Skip to content

Josep Granados

Las limitaciones del derecho frente al problema del racismo

 

El pasado día 25 de mayo George Floyd era asesinado por el agente de policía Derek Chauvin en la ciudad estadounidense de Minneapolis. Las imágenes grabadas por un ciudadano con su teléfono móvil han dado la vuelta al mundo y las muestras de indignación y repudio contra el asesinato han sido unánimes. Evidentemente, nadie en su sano juicio y con un mínimo de sentido común no puede dejar de horrorizarse con las imágenes de un hombre que sin oponer resistencia muere asfixiado mientras pide por favor que le dejen respirar. 

De la grabación no se desprende que se profiriera ningún tipo de insulto racista, pero mayoritariamente la opinión pública (expresada en televisiones, radios, periódicos y demás medios de comunicación) ha entendido que el asesinato es un acto de racismo. George Floyd era afroamericano y la abundante historia de muertes y brutales agresiones contra la población negra perpetradas por agentes de policía en EE.UU. no deja lugar a dudas respecto a la conexión entre estas acciones y el color de piel de quien las sufre. En consecuencia, el asesinato ha generado importantes protestas contra el racismo policial tanto dentro como fuera de los EE.UU. Aún así, en este caso las reflexiones no han sido absolutamente unánimes. El mismo presidente Trump no concibe (o así lo manifiesta) que la actuación policial del agente Chauvin presente tintes racistas. Su postura debe ser compartida por millones de estadounidenses que le permitieron ocupar la presidencia de los Estados Unidos y que están dispuestos a votarlo de nuevo en las próximas elecciones (aunque se presume que en menor medida que en 2016). Del mismo modo, muchos de los que reconocen el carácter racista del hecho se han referido a la actuación del agente como un caso puntual que no puede utilizarse para valorar a la policía en su conjunto como racista.

Pero la realidad nos coloca de nuevo a todos ante el espejo. El día 12 de junio Rayshard Brooks era asesinado a tiros por agentes de policía en la ciudad de Atlanta después de que se quedara dormido en su coche en el aparcamiento de un restaurante. Brooks era también afroamericano.

Ahora bien, más allá de mostrar nuestro repudio e indignación, parece necesario llevar a cabo una reflexión más compleja sobre estos hechos. Y resulta especialmente importante, como apunta la filósofa brasileña Djamila Ribeiro [1], que este ejercicio sea realizado de acuerdo con el espacio social, económico, político y cultural que ocupamos, siendo por tanto conscientes del lugar desde donde reflexionamos y del tipo de repercusión que pueden tener estas reflexiones. Resulta evidente, y necesario, que nuestras reflexiones, conclusiones y respuestas al problema planteado han de ser específicas y no pueden pretender apropiarse de otras que no nos pertenecen y que nos llevan a formas de intervención ineficaces de acuerdo con el espacio social que ocupamos, por estar más relacionadas con lo políticamente correcto que con una propuesta real de diálogo. Evidentemente, me refiero a cómo el debate que rodea la cuestión racial interpela a la población blanca que repudia los actos racistas, y en concreto de racismo policial, y hasta dónde se está dispuesto a llegar en un proceso de reflexión que conduzca positivamente a identificar las responsabilidades reales del problema.

Un buen punto de partida pueden ser las palabras de los familiares de Rayshard Brooks. Unas palabras que más allá de golpearnos por su contundencia deberían llevarnos a una reflexión más profunda: «La confianza en la policía está totalmente rota. La única manera de curar las heridas es a través de la imputación y condena y con un drástico cambio en la policía». «¿Cuántas manifestaciones más hasta el próximo muerto?». «No solo estamos heridos, estamos furiosos. ¿Cuándo acabará esto? No sólo pedimos justicia, pedimos un cambio»Si nos fijamos con atención en las palabras de la prima y de la sobrina de Rayshard Brooks nos daremos cuenta que manifiestan, en primer lugar, una clara falta de confianza en la policía. En segundo lugar, también una evidente apelación a los tribunales exigiendo que hagan su trabajo de forma diligente. Por último, reclaman un cambio que vaya más allá de la condena puntual de los agentes en cuestión. Para abordar estas cuestiones, trasladémoslas a nuestra realidad.

