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Juan Andrade

Julio Anguita, excepcionalidad y virtud

Honestidad, coherencia, fidelidad a sus principios o compromiso constante son algunas de las virtudes de Julio Anguita que han resaltado estos días tanto sus compañeros como sus adversarios políticos. Un consenso apenas contradicho que perfila la grandeza de su figura. Inteligencia, capacidad de anticipación histórica, radicalidad democrática, creatividad política y heterodoxia son virtudes que algunas mentes atentas han subrayado, fuera de los estereotipos con que lo quisieron neutralizar sus enemigos y lejos de la condescendencia que en política tienen a veces los reconocimientos únicamente morales. Quienes tuvimos la fortuna de su amistad pudimos disfrutar además de otras: su vitalidad desbordante y sentido del humor, su sensibilidad y ternura.

La suma de estas virtudes convirtió a Anguita en una personalidad excepcional de la historia de este país en al menos dos de las acepciones comunes que tiene esta palabra. Era excepcional por atípico y era excepcional por bueno. Para entender su originalidad hay que adentrarse en una trayectoria compleja, de la que traté de dar cuenta en el libro que escribimos juntos. Para reconocer su bondad, personal y política, no hace falta prescindir de una visión crítica, que Julio —tan hostil a las idolatrías— ejercitó siempre y también quería para consigo.

Julio Anguita fue excepcional porque su vida fue especial desde el principio. Nació en una familia de militares adeptos al Régimen, pero que apreciaban la cultura y tenían un sentido, aunque fuera conservador, de la justicia y la rectitud. Se educó en la escuela del nacional-catolicismo; pero con excelentes maestros, varios republicanos supervivientes a las purgas de la dictadura. Se crió en Córdoba, una ciudad de provincias entonces conservadora y opresiva, de sotanas y señoritos; pero creció en uno de sus barrios populares, fascinado por la vida más libre y sensual de los artesanos y las cantaoras, por la jerga callejera, las reyertas y las solidaridades de clase. Cuando regresó a Córdoba, después de los años en Madrid, volvió a vivir en el mismo barrio hasta el final de sus días, buscando algo de esa patria perdida que, según Rilke, es la infancia.

Su primera juventud fue intensa. En apenas unos años se hizo maestro, estudió Historia, se rompieron sus creencias religiosas y se abrió a un mundo de lecturas, cine-clubs y representaciones teatrales de la mano de su maestro Rafael Balsera. En 1972 se afilió al Partido Comunista de España para luchar contra la dictadura y por el socialismo. Antes había participado en grupos anarquistas. Tenía una pulsión libertaria, irreverente, que conjugaba con su celo por las formas y los procedimientos. En 1979, siendo un desconocido y con 37 años, se convirtió en el único alcalde comunista de una capital de provincia. Al frente del ayuntamiento de Córdoba se forjaron algunos rasgos de su concepción de la política, entendida como participación de la gente común, estudio para la solución técnica de los problemas, búsqueda de acuerdo en torno a bases programáticas, toma de partido por los de abajo y confrontación con los intereses creados. También acuñó un estilo que seducía e intimidaba: educado pero directo, tranquilo pero valiente. Con educación trató a los empresarios de la ciudad, al obispo y al rey. Con determinación y valentía los disciplinó cuando esgrimieron sus privilegios y no disimularon su soberbia. De traje y corbata, y con una pistola cargada sobre la mesa de su despacho, esperó a los golpistas el 23F.

Decidió dejar la alcaldía de Córdoba para impulsar Convocatoria por Andalucía en 1984, cosechando unos excelentes resultados, mientras la coalición nacional del PCE no lograba despegar ni hacer mella en la hegemonía del PSOE. Aceptó a regañadientes ponerse al frente de un PCE en descomposición y, al poco tiempo, de una Izquierda Unida en fase embrionaria, a la que llevó a sus mayores cotas electorales. Tuvo que dejar Córdoba y vivir en Madrid, en el Madrid de la beautiful people y de sus émulos a la izquierda. No se dejó seducir por el neón ni la moqueta. Huyó de los bastidores de la vida cortesana: de las discotecas y restaurantes donde diputados, empresarios y periodistas acólitos precocinan la política del país. Se resistía a acudir a los actos protocolarios de fundaciones e instituciones, a las liturgias que crean apego simbólico al poder y sentido de pertenencia a una élite. Cuando dejó la coordinación de Izquierda Unida, no volvió a pisarlos. Como Pasolini, sabía que la política y la vida auténticas había que hacerlas “fuera de Palacio”.

