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Rafael Poch

El aniversario de una lección que la humanidad no aprendió

Hace 75 años Hiroshima anunció el inicio de la capacidad humana de destruir
toda vida en el planeta. De las 350.000 personas que se encontraban
allí el 6 de agosto, 140.000 habían muerto en diciembre.

A las 08:15 del 6 de agosto de 1945, un bombardero B-29, de un grupo de tres “fortalezas volantes” que navegaban a 8.500 metros de altura, lanzó una bomba sobre Hiroshima. Los aviones habían despegado seis horas y media antes, en plena noche, de la isla de Tinian, al lado de Guam, a 2.700 kilómetros al sureste de Japón. La bomba llevaba el inocente nombre de “Little Boy”, medía tres metros de largo y 0,7 de ancho. Su peso era de cuatro toneladas. Explotó a 590 metros de altura, liberando una energía equivalente a la explosión de 13.000 toneladas de TNT, es decir la capacidad convencional de bombardeo de 2.000 aparatos B-29. La bomba tuvo tres efectos mortales: calor, explosión y radiación.

En el momento de la explosión se creó, en su epicentro aéreo, una bola de fuego de centenares de miles de grados centígrados. Tres décimas de segundo después, la temperatura en el hipocentro (el punto situado en el suelo directamente bajo el epicentro) ascendió a 3.000 o 4.000 grados. Entre tres y diez segundos después de la explosión, esa enorme emisión de calor mató a quienes estuvieron expuestos a ella en el radio de un kilómetro, quemándolos y destrozando sus órganos internos. En un radio de 3,5 kilómetros la gente también se quemó; la madera de las casas, los árboles y los vestidos prendían.

La onda expansiva de la explosión fue devastadora. A 1,3 kilómetros del hipocentro, registró una fuerza de siete toneladas por metro cuadrado y generó un huracán de 120 kilómetros por segundo. Ese viento huracanado llegó hasta once kilómetros de distancia. La onda desnudó a la gente, arrancó las tiras de su piel quemada, fracturó los órganos internos de algunas víctimas y clavó en sus cuerpos fragmentos de vidrios y otros escombros. En un radio de tres kilómetros, el 90% de los edificios fueron completamente destruidos o se desmoronaron. En total 76.327 edificios, de madera o cemento.

A los ocho minutos, una columna de humo, polvo y escombros se elevó hasta 9.000 metros en el cielo, creando una enorme nube con forma de hongo.

La radiación de rayos gamma y neutrones, el tercer efecto, ocasionó un amplio espectro de lesiones y enfermedades en un radio de 2,3 kilómetros. Quienes entraron en la zona en las siguientes cien horas también recibieron radiaciones gamma. Sus consecuencias a largo plazo continúan siendo hoy responsables de cánceres, leucemias y otras enfermedades

De las 350.000 personas que se encontraban en Hiroshima el 6 de agosto, en el momento de la explosión, 140.000 habían muerto ya en diciembre de 1945. En Nagasaki, bombardeada tres días después, murieron 70.000 de sus 270.000 habitantes. No todas las víctimas fueron japonesas. Entre los muertos hubo decenas de miles de coreanos y católicos. En el momento de la explosión, en Hiroshima había 50.000 coreanos, de los que 30.000 murieron. Los coreanos eran trabajadores que habían sido deportados a Japón en condiciones próximas a la esclavitud. En Nagasaki este colectivo ascendía a unos 10.000 y la mayoría murió. En Hiroshima había una comunidad jesuita, con cuatro sacerdotes, dos de los cuales sufrieron quemaduras. El padre Wilheim Kleinsorge, alemán de 38 años, era uno de ellos. Sobrevivió a la bomba y en los años cincuenta solicitó la nacionalidad japonesa y adoptó el nombre de padre Makoto Takakura. Crónicamente enfermo y siempre trabajando duro al servicio de los demás, murió en 1977. Un caso entre muchos. Entre las víctimas de Nagasaki hubo más de 8.500 católicos de los 12.000 que había en la ciudad.