La normalidad del racismo

Respecto a la primera cuestión, hemos de ser conscientes de que el racismo en la policía no es una cuestión de manzanas podridas. Lo sería si lo valoramos a partir de las resoluciones judiciales que condenan a agentes de policía. No lo es si lo analizamos teniendo en cuenta las quejas de la población afectada. Aquí, pues, nos encontramos con la primera cuestión a la que hacer frente, y es que existe una desconfianza entre la población blanca —sea esta española o estadounidense-—respecto a la verosimilitud de las quejas vertidas por los afectados por el racismo —en sus múltiples formas—. Por lo que respecta al policial, los abusos son más recurrentes de lo que se puede llegar a pensar. El caso en Sant Feliu Sasserra, recientemente destapado por la asociación SOS Racisme Catalunya gracias a una grabación, es solamente una muestra de comportamientos violentos y explícitamente racistas ocurridos con cierta frecuencia, dada la nada menospreciable cantidad de agentes que actúan bajo el influjo de prejuicios y comportamientos racistas [2]. Wubi, un joven de origen africano, fue amenazado y vejado por agentes del cuerpo de los Mossos d’Esquadra, los cuales se dirigieron a él llamándolo «negro de mierda», «negraco de mierda», «kunta» y «mono». En un determinado momento, uno de los agentes lo amenazó diciéndole que la próxima vez que lo viera más le valdría salir corriendo «pero intenta irte muy lejos, si es más lejos que África, mejor». De la grabación se desprende que uno de los agentes había llegado a disparar su arma: «He fallado, ¿eh? Si no, te reventaba las costillas con la bala». Como era de esperar, el Jefe de los Mossos d’Esquadra, Eduard Sallent, ha manifestado que repudia los hechos acontecidos, pero —como también era previsible— ha asegurado que este tipo de episodios son «casos aislados». Tan aislados como las veces en que han podido ser grabados, podríamos añadir.

Porque el problema al que nos enfrentamos se fundamenta en la incredulidad que despiertan este tipo de denuncias tanto en la población blanca como en las instituciones y los medios de comunicación —ocupados por hombres y mujeres blancos—. Está claro que cada una de las agresiones y actitudes discriminatorias de los agentes de policía no pueden ser grabadas, mientras que la conmoción institucional y social respecto a los casos de racismo parece depender de la existencia de este tipo de pruebas irrefutables. Lo que cabe preguntar a los responsables de Interior es, pues, qué piensan hacer cuando no existan esas imágenes y grabaciones. ¿Donde aparece, en esos casos, la tarea fiscalizadora de asuntos internos? ¿Por qué la Generalitat cubre siempre a los agentes con sus servicios legales cuando se enfrentan a una denuncia judicial por racismo? Las mismas preguntas son extrapolables al Ministerio del Interior respecto a la Policía Nacional o al Ayuntamiento de Barcelona respecto a la Guardia Urbana. En este ultimo caso se riza aun más el rizo, dado que el Ayuntamiento contrata los servicios de uno de los despachos de mayor prestigio del país para auxiliar a los agentes acusados de racismo.

Por otro lado, entre la población blanca también existe una resistencia a entender que el racismo policial es estructural —es decir, que actúa sobre la base de mandatos racistas, más allá de los casos más violentos y explícitos de racismo—. La policía es uno de los instrumentos institucionales con mayor autoridad para hacer cumplir las leyes y las políticas gubernamentales, y no es casual, por un lado, que dependa jerárquicamente del Ministerio del Interior, del Departamento autonómico o de la concejalía municipal de seguridad correspondientes, órganos eminentemente políticos; y, por otro lado, que dependa también de los fiscales —sujetos también jerárquicamente a las instrucciones del Fiscal General de Estado nombrado a dedo por el gobierno de turno—, que son quienes deciden lo que debe o no debe investigar la policía. Por detrás de los cuerpos policiales hay gobiernos de todos los colores que no han discutido en ningún momento el racismo institucional que se aplica a través de la Ley de extranjería, que levantan y mantienen barreras para evitar la llegada de inmigrantes o que persiguen la venta ambulante como si de una actividad extraordinariamente nociva se tratase, por poner algunos ejemplos. Es decir, más allá de los casos más brutales, el racismo policial está siempre presente. Las paradas policiales son su mejor ejemplo [3]. La presión policial sobre la venta ambulante es otra muestra [4]. Les emplazo a escuchar a los portavoces del Sindicato Popular de Vendedores Ambulantes de Barcelona para entender todo lo que envuelve la venta ambulante y la acción gubernamental, policial y judicial en su contra.

