular variedad de sus cocidos, y el pescado azul en la costa, para que sus chiquillos crezcan elásticos y sin grasa. El refinado trato a la sardina y a la anchoa es propio de Cantabria, aunque no exclusivamente.
Para no eternizarme renuncio a ser exhaustivo, pero no puedo dejar de mencionar la cocina del marisco, del pulpo y de la carne en Galicia, ni detenerme en la inventiva cocina andaluza de maridaje árabe: su gazpacho, su salmorejo cordobés, sus fritos, en especial el de la berenjena en Córdoba, el pescaíto frito, los pestiños. De Extremadura hay que recordar las perdices en escabeche y los garbanzos; de Mallorca, las calderetas; de Canarias, las papas arrugás, el sancocho canario… Y todo esto sin contar con cocinas estrictamente locales, como las de Salamanca, Murcia, Málaga…
Tras este larguísimo exordio podemos empezar a hablar más sociopolíticamente de la cocina española. Lo primero que salta a la vista es que, aunque parcialmente, la cocina italiana de pasta y pizza se ha incorporado a ella [**]. Los spaguetti han convertido en obsoletos los fideos a la cazuela tradicionales —es una lástima que este plato haya desaparecido de los restaurantes—. Y, sin integrarse afortunadamente en la cocina española, la barbarie norteamericana hace estragos entre los jóvenes con las hamburguesas; está claro que esa cultura del fast food no puede competir con la cocina que se hace en casa aunque haya metido el ketchup en la nevera. Esto en lo que se refiere a las importaciones recientes.
Está claro que se puede hablar de una auténtica federación de cocinas que componen lo que podemos llamar la cocina española. Una federación que se ha convertido en buena medida en hibridación. La cocina vasca del pescado, la levantina del arroz, la andaluza del pescadito, la catalana del pan con tomate, la castellana de asados y sopas y las legumbres asturianas, cántabras y leonesas se han integrado a la cocina efectivamente practicada en todo el país. También los ingredientes, gracias a los transportes rápidos y al sistema del frío industrial. Por un lado hibridación cultural, pues, y por otro federación. Habría que reflexionar con tranquilidad: si la hibridación ha sido buena para nuestra alimentación, ¿por qué ha de resultar dudosa la hibridación con las culturas de los inmigrantes? Históricamente recogimos los hojaldres de los árabes entre tantas otras cosas. Hoy, de momento, hemos añadido el cuscús y la dulcería árabe (de la que procede, vía Sicilia, la excelente pastelería catalana), el kebab pakistaní, el curry, el aguacate mexicano y al menos el arroz tres delicias de los chinos.
La intensidad con que se mantienen unidos, hibridados y generalizados los modos culturales de tratar los alimentos es imposible de deshacer. Nadie se puede independizar de los calamares a la andaluza, de la merluza a la vasca, del marisco gallego, de los arroces de toda la costa levantina de la Península ni, si me apuran, de la cultura portuguesa del bacalao. No hay en esto autodeterminación posible, como tampoco la pizza y los spaguetti tienen vuelta atrás.
El barbarismo con la comida de los jóvenes tiene que ver con su andar cortos de dinero; la extensión de la pobreza puede hacer degenerar la cocina: éste es el peligro principal. Y la conclusión de estas reflexiones es en primer lugar que en España, gastronómicamente hablando, nadie se puede autodeterminar y menos aún secesionar, pues las prácticas de las personas, en todas partes, van en sentido contrario, en el de hacer suyo lo que era ajeno; y que los problemas de este aspecto de la cultura que es la comida cocinada no son, en realidad, de especificidad, pues todo el mundo ha tomado de los otros lo que ha querido, sino de desigualdades económicas. El problema, en este asunto prepolítico que es la cocina, no es de autodeterminación, sino de desigualdad. Quod erat demonstrandum.
Ya saben, como se decía antes: que los pobres coman pan y los ricos…
[**] Parcialmente, pues también hay que aclarar que la cocina italiana es un cocina federada: muy distinta la del Véneto de la napolitana o la siciliana, riquísima en pescado esta última a diferencia de la cocina toscana… pero ésta es otra historia.
26 /
9 /
2020