En ambas ciudades, la mitad de quienes se encontraban en un radio de 1,2 kilómetros del hipocentro murieron el mismo día de la explosión. Las posibilidades de vivir entre quienes sobrevivieron al primer día dependieron de su proximidad al hipocentro y de la gravedad de sus heridas.

Relatos

Los relatos de víctimas y supervivientes son abundantes y abrumadores. En sesenta años todo se ha explicado ya, en los Apuntes de Hiroshima, del Premio Nobel Kenzaburo Oe; en los libros y relatos de brillantes periodistas laureados con el Pulitzer, como John Hersey; en la obra de historiadores y filósofos, o en los completos archivos del Museo Memorial de la Paz de Hiroshima. Todo eso convierte en redundante la búsqueda de nuevos testimonios entre los casi 300.000 “hibakusha” (afectados por la bomba) que aún quedan en Japón, 90.000 de ellos residentes en esta ciuda

Tres aspectos se repiten con gran frecuencia en sus relatos. El primero, el recuerdo de la segunda sirena de aquella luminosa mañana de agosto, que indicó, a las 07:31, el fin de la alarma aérea que había sonado 22 minutos antes. Las alarmas aéreas eran frecuentes y formaban parte de la cotidianeidad desde hacía varios meses, pero la bomba cayó cuando su sonido había pasado. Otro, es el recuerdo del fogonazo, una luz irreal, sin parangón en la naturaleza, que da lugar a descripciones de lo más variado y hasta francamente contradictorias. El tercero es la impresión de que la bomba había caído en el edificio o lugar exacto en el que el narrador se encontraba, en un impacto directo, una convicción desmentida luego con sorpresa al darse cuenta de la total devastación de todo el horizonte…

Taeko Teramae, 15 años, estudiante, trabajaba con otras compañeras de su colegio en la central de teléfonos de la ciudad, situada a 500 metros del hipocentro.

“Era una hermosa mañana, miré hacia el cielo por la ventana y vi que algo brillante descendía, cada vez era más largo y se hacía más y más brillante conforme caía. Justo cuando pensaba ¿qué será eso?, explotó en un gran resplandor. Fue tan fuerte que creí que mi cuerpo se iba a fundir. Luego el resplandor se hizo menor… y blanco. Miré a mí alrededor y escuché un enorme estruendo, como de terremoto. Entonces se hizo oscuro de repente, me encontré atrapada entre los escombros del edificio y me desmayé”.

Un joven de 21 años que se encontraba a dos kilómetros del hipocentro, explica, ya anciano, que recordar el 6 de agosto es algo “horrible”. “Hubo un flash y no podía ver nada porque el polvo y el humo cubrían mis ojos. Me preguntaba qué había pasado. Mire a mí alrededor y vi los cuarteles militares destruidos, las casas ardiendo…

Minutos después, al mirar y recorrer las calles devastadas, los relatos abundan en descripciones de gente andrajosa, con el cabello chamuscado, la piel pegada a la ropa y colgando en tiras, caminando como almas en pena, descalzos y con las plantas de los pies quemadas porque la explosión se había llevado los zapatos, o porque la suela de estos se había pegado al asfalto derretido por el calor.

“En los alrededores del Puente Tsurumi, casi todos estaban desnudos y parecían personajes salidos de una película de horror, con la piel y las carnes terriblemente quemadas y llagadas”, recuerda Miyoko Matsubara, entonces una niña de doce años. “El lugar estaba repleto de heridos. El calor era insoportable, así que me metí en el río. En el agua había mucha gente, llorando y pidiendo ayuda. La corriente arrastraba innumerables cadáveres, unos flotaban, otros se hundían. Algunos cuerpos estaban destrozados con los intestinos al aire. Era una visión horrible, pero salté al agua para salvarme del calor insoportable”.

“Vi a gente quemada, caminando por las calles sin saber a dónde ir”, explica Teramae, la estudiante de 15 años de la central telefónica. “Entre ellos, había una mujer embarazada que había dado a luz a causa del shock de la bomba. El primer llanto del hijo fue sobre el cuerpo quemado de la madre”.