La cotidianeidad de este racismo nos lleva a reflexionar sobre el motivo que empuja diariamente a restar importancia a las paradas policiales o a dudar de la veracidad de las denuncias de los afectados por racismo policial. Lo que nos lleva a la irremediable conclusión de que el racismo está normalizado. Cuando alguien es testigo de una identificación policial suele pensar «si lo paran algo habrá hecho» y si se denuncian actos discriminatorios se desconfía porque «el inmigrante nunca acaba de ser de fiar» o porque «algún beneficio debe querer sacar de todo esto». Y ahí es donde asoma la vertiente más cotidiana del carácter estructural del racismo, configurando como normal tanto el funcionamiento policial como la comprensión por los ciudadanos de esa particular manera de relacionarse con sus vecinos. El racismo evidentemente no es natural —como tampoco las razas—, pero está normalizado en las cabezas de la población blanca y forma parte de su forma de racionalidad. Interviene en la manera en que se entienden y practican las relaciones sociales, económicas, políticas y culturales, como demuestra claramente que en España no escandalicen los desproporcionados números sobre paradas policiales o que se aplauda la presión sobre los vendedores ambulantes. También lo revela el que se mire con recelo a los gitanos en espacios que se considera que no les son propios, ya sean físicos, como puede ser un determinado barrio, o de carácter más representativo como pueden ser los ocupados por presentadores de televisión o protagonistas de series y películas —más allá de papeles que reproducen los estigmas peyorativos—. Si se abre un poco más el objetivo, el carácter estructural del racismo se detecta también si analizamos el tipo de consumo que se lleva a cabo diariamente por parte de la ciudadanía, aun sabiéndose que determinados productos que se consumen (ropa o tecnología, por ejemplo) son el resultado de la explotación de población no blanca —población a la que se le impide entrar en nuestro país y una vez aquí es mirada con desconfianza y recelo—.

Ahondando en estas reflexiones parece adecuado citar otra realidad que reproduce el racismo a niveles similares —si no peores— a los estadounidenses, y que aporta información ilustrativa en el específico momento actual a efectos de comprender lo que significa que el racismo sea estructural. Nos referimos a la realidad brasileña. En junio de 2019, en el Seminario Nacional Brasil Sem Racismo. Povo Negro em Movimento, celebrado en Salvador de Bahía, se presentaron varios estudios sobre las diferentes áreas en las que el racismo es determinante. Se trataron aspectos relacionados con el medioambiente, el trabajo, la educación, la seguridad pública, la cultura o la economía. Ahora bien, en el actual contexto pandémico resulta interesante destacar la reflexión que se realizó en torno al ámbito sanitario: el racismo es un determinante social de la salud y de la enfermedad. La actual coyuntura lo hace evidente. ¿Quién en Brasil goza de una vivienda que haga posible el aislamiento social? ¿Quién puede dejar de trabajar durante dos o tres meses o practicar el teletrabajo? ¿Quien tiene un seguro medico que le garantice atención hospitalaria cuando sea preciso? ¿Quien tiene internet en casa para que lo niños y niñas puedan seguir estudiando virtualmente? La respuesta es evidente: la población de clase media y alta, que no por casualidad se caracteriza por su blanquitud. Por tanto, el color de piel es claramente un determinante de la salud y de la enfermedad, porque afecta a cómo accedemos al derecho a vivienda, al mercado de trabajo, a la sanidad y a la educación [5].

Para ejemplificar la influencia de la cuestión racial en la salvaguarda de la integridad física y de la vida de los brasileños podemos citar los datos más concluyentes: según los informes realizados durante los últimos años, casi el 80% de personas muertas de forma violenta en Brasil son jóvenes negros. Ningún dato puede ser más contundente y revelador que este. Pero podemos también citar otros dos ejemplos, ligados de forma más directa a la actualidad, que nos pueden permitir entender la incidencia del racismo en la salud de la población brasileña.

