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Lolo Semwá

Banderismo higiénico

Tras la primavera de clausura, llegó el verano proustiano, en el que salimos en busca del tiempo perdido después de darle duramente a las madalenas en el confinamiento. El problema fue que salimos como miuras en San Fermines y nos estampamos en la primera curva. Cuando iniciamos el período estival parecía que la nueva “normalidad” consistía en tres recomendaciones: que corra el aire, manitas quietas y limpias, y caras embozadas. Un mantra (distancia, manos, mascarilla) con el que, por ejemplo, la Generalitat de Catalunya ha decorado los atriles desde los que se ofrecen las ruedas de prensa, generando imágenes oníricas, como la del obediente Quim Torra a punto de conseguir predicar con el ejemplo (mascarilla puesta, manos casi inmóviles —presumimos que limpias—, pero demasiado cerca del micro).

No había llegado agosto y, ante las actitudes levantiscas de la población y a falta de una mejor estrategia entre la clase política, las recomendaciones ya se habían sustituido por la obligación de llevar mascarilla en lugares públicos, consolidando un fenómeno que ya se venía observando desde que la mascarilla higiénica se ha convertido en el complemento de la temporada y la ultimísima forma de expresión. Se trata del banderismo higiénico, consistente en colocar una bandera en la mascarilla, pudiendo esta última reforzar el mensaje a transmitir mediante su elaboración en los colores a defender. Por ejemplo, optarás por una tela azul sobre la que repose la Cruz de la Victoria si quieres llevar a Asturias siempre en la boca, roja carmesí con castillos arriba y coronas abajo si pretendes anunciar al mundo tu amor incondicional por Murcia, o verde militar si eres más español/a que nadie (porque, como bien sabe la gente de Vox, gran conocedora de la teoría de los colores complementarios, la bandera rojigualda se ve mucho mejor cuando el ejército o la guardia civil se encargan de enseñártela).

Qué impulsa a tanta gente a ponerse la bandera por mascarilla me resulta un misterio. Si es por la voluntad de llevar la militancia nacionalista a sus últimas consecuencias, el efecto simbólico de que la bandera te tape la boca resulta de lo más revelador. También puede ser un rasgo de reduccionismo identitario, al mismo nivel que llevar mascarilla blanca y roja con escudo para demostrar un profundo compromiso con el Rayo Vallecano. Aunque a ratos da la sensación de que hay personas que están convencidas de que el orgullo de ser un determinado lugar las protegerá del coronavirus como por ensalmo. Sea como sea, gracias a la profusión de tales mascarillas y al turismo interno, la nostalgia por la “vieja normalidad” ha sido más llevadera: con tantas banderas decorando las calles, solo ha faltado la música para acabar de montar una verbena estival.

26 /

8 /

2020

La diferencia fundamental [de la cultura obrera] con la cultura de los intelectuales que tan odiosa me resultaba es el principio de modestia. El militante obrero, el representante obrero, aunque sea culto, es modesto porque, se podría decir, reconoce que existe la muerte, como la reconoce el pueblo. El pueblo sabe que uno muere. El intelectual es una especie de cretino grandilocuente que se empeña en no morirse, es un tipo que no se ha enterado que uno muere, e intenta ser célebre, hacerse un nombre, destacar… esas gilipolleces del intelectual que son el trasunto ideal de su pertenencia a la clase dominante.

Manuel Sacristán Luzón
M.A.R.X, p. 59

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