La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Ramon Arnabat
Sobre metáforas y hegemonías culturales
Notas sobre crisis, guerras y viajes
En estos días de pandemia recurrimos a menudo a las metáforas y a buscar referencias en el pasado sobre lo que nos está sucediendo y las posibles salidas a la crisis sanitaria, económica y social que padecemos. Siguen a continuación unas reflexiones desde la doble perspectiva de la historia y la política.
I
Pienso que nos equivocamos utilizando la metáfora de la “guerra”, tanto para explicar la situación en la que nos encontramos, como sus causas y sus consecuencias y, por lo tanto, alternativas. Esta es la metáfora impuesta por la cultura hegemónica de los estados y del capitalismo transnacional y debemos tener mucho cuidado al replicarla, consciente o inconsciente, porque lo único que hacemos es reforzar el poder político, económico y social y la pasividad política, social y cultural.
Esta crisis no ha sido provocada por ningún conflicto armado. No hay una patria donde agarrarnos o a defender, no hay agresor o enemigo físico contra el que luchar. No hay armas por medio, a menos que pensemos que todo forma parte de la guerra bacteriológica. Además, los conflictos armados, las guerras, destruyen capacidad de producción: viviendas, fábricas, infraestructuras…, y terminan generando un gran problema de oferta, no de demanda, que es lo que, desde la ortodoxia económica, ocurrirá ahora debido al empobrecimiento de una parta importante de la población.
La metáfora de la guerra no es inocente. Está pensada y calculada. Por un lado genera miedo e inseguridad individual y colectiva: cuanto más miedo y más inseguridad social hay, más conservadores nos volvemos y más eco tienen las proclamas de la extrema derecha que nos asegura refugio y seguridad frente a los “otros”. La metáfora de la guerra también nos lleva al ejército, a la fuerza, a la centralización, a la uniformidad, a la jerarquía,… Valores que no son los más positivos ni para afrontar la crisis actual, ni para intentar transformar la sociedad.
II
Muchos pensamos que, más allá de la chispa concreta que encendió la mecha de la crisis del coronavirus, está la crisis sanitaria, económica y social que refleja la mala relación de la especie humana y del sistema económico capitalista dominante con el medio ambiente en el que vivimos, tal y como nos han explicado en diversas ocasiones y en estas mismas páginas Enric Tello y Joaquim Sempere. Y el hecho de que impacte más negativamente en unos géneros, colectivos/clases sociales y espacios geográficos que en otros, se debe principalmente a la creciente desigualdad, al empobrecimiento de grandes capas de población y al deterioro de lo público y de lo comunitario, del bien común.
Con este planteamiento parece más acertado el uso de la metáfora del “viaje”, del viaje de género humano en el espacio y en el tiempo. Ahora estamos pasando por un lugar peligroso y debemos cuidarnos y protegernos en común. Debemos redoblar los esfuerzos para no dejar a nadie atrás, ni a la infancia, ni a la vejez. La metáfora del viaje nos plantea la necesidad de colaborar y ayudarnos unos a los otros, de cooperar desde el barrio hasta el mundo, porque es la única manera de superar esta etapa. En este momento debemos anteponer los intereses colectivos a los individuales (que debemos respetar y mantener), debemos buscar la máxima igualdad y la máxima libertad, poniendo en el centro la vida de les personas y el bien común.
La metáfora del viaje también nos sirve para entender que la idea del progreso universal y unilineal no es real, que la historia de la humanidad, como ha escrito Josep Fontana, es una sucesión de cruces y que, según las decisiones que adoptamos (resultado de múltiples intereses y confrontaciones), tomamos un camino u otro que nos lleva a un lugar u a otro. Sin embargo, el camino que tomamos en cada momento histórico no es ni el único que podríamos haber tomado, ni es seguro que sea el mejor para todos.
¿Qué es un viaje sino una serie de cruces? Los seres humanos siempre estamos viajando en el espacio y en el tiempo, a pesar de que el sistema actual se plantea como un presente largo y eterno, sin pasado ni futuro. El problema es que si no tenemos pasado, no podemos pensar en el futuro. Para hacer el viaje, aunque cada encrucijada es nueva, necesitamos el pasado (historia, memoria) para que nos ayude a entender el presente donde estamos y a orientarnos en el futuro donde queremos dirigirnos. El pasado no debe decidir qué camino tomamos, sino que nos debe ayudar a decidir, porque decidir toca al presente, a los que ahora estamos aquí.
A veces, como en la Odisea de Homero, es tan o más importante el viaje, la experiencia del viaje, que el puerto de llegada. Nos lo recordaba el poeta griego Kavafis:
Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
[…]
Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues —¡con qué placer y alegría!—
a puertos nunca vistos antes.
III
Estos días de pandemia también hemos oído referencias al pasado para buscar orientaciones para la salida compartida de la crisis económica y social: Nuevo plan Marshall, New Deal, Pactos de la Moncloa…
Si compartimos que la causa de la crisis sanitaria, económica y social y sus agravantes va más allá de la Covid-19 y en ella tiene mucho que ver la degradación del medio ambiente, con la manera como producimos, distribuimos y consumimos, con la creciente desigualdad social y de género…, es evidente que “la solución” no puede pasar por la vuelta a la “normalidad”, entendida como lo que “había antes” de esta crisis, porque esta normalidad es, en gran medida, causante de la crisis que estamos sufriendo y de su impacto social y territorial desigual.