El primero, señalado por la antropóloga Ursula Verthein [6], parece tan trivial a primera vista como especialmente cruel si lo reflexionamos con mayor detenimiento. Mientras la pandemia proporciona a la población de clase media y alta, mayoritariamente blanca, la oportunidad  de disfrutar de la elaboración y degustación de comidas, panes y pasteles hechos en las cocinas de sus casas —por disponer de más tiempo en casa y en familia—, las poblaciones de las comunidades con alto porcentaje de afrodescendientes presentan problemas para poner un plato sobre la mesa por causa de la dificultad añadida que supone la crisis actual para quienes trabajan en la informalidad. Y, claro, si un día apetece comida de restaurante, no duden que habrá alguien que se va a exponer —tanto al virus, como a un sueldo paupérrimo, como a un trabajo informal sin ninguna garantía, como al sufrido ejercicio de afrontar en bicicleta el tránsito de las grandes ciudades brasileñas— para llevar esa comida hasta la puerta de su casa. Casi con toda seguridad, cuando abran la puerta de su casa la persona que le va entregar esa comida —o producto de cualquier índole que haya pedido— va a ser un joven negro.

Un segundo ejemplo nos lo proporciona el caso de Miguel Otávio, un niño de cinco años que murió el pasado día 2 de junio en Recife. Hijo de una trabajadora del hogar, tuvo que acompañar a su madre a trabajar al estar las escuelas cerradas por la pandemia. Durante un momento en que la madre bajó a pasear al perro de la familia para la cual trabajaba, el niño sintió añoranza y se puso a llorar, ante lo cual la dueña del apartamento, en vez de intentar calmarlo, lo mandó al ascensor y lo dejó allí, solo, sin asegurarse de que el niño se reencontrarse con su madre. Miguel tenía cinco años y estaba en la novena planta de un edificio que desconocía. El niño acabó precipitándose del noveno piso y murió en el acto. Miguel era negro, como también lo es su madre. Ambos vivían en un barrio humilde de Recife. La familia para la que trabajaba vive en uno de los barrios ricos de la ciudad y el color de su piel es blanco. El racismo estuvo presente en cada instante desde que la madre salió de casa aquella mañana y llevó al niño al trabajo por no poder dejarlo a cargo de nadie y por no poder permitirse dejar de acudir a limpiar el apartamento de la familia blanca para la que trabajaba. Por un lado, madre e hijo se expusieron al virus por causa de los condicionantes socioeconómicos que les empujaron a salir de casa esa mañana y que, como hemos visto, estaban relacionados con su color de piel. Por otro lado, el desprecio de la empleadora por la integridad física y la vida del niño solo se puede entender bajo el prisma de quien menosprecia la vida de aquel a quien considera no merecedor del mismo respeto y cuidado que sus semejantes. La empleadora, en plena crisis sanitaria, obligó a la madre de Miguel a trabajar —pudiendo optar por otras soluciones mucho más respetuosas con la trabajadora doméstica— y, estando por unos instantes a cargo del hijo de esta, actuó de forma tan irresponsable que solo es posible entender ese comportamiento como una muestra de inferiorización de la trabajadora y de su hijo.

Brasil nos muestra la cara más cruel y brutal del racismo estructural y nos demuestra que este está presente en cada uno de los actos que llevamos a cabo, sea en relación al funcionamiento de las relaciones económicas, sea en torno a nuestra comprensión de las relaciones sociales. La falta de confianza que la familia de Rayshard Brooks afirma experimentar hacia la policía es la misma falta de confianza que puede sentir hacia la población blanca cualquier integrante de los grupos sociales inferiorizados por su origen étnico o su color de piel. Una población que, desde su blanquitud, permite con su pasividad que sucedan actos como el asesinato de un hombre por haberse quedado dormido dentro de su coche en un aparcamiento, que mira con indiferencia las selectivas paradas policiales, que en tiempos de pandemia se aprovecha de los que trabajan en la informalidad, o que se estremece durante unos segundos al enterarse por televisión de la muerte de Miguel pero que cambia de canal instantes  después y no hace nada para que la realidad cambie.

Las responsabilidades del poder judicial

Pensando en posibles formas de intervención, volvamos a la segunda de las cuestiones lanzadas por los familiares de Rayshard Brooks y reflexionemos sobre el papel que tiene en todo esto la Administración de Justicia. Varias cuestiones están relacionadas con la tarea que deben desarrollar los tribunales. La primera hace referencia a la necesidad de exteriorización del racismo para que este sea detectable y condenable judicialmente. La universalización del antirracismo provoca que pocos reconozcan ser racistas o que lleguen a verbalizar sus prejuicios. Y sin exteriorización de la motivación racista, sin hechos fácticos que permitan caracterizar indubitadamente el acto como racista, no va a existir racismo para un juez, aunque los actos estén imbuidos de racismo por los cuatro costados. Consiguientemente, podemos afirmar que, desde un punto de vista técnico, los tribunales se enfrentan a obstáculos importantes para detectar el racismo, ya que el derecho es individualista, casuístico y requiere de datos fácticos y de pruebas empíricas.