“Lo más horrible que recuerdo es cómo escapé de la ciudad caminando por encima de los cadáveres”, recuerda una mujer, que entonces era una niña de ocho años. “Había gente postrada con quemaduras graves que al pasar me agarraba las piernas pidiendo agua, pero huí, abandonándolos, porque quería vivir. Desde entonces, mi vida ha sido miserable”, dice.

“Acudí al hospital de la Cruz Roja de al lado de mi casa para atender a unos parientes, al pasar una mujer me llamó, me dio un par de palillos y me pidió que retirara los papeles de periódico que cubrían su espalda”, recuerda un trabajador coreano, entonces de 17 años. “Cuando los retiré, me quedé sin palabras; estaba llena de gusanos. Me pidió que los extrajera con los palillos. No estaban allí pululando, sino que vivían en su cuerpo. No lo puedo olvidar”.

Otra niña de 15 años, recuerda que, “pocas horas después de la explosión había relámpagos y caía una lluvia negra como de chaparrón vespertino. Temíamos que hubiera otro bombardeo y corrimos a escondernos bajo los árboles. Pasamos la noche en un bosquecillo de bambú, muchos venían allí en busca de refugio, todos vomitaban. Hasta los que parecían heridos y quemados leves morían a los pocos días, lo que provocaba mi asombro”.

Un joven de 21 años que sobrevivió a un kilómetro del hipocentro explica que el día 8 le introdujeron herido en la tienda de un hospital de campaña: “Había gente con quemaduras más graves que las mías, un hombre con cristales rotos en los ojos, una persona cegada con los ojos completamente abiertos, y otros enloquecidos que gritaban cosas extrañas y temblaban. Era el mismo infierno”.

Un crimen militarmente innecesario

La mayoría de las ciudades japonesas, con la excepción de Kyoto, ya habían sido destruidas, pero Hiroshima estaba casi intacta y mucha gente creía aquel verano que nunca sería atacada. No sabían que en mayo el Comité de Política Militar de Estados Unidos había prohibido el bombardeo de media docena de ciudades seleccionadas como objetivo de “bombardeo A”, “para garantizar que los efectos de la destrucción fuesen claramente observados”.

El 25 de julio, la lista de ciudades seleccionadas se redujo a cuatro; Hiroshima, Kokura, Niigata y Nagasaki. El 2 de agosto se definió a Hiroshima como “primer objetivo”, porque se creía, falsamente, que en ella no había prisioneros de guerra aliados. La suerte de la ciudad estaba echada.

La bomba no tenía una justificación militar. La derrota de Japón era un hecho y su rendición incondicional era cuestión de pocos meses, según las estimaciones militares americanas, hoy aceptadas por la mayoría de los historiadores, pero el nuevo artefacto contenía un mensaje de poder mundial que trascendía al desafío japonés y cuyo verdadera destinatario era la Unión Soviética. El almirante William Leahy, jefe del Estado mayor del presidente Truman, escribe en sus memorias: “La utilización de esta arma bárbara en Hiroshima y Nagasaki no supuso ayuda material alguna en nuestra guerra contra Japón. Los japoneses ya habían sido vencidos y estaban dispuestos a rendirse”. Este hecho histórico no impide que en la última encuesta conocida, el 56% de los estadounidenses sigan creyendo que los bombardeos nucleares de 1945 estuvieron justificados.

Como ha explicado el periodista y escritor Greg Mitchell, la propaganda de la época hizo intervenir directamente a Truman y al general Leslie R. Groves, director del proyecto Manhattan, para descafeinar con burdas falsificaciones una película de Hollywood (The Beginning or the End, estrenada en 1947), inicialmente enfocada como reflexión crítica sobre la bomba. Muchos años después el historiador e hispanista Gabriel Jackson, observó: “El uso de la bomba atómica demostró que un presidente normal y elegido democráticamente podría usar el arma de la misma forma en que la habría usado un dictador nazi. Así, para cualquiera que se preocupe por las distinciones morales en los diferentes tipos de gobierno, Estados Unidos desdibujó la diferencia entre fascismo y democracia”.

