¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Agustín Moreno
Julio Anguita y sus combates por la Historia
Ha muerto Julio Anguita. Consternado por la noticia escribo estas notas. Julio Anguita lo ha sido todo. Alcalde de Córdoba, Secretario General del PCE, Coordinador de Izquierda Unida, diputado en Cortes… Y, no se nos olvide, sobre todo maestro, profesión a la que regresó después de dejar la política voluntariamente. Esa fue otra lección de modos que nos dio, así como la de renunciar a la pensión máxima del Congreso y cobrar sólo la de profesor. Le tenemos que agradecer muchas cosas, una de las primeras, aquella frase que nos hizo entender que estábamos en democracia: “Usted no es mi obispo, pero yo sí soy su alcalde”. Julio, te has ido, pero nos dejas tu ejemplo de dignidad y compromiso.
Julio era una máquina de pensar, analizar y proponer estrategias, alternativas, programas concretos, sin ninguna concesión a la galería. Le gustaba escribir y, sobre todo, tenía cosas que decir. Por eso, sus libros eran una especie de prontuario para los militantes de izquierdas. En ellos, abundaba con naturalidad en los principios esenciales, reivindicaba la lucidez, el conocimiento, la responsabilidad de formarse, de saber tanto como los poderosos para poder transformar el mundo en el que vivimos. Planteaba, siempre, la necesidad de la reflexión y del debate sereno y libre, el análisis de la realidad, y la apuesta por los hechos (praxis marxista) más que por las palabras. Nos enseñaba cómo vacunarnos de los halagos y sus peligros, cómo atravesar el desierto sin sufrir el desaliento.
Cada carta que escribía era una batalla política, estuvieran dirigidas al obispo de Córdoba, a Felipe González o a José María Aznar. Cada discurso era un programa, sus intervenciones parlamentarias eran brillantes y contundentes. Conocía el valor de la propuesta, y que un pensamiento, cuando la gente lo hace suyo, se convierte en una fuerza irresistible de cambio. De ahí que insistiera tanto en el “programa-programa”. Tenía una visión positiva de la política porque, como él mismo venía a decir, ni la historia se acaba ni el mundo se para, ni los disparates permanecen mucho tiempo sin que nadie los cuestione y se enfrente a ellos.
Le gustaba mucho la Historia y lo mismo citaba a Teodorico, que a la Córdoba califal, a Galileo, a la Santa Alianza del Congreso de Viena, la crisis de 98 y, por supuesto, la Segunda República. Y tenía otra visión de la Historia, entendida como la historia de la gente común, de cuanta más gente mejor que decía Gramsci, de aquellos (la clase trabajadora) que hacen que funcione el mundo porque crean todo lo bello y útil como decía Marcelino Camacho, de los que sufren y son explotados, e intentan cambiar y se organizan para ello. No creía en la historia hecha por los prohombres, sino la que recoge el ruido de las lágrimas, los sudores y anhelos del pueblo. De ahí, que parafraseando a Lucien Febvre y sus Combates por la Historia, llamó a uno de sus libros (que tuve el honor de presentar en el Ateneo de Madrid): Combates de este tiempo [1].
Julio era una especie de Casandra, por su gran capacidad de anticiparse a proyecciones del futuro político. Cuántas veces le hemos tenido que dar la razón sobre el modelo de Unión Europea diseñado en Maastricht, sobre los riesgos de fiarse de la socialdemocracia devenida en social liberalismo o la necesidad de la jornada de 35 horas para repartir el trabajo. Sorprendía el acierto y la vigencia de sus reflexiones y pensamientos. Un ejemplo, su famoso artículo “Son los nuestros”, cuando se posicionó ante el movimiento del 15-M. O la última entrevista que leí de él sobre la actualidad [2]. Cómo le vamos a echar de menos en estos tiempos.
En Julio Anguita todo estaba muy relacionado y es difícil distinguir entre el hombre, sus ideas y el mito.