La segunda cuestión hace referencia a la paradoja que plantea que, por un lado, el racismo sea estructural, y por lo tanto un elemento que construye la racionalidad para la población blanca, y por otro lado que quienes deben impartir justicia en España son en su inmensísima mayoría blancos —particularmente, como abogado no he visto ni a un solo juez o fiscal no lo fuera—. En consecuencia, cabe suponer que sus cabezas también estén construidas bajo el influjo del racismo estructural, y que éste intervenga en su capacidad de discernimiento y en su arbitrio en tanto que operadores jurídicos. Estamos hablando de jueces y fiscales que aplican la ley de extranjería y ordenan el encierro en Centros de Internamiento de Extranjeros de personas que no han cometido ningún tipo de delito. O que aplican duramente los artículos del código penal previstos para perseguir los ilícitos contra la propiedad industrial, diseñados para condenar la venta ambulante de quienes no tienen otra opción para ganarse la vida que vender prendas burdamente imitativas de las de grandes marcas. O que se nutren, para aplicar todas esas leyes racistas, de los atestados y declaraciones de los agentes de policía, que como informantes del poder judicial son el instrumento que este utiliza para saber lo que acontece en las calles. Esos mismos jueces y fiscales son los que deberían dudar de los informes elaborados por los agentes que se autoexculpan cuando son denunciados por racismo, condenándolos, en su caso, con la misma ejemplaridad con que la que a día de hoy condenan a los vendedores ambulantes.

Pero señalar que existe racismo en la policía conduce a poner en duda todo el sistema: tendría algo de autoinculpación para jueces y fiscales. Lo que explica que el derecho que debe ser aplicado contra los actos racistas —es decir, el derecho antidiscriminatorio— sea inefectivo, en la medida en que los jueces suelen dejar sin sanción a quienes lo contravienen. Y esta inefectividad, a su vez, configura la ineficacia del derecho antidiscriminatorio desde el momento en que los policías y los ciudadanos interpretan la impunidad como una carta blanca para seguir actuando de la misma forma. Inefectividad e ineficacia se retroalimentan. ¿Alguien duda que si las agresiones policiales fueran condenadas diligentemente por los tribunales casos de violencia como los sufridos por George Floyd, Rayshard Brooks o Wubi posiblemente no habrían ocurrido?

Por lo que respecta al caso que nos atañe de forma más cercana, sabemos que la denuncia de Wubi está en fase de instrucción desde hace muchos meses y la investigación judicial parece paralizada. Y eso que existe una grabación irrefutable y los agentes pueden ser perfectamente identificados. Casos tan claros como éste llevan siendo ignorados por los jueces y los fiscales de forma endémica. Esto nos puede llevar a pensar que, más allá del racismo que los actores jurídicos puedan llegar a practicar de forma menos consciente, existe también un racismo más consciente entre aquellos a los que como sociedad hemos delegado la función de impartir justicia.

El derecho antidiscriminatorio en perspectiva

La tercera cuestión que nos podemos plantear a raíz de las palabras de la familia de Rayshard Brooks hace referencia a la necesidad de un cambio que vaya más allá de la condena de los agentes en cuestión. Esto nos debe llevar a reflexionar sobre qué herramientas son las que se utilizan en mayor medida para combatir el racismo, lo que a su vez cuestiona el papel del derecho como instrumento de transformación social y la idoneidad del derecho antidiscriminatorio en particular como elemento de combate del racismo.

El derecho es, como señaló Pierre Bourdieu [7], el poder simbólico de nominación por excelencia. Leyes y decisiones judiciales son elementos que contribuyen de forma decisiva en la construcción de la realidad social. De ahí que hayamos reflexionado sobre cómo de importante sería que los tribunales condenaran los actos de racismo, sea policial o de otro tipo. Provocaría probablemente un cambio. Pero hemos visto que estas condenas son escasas (en el caso del racismo policial, casi nulas). Lo que lleva a cuestionar la eficacia real de las leyes antidiscriminatorias, la escasa coherencia entre la finalidad reparadora que declaran —sin duda eficaz ideológicamente— y el cambio real exigido por las víctimas del racismo y los movimientos antirracistas.