El 13 de febrero de 1945, en Europa, más de 2.500 aviones americanos y británicos habían destruido Dresde, una gran ciudad alemana prácticamente indefensa y carente de una industria de guerra relevante, matando a 35.000 personas. Para julio de 1945, la aviación estratégica americana había bombardeado las 60 mayores ciudades japonesas, destruyendo millones de viviendas y provocando el éxodo de ocho millones de ciudadanos. EE.UU. perdió 292.000 hombres, y muy pocos civiles, en todos los escenarios de la Segunda Guerra Mundial, mucho menos que los no combatientes muertos en el bombardeo de las ciudades japonesas de la primavera-verano de 1945. En Tokio las bombas incendiarias lanzadas la noche del 9 al 10 de marzo, en una sola operación, habían convertido las calles de la ciudad en ríos de fuego matando a 100.000, hiriendo a otras 40.000 y dejando sin hogar a más de un millón. Pero lo de Hiroshima y Nagasaki era diferente, de otra naturaleza.

La mortandad de esas ciudades se logró con un solo artefacto, cuyos efectos permanecían; algunos morían al instante, otros, aparentemente ilesos o heridos leves, días, meses o años después. Y los hijos de los afectados también podían ser víctimas. Solo allí, la escala y naturaleza de la mortandad hizo pensar a las víctimas no como habitantes de una ciudad desgraciada, ni como japoneses ciudadanos de un país en guerra, sino como miembros de la especie humana.

Técnicamente, la bomba anunciaba, por primera vez en la historia, la capacidad humana de autodestrucción de toda vida en el planeta. Con el tiempo, la socialización de ese recurso en el ámbito internacional (primero Estados Unidos, luego la URSS, Inglaterra, Francia, luego China, Israel, India y Pakistán y, potencialmente, casi todos) lo cambiaba todo, tal como había predicho Albert Einstein; “El arma nuclear lo ha cambiado todo, menos la mentalidad del hombre”.

Esa reflexión inspiró a muchos en los años cincuenta y sesenta, y dejó una huella especial en Japón, pero ha sido aparentemente olvidada. La “perestroika” de Mijail Gorbachov, frecuentemente menospreciada o ridiculizada, por pura ignorancia, tenía como principal impulso ético aquel gran pensamiento einsteniano. Desde Gorbachov, nadie ha vuelto a hablar, desde posiciones de poder de primer nivel, de la abolición del arma nuclear.

Su fracaso político, que no moral, fue, por esa razón, una grave e inadvertida pérdida, que algún día habrá que recuperar. En el mundo hay 14.000 cabezas nucleares, cada una de ellas veinte veces más potentes que la bomba de Hiroshima. Oficialmente la Guerra Fría se ha acabado, pero las cosas siguen más o menos igual, en cuanto a la lógica de los arsenales y las mentalidades. Los peligros no se han reducido sino aumentado por la reiterada ruptura unilateral de los acuerdos de desarme por parte de Estados Unidos. El exsecretario de Defensa de Estados Unidos William J. Perry dijo: “Nunca había estado más temeroso de una explosión nuclear de lo que estoy ahora”.

Una ciudad espléndida

Sesenta y cinco años después, Hiroshima es una ciudad espléndida de poco más de un millón de habitantes. Su emplazamiento de 400 años de historia, sobre el delta formado por siete ríos, en un valle rodeado de montañas y protegido del mar por una serie de islas, alberga hoy una ciudad modélica que expresa muchas de las virtudes del pueblo japonés. Alrededor del lugar donde cayó la bomba, en el “Parque de la Paz”, se ha creado un lugar de recogimiento que incluye un museo ejemplar que centenares de miles de escolares visitan anualmente. “Que todas las almas que hay aquí descansen en paz”, reza la inscripción del sencillo monumento que guarda dentro de una piedra un registro con todos los nombres de las víctimas. Cada 6 de agosto, el registro se actualiza con nuevos nombres.