No queremos volver a la normalidad de la desigualdad, del patriarcado, de la economía expoliadora de los recursos, de la injusticia… Queremos conformar una nueva normalidad basada en la cooperación, la igualdad, la justicia, el bien común… No se trata de “recuperar”, de “reactivar” o “reconstruir” la “economía normal”. Queremos una economía que administre recursos limitados equitativamente y de forma sostenible para satisfacer necesidades ilimitadas del conjunto de la población. Se trata de producir diferente y de producir cosas diferentes, de cambiar los sistemas de distribución de la renta, de establecer una Renta Básica Universal. Y de hacerlo, como nos proponía Albert Recio en un número anterior de mientras tanto, con propuestas concretas transformadoras. Y si este es el camino que decidimos escoger, no nos sirven como referentes ni el Plan Marshall ni los Pactos de la Moncloa.
Deberíamos mirar hacia el New Deal americano (1933-1938) y hacia el Plan Attlee británico, (1945-1951), siendo muy conscientes de que son respuestas a momentos concretos de la historia: la crisis mundial de los años treinta del siglo XX y la post Segunda Guerra Mundial (1945-1951). Con todo, comparten el hecho de pensar que la salida a las respectivas crisis, sin cuestionar el capitalismo, pasaba por una mayor intervención del estado en la economía (sector público y planificación/orientación estratégica), la mejora de los ingresos y de los derechos de las clases trabajadoras y campesinas, y estado del bienestar. El New Deal es conocido y se habla mucho de él estas semanas, pero la política económica y social del gobierno laborista de 1945 es menos conocida y no se habla prácticamente de ella.
IV
El espíritu compartido de 1945 en Europa era que nadie quería volver a la normalidad de antes de la guerra: desempleo, fascismo, miseria, regímenes políticos censitarios, marginalidad de las mujeres, colonialismo… La mayoría de la población quería recuperar y consolidar la democracia y mejorar la condición de la gente. En palabras de Josep Fontana: “Avanzar hacia la máxima libertad y máxima igualdad”. Y en 1945, esto sólo era posible con una fuerte participación del Estado en la actividad económica y la planificación estratégica y una mejor redistribución de la riqueza. Idea que compartían personas de diversas tendencias políticas. Karl Mannheim planteaba que era necesario dejar atrás el laissez-faire, porque “una revolución silenciosa prepara el camino para un nuevo tipo de orden planificado”. Joseph Shumpeter decía: “parece que la opinión general es que los métodos capitalistas no serán adecuados para la tarea de la reconstrucción”. Y Clement Attlee afirmaba que “la gente necesita ciudades, parques y campos de deporte, casas, escuelas, fábricas y tiendas bien planificadas y bien construidas”.
La experiencia del gobierno laborista en Inglaterra entre 1945 y 1951, con Clément Attlee como Primer Ministro (avalado por el 48% de los votos obtenidos frente al conservador Churchill, que acababa de ganar la guerra), me parece útil hoy. No se trata de copiar, porque la historia nunca se repite, o como Marx escribió en el 18 Brumario: “Hegel dice en alguna parte que todas las modas y personajes de la historia universal aparecen, como dijimos, dos veces. Pero se olvidó de añadir: una como tragedia y la otra como farsa”.
La experiencia del gobierno laborista inglés en la postguerra mundial ha sido excelentemente explicada por Ken Loach en el documental El espíritu del 45, donde también nos cuenta cómo el neoliberalismo de la revolución conservadora de Thatcher terminó con todo esto, a partir de la afirmación de que “no hay sociedad, hay individuos”. Recordemos que la revolución conservadora se inició en la segunda mitad de los setenta y ha llegado hasta hoy, bajo la hegemonía económica, social, política y, sobre todo, cultural del capital.
El gobierno laborista, no exento de tensiones en y con el partido y los sindicatos, supo recoger las demandas generalizadas de las clases populares inglesas y formular una propuesta alternativa fundamentada en cinco ejes: la nacionalización de las industrias básicas, la minería y las infraestructuras; educación para todos y a todos los niveles; Servicio Nacional de Salud; vivienda digna para todos; y trabajo o ingresos mínimos para todas les personas. De hecho, fue en Inglaterra donde se construyó el primer estado del bienestar europeo y que proporcionó una vida mejor a la mayoría de la población: comer más y mejor, tener una vida más larga y saludable, estar mejor alojados y vestidos y poner el interés común por delante.
Si quieren profundizar en todo ello lean a Geoff Eley, Un mundo que ganar. Historia de la izquierda en Europa, 1850-2000 (Barcelona, 2003), Josep Fontana, Por el bien del Imperio (Barcelona, 2011) y Tony Judt, Postguerrra. Una historia de Europa desde 1945 (Madrid, 2006).
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2020