Conviene, entonces, preguntarse por el significado del derecho antidiscriminatorio, lo que remite a sus orígenes y desarrollo. Revisitar los inicios de la normatividad antidiscriminatoria nos traslada a los Estados Unidos durante el periodo comprendido entre los años treinta y setenta del siglo XX. Este viaje en el tiempo permite comprender que el derecho antidiscriminatorio es aquel que pretende ir más allá de la prohibición de la discriminación y procura intervenir de tal manera en la realidad social que consiga neutralizar las opresiones —o por lo menos las consecuencias de estas opresiones— sufridas por determinados grupos sociales.

Sabemos, sin embargo, que el desarrollo del derecho antidiscriminatorio ha corrido en paralelo a un tipo de actividad institucional eminentemente reactiva. El derecho antidiscriminatorio fue desde sus inicios la respuesta institucional a las estrategias y acciones de protesta de los movimientos de resistencia negros. Por lo tanto, se configura como la traducción institucional, específicamente jurídica, de las reivindicaciones de grupos históricamente minorados, en este caso los afroamericanos. El derecho antidiscriminatorio ha sido conquistado por la presión ejercida sobre las instituciones. Ahora bien, debemos pensar hasta dónde éstas han estado dispuestas a llegar en las cesiones realizadas a favor de los cambios sociales.  Como señaló E. P. Thompson [8], se trata de una cesión que las instituciones que ostentan el poder precisan realizar en determinadas ocasiones para legitimarse y legitimar el proyecto que representan, pareciendo que toman decisiones justas —o tomándolas realmente— en beneficio de aquellos colectivos históricamente sometidos a dicho proyecto. De esta forma, los movimientos de reivindicación han conseguido parte de sus propósitos y avanzar realmente en favor de la igualdad. Pero puede que no de la mejor manera o a la velocidad necesaria.

Complementariamente, la no homogeneidad de los movimientos de reivindicación también ha podido tener que ver en el tipo de relación establecida entre las instituciones y los distintos actores sociales. En el caso de los movimientos afroamericanos su heterogeneidad es históricamente conocida, y de sus diferentes relaciones con las instituciones podemos aprender mucho sobre las finalidades de las concesiones institucionales materializadas en normas antidiscriminatorias. Si observamos lo acontecido durante los años cincuenta, sesenta y setenta, vemos que el movimiento en favor de los derechos civiles (representado icónicamente por figuras como Rosa Parks o Martin Luther King) fue una experiencia completamente disruptiva. Con sus acciones directas de resistencia pacífica fue capaz de impulsar la creación de una política nacional que derogase las leyes segregacionistas y discriminatorias. Y se hicieron a través de un movimiento que revertió el sentido histórico de la criminalización adjudicada a los negros en Estados Unidos a través de los Slaves Codes, los Black Codes y las leyes Jim Crow.

Como señala la jurista Michelle Alexander [9], los activistas fueron capaces de hacer del encarcelamiento algo noble, situándose en una posición moral y política que obligó a las instituciones a negociar los cambios necesarios para corregir las leyes segregacionistas y discriminatorias norteamericanas. Con esas concesiones, se consiguió pacificar el conflicto. Ahora bien, es interesante no perder de vista que mientras los presidentes Kennedy y Johnson elaboraban y aprobaban la Ley de los derechos civiles de 1964 —considerada como la primera gran ley antidiscriminatoria de la historia— había en Estados Unidos otros movimientos de reivindicación aún más revolucionarios. Mientras se legitimaba institucionalmente el movimiento de King, se demonizaba el movimiento Black Power —por citar al más conocido—, formado por nacionalistas y comunistas negros que defendían una critica mucho más peligrosa para el status quo estadounidense (y mundial), al culpar de forma mucho más explícita al capitalismo (como sistema creado, construido y sustentado sobre el racismo) del sometimiento de la población negra. La radicalidad de sus líderes (entre ellos la todavía muy activa Angela Davis) ponía en mayores dificultades al poder institucional que el movimiento encabezado por King, el cual, aun siendo revolucionario en muchos sentidos, proponía soluciones enmarcables en el reformismo —en la medida en que no dejaba de moverse dentro de los esquemas de pensamiento liberal norteamericano—.