Le tocó dirigir un Partido Comunista desgastado por las crisis internas, poco antes de que se desplomara el socialismo real. Rescatar el núcleo emancipador de las ruinas de aquella experiencia en un tiempo contra-utópico. Levantar un movimiento político y social nuevo cuando el PSOE dominaba el Estado y buena parte de los entramados de la sociedad civil. Defender un proyecto distinto al de la modernización liberal cuando la mayoría de la sociedad participaba de su imaginario, disfrutaba de alguno de sus beneficios, se maniataba con hipotecas, trataba de sobrevivir al desempleo, se ahormaba a la precariedad, temía una “patada en la puerta” o sentía miedo o pereza a las alternativas. Julio Anguita reconocía esas dificultades extraordinarias, pero no las metabolizaba en resignación. Quiso hacer política a lo grande, reconociendo con humildad la entidad real de la fuerza que dirigía, pero trazando un horizonte ambicioso a recorrer día a día con tesón. Sus partidarios más ingenuos creyeron que estaba al alcance de la mano. Los notarios de la inmutabilidad lo tacharon de voluntarista. En el libro que escribimos juntos coincidimos y discrepamos sobre los posibles errores y limitaciones en el desarrollo de ese proyecto justo. Como la gente segura de sí misma, estaba abierto a ser cuestionado.

Al frente de Izquierda Unida combatió tres mantras repetidos por los gurús de entonces: el de la democracia óptima construida en los pactos de la Transición; el de la panacea europea; y el de la necesaria modernización del país según las recetas neoliberales de época, entonces disfrazadas de neutralidad técnica y sentido común. La crítica a la monarquía, la oposición al Tratado de Maastricht y la lucha contra la desindustrialización, las privatizaciones y las reformas laborales de los gobiernos de Felipe González y José María Aznar le convirtieron en blanco de críticas de toda procedencia. Entonces fue parodiado como un lunático, sobre todo, por parte de una progresía descreída e integrada. Su figura emergió con vigor tras la crisis de 2008 y el movimiento 15-M, cuando el modelo económico del país y los dictámenes de la troika agravaron los estragos sociales de la crisis mundial, y la corrupción, empezando por la corrupción de la familia real, se reveló generalizada. Entonces fue presentado como un visionario.

Julio Anguita no fue ni un lunático ni un visionario, sino un político lúcido y honesto que conjugó estudio y coraje, capacidad para identificar una verdad y arrojo a la hora de militar de acuerdo con ella en un tiempo en el que eso se pagaba caro. No lo hizo solo, sino ajustando sus verdades a las de muchas mujeres y hombres. Y lo hicieron a la intemperie, fuera de los consensos de entonces, concebidos como un redil, blindados como un espacio tentador de confort y reconocimiento.

Se quejaba socarronamente de haber sido “el amor platónico” de tantas personas, a las que seducía, pero que no le votaban. La broma remite al carácter resignado y conservador de una parte importante la sociedad española de los ochenta y noventa, tan dada a recrearse en fantasías como asustadiza a la hora de dejarse llevar por el deseo. Tras la crisis de 2008 le miraron con la nostalgia y el arrepentimiento que en tiempos grises provocan los contrafácticos: como la figura que encarnaba una oportunidad perdida, un camino descartado que podría haber conducido a un lugar mejor. Ahora no hay que engañarse. Su muerte debilita a una izquierda castigada y carente de grandes referentes vivos. Pero su memoria encierra también una potencialidad. Bajo el amplio reconocimiento de las virtudes éticas de Julio Anguita por parte de mucha gente apenas politizada parece que está latiendo una afinidad intuitiva y potencial a un ideario político emancipador. Quizá el sentimiento de melancolía que deja su muerte pueda convertirse en una “melancolía de izquierda”, donde el duelo por la pérdida se transponga en la voluntad de saldar una deuda y redimir un pasado todavía vivo, en el rescate y actualización de esa oportunidad perdida, en una línea de fuga para este tiempo oscuro. 

Julio Anguita era un gran orador, un pedagogo popular que hacía comprensible lo complejo. Su gusto por la argumentación era una muestra de reconocimiento a la inteligencia del auditorio y de confianza ilustrada en la fuerza de la razón. Hilaba argumentos pausadamente, conjugaba referencias históricas con metáforas populares, y sostenía una cadencia que llevaba a momentos de intensidad cuando quería reafirmar una posición ética radical. Razonaba, cuestionaba, amonestaba, interpelaba e invocaba a la gente. En esto también era excepcional y virtuoso. Estaba lejos del tono grandilocuente y dramático de cierta retórica comunista. Más lejos lo estaba de las formas de comunicación de la política profesional: de las frases prefabricadas por los asesores, de la jerga técnica, de la gestualidad impostada, del desatino gramatical.