1. La persona. Muchos recordarán a Julio como ese político de mirada decidida y esa voz rotunda que defendía sus ideas con argumentos sólidos. Ese era sólo el hombre político. Por dentro era una persona que amaba la vida con pasión. Es decir, que amaba la amistad, la familia, las comidas de charla larga, el sentido del humor, el arte, el baile y la literatura. Aunque su compromiso lo marcaba todo y, para él, es lo que daba sentido a una vida que no se resigna ante el desorden y la injusticia del capitalismo. Ha sido una persona de una pieza, es decir, sólida, sin dobleces, con un discurso transformador, con mucha claridad sobre dónde está uno, cuáles son sus objetivos, cuáles su amigos y compañeros y quiénes los adversarios. Y un hombre de principios, porque sabía que es lo que nos queda cuando todo se derrumba. Siempre intentó hacer bueno aquello de predicar y dar trigo, por pura repugnancia hacia la demagogia. Y defendía la ética porque tenía claro que, como decía Manuel Sacristán, la política sin ética no es más que puro politiqueo.
2. Las ideas. En Julio Anguita aparece con nitidez la apuesta por los trabajadores, por los de abajo, sin equivocarse nunca. Creía en la necesidad de la transformación social. Defendía la alternativa frente a la alternancia, y rechazaba el discurso político como espectáculo. Creía que el intelectual orgánico es el partido y en el trabajo en equipo. Pero desconfiaba de las burocracias, del apalancamiento en los cargos que conduce a que se corrompan los mejores proyectos; de ahí su valiente planteamiento de renovación radical de los órganos de dirección y la limitación de mandatos, cuando se debatía la refundación de Izquierda Unida. Hacía bandera de la austeridad, y frente a la resignación apostaba por la rebeldía.
3. El mito. Anguita, a su pesar, se convirtió en un icono para la izquierda. Porque llevó a la izquierda real (anterior a Unidas Podemos) a los mayores niveles de presencia y representación política del período democrático, después de haberse hundido en 1982. Era brillante y didáctico en la defensa de sus posiciones, ello hacía que otros rivales políticos, como Felipe González se negara a participar en ningún en cara a cara con él (campaña de 1996). Cuando hablaba de mirar de igual a igual al PSOE y de dejarse de complejos, no era una posibilidad irreal si no se hubiera organizado una de las campañas políticas y mediáticas más sucias contra un representante político: “la pinza”, “el profeta iluminado”, etc. Pero, sobre todo, fue y sigue siendo un referente de honradez personal y honestidad intelectual, en un panorama político donde no abundan estos valores éticos. Con ello, destrozaba la interesada afirmación de que todos los políticos son iguales.
Julio pagó un alto tributo. Su grandeza política y moral era insoportable para el sistema y por ello sufrió sistemáticas operaciones de desprestigio por los poderes establecidos. Ahora, cuando llega la maldita hora de los halagos, algunos tendrían que pedir perdón. Perdió a su hijo Julio en aquella demencial guerra de Irak, sufriendo el dolor más tremendo que puede sufrir un padre: enterrar a un hijo, un periodista valiente que grababa el horror; “Malditas sean las guerras y los que las alientan”, volvió a recordarnos en aquella ocasión. Su generosa entrega a los demás más allá de lo prudente y razonable —en su afán por hacer la revolución—, le pasó factura en a su salud. El rayo que actúa sobre los corazones apasionados, cayó sobre Julio y sin llegar (afortunadamente) a lo de Berlinguer, nos dejó a la izquierda huérfanos de su presencia en la travesía de un azaroso tercer milenio.
Acabo diciendo que para mí ha sido un placer conocerle de cerca, con su sencillez, su presencia, su serena determinación de poner en pie un proyecto para la emancipación de los hombres y las mujeres en este planeta que debemos defender. Siempre tuvimos una relación de cariño mutuo y coincidencia política. Tanto que, aunque no me arrepiento, me costó mucho decirle no a una propuesta que me hizo en 2008 y que no acepté por no renunciar a mis clases en el instituto [3].
Ahora, las callejuelas de la judería de Córdoba echarán de menos su sombra paseando a cualquier hora de la noche, solo y reflexivo, o acompañado por algún amigo o camarada que disfrutaba de su fuente inagotable de conocimientos y de su amable humanidad. Devolvía los saludos de gentes de todas las ideologías que le reconocían porque le querían y confiaban en él. Siempre sembrando honestidad y coherencia, siempre regalando magisterio.
Notas:
[1] Julio Anguita, Combates de estos tiempos, Editorial Paramo, 2012.
[3] https://www.diariocritico.com/noticia/105357/exclusivo/Octubre/2008/
[Fuente: Cuarto Poder]
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