Toda la esperanza que generó la aprobación de la ley en 1964 fue proporcional a la frustración posterior, una vez se comprobó que las condiciones de vida de los afroamericanos no progresaban y la discriminación seguía afectando a su cotidianidad. Esta frustración se materializó en protestas violentas en distintos barrios negros durante los años siguientes a la aprobación de la ley de derechos civiles. El movimiento Black Power creció. Pero las instituciones no estuvieron dispuestas en este caso a ceder en relación a medidas que afectarían el modelo económico y social de los Estados Unidos: ahí no hubo negociación. Para combatir esas protestas y el rearme del movimiento negro alrededor del Black Power, el presidente Nixon inició la campaña Ley y Orden, que fue ejecutada violentamente por el presidente Reagan, también impulsor la llamada Guerra contra las Drogas. Todas ellas estrategias —como años después han reconocido los mismos asesores de los citados presidentes— para desestabilizar encubiertamente a los movimientos negro y antibelicista. El presidente republicano Bush continuó con esas políticas, así como su hijo años después. Pero el demócrata Clinton también las aplicó, siendo muy activo en el maltrato a la población negra al aprobar leyes que penalizaban exageradamente conductas relacionadas con el consumo del crack (la droga predominante en barrios negros), en contraste con el trato que se continuaba prestando política y jurídicamente al consumo de cocaína (la droga más relacionada a la población blanca). Obama, pudo representar una oportunidad de cambio, pero la realidad nos señala que en ocho años de presidencia las condiciones de vida de los afroamericanos mejoraron poco o nada. Por fin, la actualidad consigue empeorar lo vivido durante los últimos cincuenta años, ya que el actual presidente utraderechista Trump (como Bolsonaro en Brasil) se limita a echar arena sobre el trato criminal hacia la población negra y sobre una realidad demoledora en relación a las condiciones de vida de los afrodescendientes. 

La experiencia estadounidense, que vio nacer el derecho antidiscriminatorio posteriormente introducido en las normativas europeas, nos revela que este tipo de normatividad surge como una reacción de las instituciones a la protesta y a la reivindicación. Pero también que la reacción institucional está calculada para permitir cambios que no vayan más allá de lo que no se está dispuesto a ceder. Si conectamos esto con la capacidad de pacificación que caracteriza el derecho antidiscriminatorio, tenemos un importante campo para reflexionar. Esencialmente sobre el posible carácter falaz de este tipo de normatividad, en vista de los condicionantes estructurales que la hacen ineficaz en la práctica. Técnicamente, es un derecho que solo permite abordar un pequeño porcentaje de la realidad racista (la que se manifiesta de forma más explícita) y que no detecta el racismo que se desarrolla de forma menos descarada y que es mayoritario. Además, se ha visto también cómo los tribunales tienen dificultades para condenar los escasos episodios que llegan a su conocimiento, aunque registren pruebas concluyentes. De lo que cabe concluir que, aunque han sido creados instrumentos para abordar el racismo, la función que esencialmente cumple la normativa actual es la de neutralizar la reivindicación y otorgar una especie de falsa seguridad.

Un derecho que por naturaleza es de intervención casuística, que trata de individualizar el conflicto y que atribuye tanto poder de determinación a unos tribunales poco propensos a su aplicación no parece el mejor instrumento para erradicar el racismo. Un derecho que fragmenta nuestra comprensión sobre la opresión que se ejerce contra los grupos históricamente discriminados no puede ser capaz de identificar las dimensiones económica, política, social y cultural necesarias para la solución del conflicto, y de actuar sobre ellas.

En conclusión, respondiendo a las cuestiones planteadas por los familiares de Rayshard Brooks, un cambio verdadero debe pasar efectivamente por la condena judicial de los policías. Posiblemente también por expresar nuestra solidaridad, empatía e implicación en la protesta. Pero lo que parece aun más necesario es ir más allá y pensar en un cambio radical de los pilares que sustentan las condiciones de vida de la población blanca, que se ha construido sobre la base del sufrimiento de seres humanos a los que históricamente se ha reducido a una naturaleza infrahumana, como si — tal como señala el filósofo camerunés Achille Mbembe [10]— de cosas, objetos o mercancías se tratara.

¿Que puede hacer la población blanca para abordar la cuestión racial de forma más eficaz? La respuesta no es sencilla de digerir. Puede, como hace ahora, llevar a cabo acciones que no les comprometan —mediante el tuit y la compra de la camiseta con el lema Black Lives Matter—. Puede pensar también que el derecho se va a encargar de solucionarlo todo. Pero ninguna de estas opciones ha sido demasiado eficaz por ahora. Otra opción más incisiva, en cambio, está vinculada a un ejercicio de autocuestionamiento, a repensar el nivel de vida del que se goza y en qué se sustenta, en qué los méritos reales  y sobre qué cuerpos está construido ese bienestar. Esto significa pensar el racismo no sólo como un problema de policías perturbados, sino como un problema del que es responsable la población blanca en general y que atañe a dimensiones sociales, culturales, políticas y, especialmente, económicas de esta población.