Era un hombre culto, con una concepción alternativa de la cultura. Para Julio Anguita la cultura era un sedimento histórico fértil donde arraigar un proyecto de producción de nuevas formas, significados y valores. La lectura y el estudio eran hábitos adquiridos desde niño, una pulsión orientada a aplacar la ansiedad que le generaba la ignorancia, un deleite sin pretensiones y una herramienta para la comprensión y transformación de la realidad. Se había hecho a sí mismo leyendo, pensando y pensándose. A diferencia de los intelectuales al uso, su relación con la cultura no estaba volcada a la exhibición, la distinción social, la adecuación a un canon o la aportación genial. Vivía la cultura al modo gramsciano, como “disciplina del yo interior y apoderamiento de la personalidad propia”, como “conquista de una consciencia superior” por la cual una persona descubre “su función en la vida”. En su relación con la cultura y el mundo del pensamiento también fue excepcional. En España abundan los políticos alérgicos a la cultura, sonrojan los que se afanan en disimularlo y en algunos momentos hemos disfrutado (o sufrido) de intelectuales metidos a políticos. Julio Anguita no encaja en ninguna de esas categorías. No era un intelectual político, sino un político intelectual. Le atrapaban las ideas y buscaba su utilidad social. Estudiaba todas las tardes textos de economía, sociología, ecología y política para informar sus proyectos y preparar sus intervenciones. Disfrutaba releyendo algunos clásicos de la literatura española y devorando todo tipo de libros de historia, una de sus pasiones. Le gustaban los libros, pero no le deslumbraba el aura de los autores. Se relacionó con ellos como con cualquiera, por afinidad personal o para trabajar codo a codo en un proyecto. No quiso que fueran su séquito ni buscó impresionarlos. Había escrito y hecho teatro. Conocía el canon cinematográfico clásico. Le encantaba la música popular, sobre todo la copla, especialmente en la voz y en la pluma de su amigo Carlos Cano. Creo que las canciones de este expresan bien los gustos y el sentido de cultura de Julio Anguita: una música de base popular andaluza, actualizada y refinada instrumentalmente, donde conviven lirismo, profundidad, sensualidad mundana, irreverencia, socarronería, crítica social y apuesta política.

Julio Anguita era comunista en, al menos, dos de los sentidos más profundos de la expresión. Creía que solo superando el capitalismo se podría acabar con las servidumbres que la humanidad se había impuesto históricamente. No entendía el comunismo ni como advenimiento ni como destino pleno y definitivo, sino como brújula en los vericuetos del día a día. Era republicano en el sentido estricto, el que va más allá de la preferencia por la forma de Estado y no se agota en la conmemoración de las experiencias pasadas. Como republicano pensaba que la sociedad necesitaba combinar leyes justas, igualdad económica y virtudes cívicas. Esa era su bandera tricolor. Había incorporado hacía mucho a la centralidad de su discurso la cuestión ecológica. Lo seguía actualizando con el enfoque ecofeminista de una mano amiga. Pensaba también desde los lugares del otro. La última vez que hablamos de pensamiento político estaba releyendo a Frantz Fanon.

Tenía respeto histórico por su partido y seguía creyendo en su utilidad, pero su concepción de las organizaciones era instrumental, hostil al fetichismo de las siglas, a la cultura de aparato, al repliegue identitario, la endogamia y los caminos trillados. Creía en la política de alianzas, en la necesidad de juntarse con personas diferentes para levantar un proyecto de cambio y desplegar una práctica política colectiva. Sabía que las identidades superpuestas no sumaban y que los acuerdos por arriba duraban lo poco que dan de sí las vanidades y miserias de los dirigentes de turno. Creía en la convergencia y la síntesis, y en que eso solo lo garantizaba un programa. Para él el programa era un espacio de encuentro, un compromiso con la gente, una alternativa que ofrecer y una guía para la acción. No creía que los eslóganes, las consignas o las apelaciones a pasados míticos compartidos sirvieran para garantizar unidad ni suscitar adhesión. Era un laico de la política. Desde esos presupuestos impulsó Convocatoria por Andalucía y trató de convertir Izquierda Unida en un movimiento político-social alternativo a los partidos clásicos y las meras coaliciones electorales. Cuando dejó la coordinación de IU no cejó en el empeño de promover iniciativas y crear plataformas ciudadanas, como Unidad Cívica por la República o el Frente Cívico Somos Mayoría. Promovió la formación de Unidas Podemos y, sin menoscabo de su visión crítica para con todo, la defendió hasta el final abiertamente, muy indignado por la agresividad que recibía. Su empeño era crear, experimentar, errar y ensayar. Fue aprendiendo que los programas y las herramientas sirven cuando conectan con el “movimiento real” de las luchas de la gente. Primero con las movilizaciones contra la OTAN, las huelgas generales, la movilización por las 35 horas en los ochenta y noventa. Luego con el 15-M, las mareas, las marchas de la dignidad, el centro ocupado Rey Heredia y, con mucho aprecio a sus amigos de esta tierra, los Campamentos Dignidad de Extremadura. Dos días antes de ser ingresado promovía un manifiesto —un llamamiento a la acción colectiva— para afrontar social y civilizatoriamente la catástrofe del coronavirus. Se incorporaba, literalmente, a “los imprescindibles” de Bertolt Brecht. 