En agosto de 1945 Ichiro Moritaki era un profesor de la Universidad de Hiroshima. La mañana del día 6 se encontraba con sus alumnos movilizados, trabajando en los astilleros de la ciudad, a 3,7 kilómetros del hipocentro. Todo su cuerpo y rostro quedó cubierto de cristales por la explosión. Quedó ciego de un ojo, pero sobrevivió.

“Su horrible experiencia y su condición de filósofo le hicieron reflexionar y dedicar su vida a impedir la repetición de algo como aquello”, explica su hija, Haruko. Durante casi medio siglo, Moritaki, primer presidente de la Asociación de supervivientes de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, “Nihon Hidankyo”, dos veces nominada al premio Nobel de la paz, se sentó una hora en silencio cada vez que en el mundo se realizaba una prueba nuclear.

Lo hizo en 475 ocasiones, la última de ellas en julio de 1993, en vísperas de su muerte, cuando tenía 92 años. Fue uno de los padres del movimiento pacifista y antinuclear japonés, hoy de capa caída.

“Su tesis era que la humanidad debía pasar de la civilización del poder a la civilización del amor y que el ser humano no puede coexistir con la tecnología nuclear, un poco en la línea de Ghandi y Einstein”.

Después de la guerra, Japón contribuyó a un mundo viable con dos cosas muy importantes: su constitución pacifista, que prohibía a Japón meterse en guerras y mantener fuerzas armadas, y los tres principios antinucleares de 1967, no producir, no adquirir y no admitir en su territorio tales armas.

Hasta los años ochenta estos principios tuvieron un apoyo de entre el 70% y el 90% en las encuestas, pero en los últimos quince años, desde que se rompió la burbuja económica del crecimiento japonés, las cosas han cambiado, explica Haruko Moritaki, que sigue los pasos de su padre como Secretaria General de la Alianza para la abolición de las armas nucleares de Hiroshima (HANWA).

Las ideas pacifistas y antinucleares siguen teniendo un gran apoyo popular en el país, pero la derecha y los halcones locales han fortalecido claramente su dominio y están descafeinando la constitución y esos principios, a base de leyes y modificaciones, explica Moritaki, que tenía cinco años cuando la bomba estalló y padece cáncer.

“Dicen que todo aquello fue resultado de la imposición de los americanos –lo que es parte de verdad– y aprovechan la crisis de identidad que Japón atraviesa actualmente, como resultado de su declive demográfico y económico, para afirmar lo que presentan como un país normal, libre de las hipotecas derivadas de su derrota en la Segunda Guerra Mundial”. Este es el contexto de la remilitarización de Japón, que Estados Unidos fomenta en su propósito de rodear militarmente a China con un demencial escudo antimisiles (NMD), así como de la desvergonzada actitud oficial reescribiendo y embelleciendo los crímenes de guerra japoneses contra sus vecinos asiáticos, actitud simbolizada por el bochornoso santuario y museo de Yasukuni, en Tokio.

Durante años, la educación pacifista formó parte de la enseñanza en Japón. Las escuelas solicitaban charlas y visitas de las asociaciones de hibakusha para propagar su mensaje antinuclear y de paz. Desde principios de siglo, el Ministerio de Educación controla e impide eso. “En los últimos años, ni una sola escuela pública nos ha llamado para esos cursos y se nos impide el acceso, por lo que nuestra acción ha quedado reducida a universidades y escuelas privadas”, explica Moritaki.

Japón, que hace sesenta años fue la primera víctima del arma nuclear, demuestra con su actual involución que el hombre no aprendió la lección de Hiroshima. Su ambigüedad y desprecio por las víctimas de su cruel ocupación y guerra en Corea, China y Asia Oriental, demuestra que “esta nación madura, admirable y ejemplar en tantas cosas, es absolutamente inmadura e infantil en su política exterior”, dice el exdiplomático australiano Gregory Clark, cuarenta años residente en Japón. Unida al azuzamiento del complicado régimen norcoreano y del independentismo taiwanés, dos políticas diseñadas en Washington, todo eso está incubando una seria crisis en Asia.

 

[Fuente: Ctxt]

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La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
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