Dejarlo todo en manos del derecho antidiscriminatorio es una forma de mirar a otro lado.

 

Fuentes

[1] Ribeiro, Djamila. O que é lugar de fala. Letramento, Belo Horizonte, 2017.

[2] Según los datos publicados por la asociación SOS Racisme Catalunya en el Informe sobre el estado del racismo en Catalunya de 2019, el 15% de los casos atendidos durante el año pasado fueron relativos a violencias racistas perpetradas por agentes de policía

[3] La existencia de identificaciones por perfil étnico en el España resta documentada en múltiples informes. Uno de los más recientes fue el realizado en 2018 por la plataforma de entidades Pareu de Parar-me, titulado L’aparença no és motiu. Identificacions policials per perfil ètnic a Catalunya. Informe 2018. También García Añón publicó en 2013 Identificación policial por perfil étnico en España, un completo trabajo que constata y analiza la existencia de este tipo de prácticas discriminatorias por parte de los cuerpos de seguridad. A nivel institucional, la Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia (ECRI) expresó en 2011 su preocupación por los reiterados informes sobre el constante aumento de los controles de identidad que se llevan a cabo en barrios en los que existe una fuerte concentración de extranjeros (Cuarto Informe sobre España, de 8 de febrero de 2011, parágrafo 201). También en el mes de abril del mismo año el Comité pera la Eliminación de la Discriminación Racial de la ONU (CERD) instó al Estado español a tomar medidas efectivas para erradicar la práctica de controles de identificación basados en perfiles étnicos y raciales («Observaciones finales», Documento CERD/C/ESP/CO/18-20, 8 de abril de 2011, parágrafo 10).

[4] Según el Informe sobre el estado del racismo en Catalunya del año 2017 publicado por la asociación SOS Racisme Catalunya, «el número de casos atendidos por el Servicio de Atención y Denuncia para Víctimas de Racismo y Xenofobia (SAiD) que hacen referencia a agresiones contra vendedores ambulantes por parte de agentes de policía han aumentado en los últimos años» (Sos Racisme Catalunya, 2017, p. 15). En este sentido, en el diagnóstico llevado a cabo por la asociación está constantemente presente la violencia sufrida por los vendedores ambulantes: «para SOS Racisme es importante dar a conocer que los y las vendedoras ambulantes sufren racismo. Y sufren abusos: en 2015, el 15% de las denuncias por racismo recibidas en el Servicio de Atención y Denuncia fueron de vendedores ambulantes» (declaración extraída de la página web de la asociación: http://www.sosracisme.org/campanyes/venda-ambulant).

[5] Estas conclusiones vienen siendo confirmadas por múltiples informes. En el contexto actual destaca el relativo al Índice Socioeconômico do Contexto Geográfico para Estudos em Saúde (GeoSES), que resume las principales dimensiones socioeconómicas con fines de investigación, evaluación y seguimiento de las desigualdades en salud en Brasil, creado por investigadores de la Universidade de São Paulo y el Hospital Albert Einstein de la ciudad paulista, en colaboración con el Programa de Apoio ao Desenvolvimento Institucional do Sistema Único de Saúde (estudio publicado en la revista científica Plos One).

[6] Según su presentación en el Congresso Virtual da Universidade Federal da Bahía celebrada  el 26 de mayo de 2020: «Desafios para os campos da alimentação e cultura e da educação alimentar e nutricional no estado da Bahia: como pensar a segurança alimentar e nutricional em tempos de Covid-19?».

[7] Bourdieu, Pierre. Poder, derecho y clases sociales. Desclée De Brower, Bilbao, 2000.

[8] Thompson, E. P. Senhores e caçadores: a origen da lei negra. Paz e Terra, Rio de Janeiro, 1997.

[9] Alexander, Michelle. El color de la justicia. Capitán Swing, Madrid, 2014.

[10] Mbembe, Achille. Crítica da razao negra. N-1 ediçoes, Sao Paulo, 2018.

 

[Josep Granados fue abogado de SOS Racisme]

24 /

6 /

2020

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

+