Su figura no dejará de crecer, tanto más al contraste con las trayectorias de sus homólogos, ufanos en consejos de administración y fundaciones bien subvencionadas, o rindiendo cuentas por corrupción ante los tribunales. Él optó por renunciar a su pensión de diputado y vivir por debajo de sus posibilidades en un barrio castizo de Córdoba, a pie de calle, en una casa austera. Entendía la política también como compromiso ético, y el compromiso ético como ejemplo de vida. Gozó de la autoridad que confiere la coherencia entre el decir y el hacer. Proyectaba la fuerza que cobra la política cuando esta se encarna en una vida y deja de ser mera representación. Le gustaba distinguir entre “vida pública”, “vida privada” y “vida íntima”. Decía que la vida privada —la de la disposición de bienes y el trato a las demás personas— tenía que ser transparente y coherente con la posición política, sobre todo en dirigentes y cargos públicos. Su vida privada fue una prolongación consciente de su militancia y una encarnación natural de su ética ilustrada y de izquierda. Llevaba un nivel de vida que era ético porque podría universalizarse. Estaba con Marx, y en eso también le convencía Kant. Su vida íntima —la de los afectos, los deseos, los gustos, los pensamientos profundos y los comportamientos cotidianos— estaba, sin embargo, blindada al público y entregada a su gente; y una parte, que se intuía honda, reservada solo a sí mismo. En eso también era un comunista libertario: cooperación, esfuerzo colectivo e igualdad material para que cada cual viviera como le diera la gana, para que todas las personas pudieran construir una vida propia. 

La potencia de su corazón y los problemas cardiacos que padeció sugieren multitud de metáforas evidentes sobre su vida. Puso el corazón en todo lo que hacía, en sus compromisos políticos y en su vida íntima. Lo arañó alguna de las tantas miserias de la vida de partido. Lo atravesó la tragedia de la muerte de su hijo Julio. Quedó el desgarro, pero siguió latiendo fuerte por otros afectos. En política tuvo decepciones y dudó, pero nunca se desencantó, en una época donde el desencanto era a veces el barniz estético del reacomodo. Apenas se truncaba alguna de sus iniciativas, y muchas se truncaron, ponía la cabeza y el corazón a trabajar en otra. Necesitaba luchar, no desfallecía y lo hacía con estudio y pasión. Entendía y vivía la política como “una pasión razonada”, que diría Francisco Fernández Buey, uno de sus intelectuales de referencia.

Julio vivía la política, pero no vivía para la política. Como Gramsci, sabía que la vida germinaba fuera “del desierto puramente político”. Le gustaba vivir, y lo hacía fundiendo excepcionalmente sosiego e intensidad. Disfrutaba en casa solo con Agustina, e invitando a comer a sus amistades. Le encantaba pasear durante horas, especialmente por la noche, allí donde iba, y una y otra vez por Córdoba. En muchas ocasiones lo hacía solo, buscándose. En otras como anfitrión, compartiendo. Le gustaba la conversación pausada en una cafetería y el guirigay de los vinos con sus amigos del Colectivo Prometeo. Era excepcional porque deseaba ser común. Le gustaba saludarse con la gente por la calle con solo un ademán o una expresión fugaz. Si le importunaban demasiado podía ser cortante. Le gustaba vivir al mismo nivel que la gente corriente, pero a distancia, lejos de los halagos y las intromisiones. Con su gente era muy divertido, alegre, socarrón, de frase fina. Condensaba un afecto y ternura enormes en unas pocas palabras sueltas, en un gesto, en un amago.

Logró lo que en la vida pública solo consiguen los políticos excepcionales y virtuosos: admiración y respeto de propios y ajenos. Consiguió más de lo que un comunista podría esperar del tiempo que le tocó vivir: luchar hasta el final, no doblarse y arrancar alguna victoria. Fue un hombre muy querido.

Juan Andrade es profesor de Historia y autor, con Julio Anguita, de Atraco a la memoria (Madrid, Akal, 2015).

 

[Fuente: Ctxt]

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2020

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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