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Nuria Alabao

El comunismo de la vida en la catástrofe

El sistema de salud ha colapsado. Salimos a aplaudir a médicas y enfermeros, pero en las casas hay también miles —¿decenas de miles?— de personas cuidando a sus enfermos. Y a niños, y abuelos. Hoy, en medio de la crisis, nos abofetea la realidad: las personas que nos cuidamos unas a otras impedimos que todo se desmorone.

Según la ONU, a nivel mundial las mujeres representan el 70% de las personas que trabajan en la atención al público en los sistemas sanitarios y sociales.

El mundo —casi— se para pero la reproducción continúa. Esos trabajos en la oscuridad que no consideramos ni trabajo. Y cuando son empleo —de limpieza, doméstico, enfermeras, cuidadoras en residencias o de niños…—, es decir, se pagan, se pagan como si fuesen trabajos que no cuentan. La crisis del coronavirus evidencia que no solo cuentan, sino que son la base de todo lo demás, pero esa importancia no se corresponde ni con buenos salarios ni con condiciones de trabajo. Los aplausos están bien pero las facturas se pagan mes a mes.

¿Y lo que nos debe el capital por el trabajo que hacemos de reproducción de la mano de obra que necesitan para producir?

Volver a pensar el trabajo, el trabajo necesario para seguir viviendo en condiciones. Nuestras luchas son luchas por la vida.

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Marx dice que si queremos entender los mecanismos de la vida social y del cambio social, tenemos que partir de la reproducción de la vida cotidiana. Dice que nuestra capacidad de trabajar no es algo natural, sino algo que debe ser producido, que es parte de la producción de valor y de la acumulación capitalista: “La creación del medio de producción más valioso para los capitalistas: el trabajador en sí mismo”. Curar a los enfermos es parte de este proceso. 

Hoy somos, además, consumidores. Consumidores que hay que mantener vivos para que consuman. 

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Una amiga me cuenta que ha perdido los trabajos precarios que tenía de aquí a los próximos meses. Me dice que no sabe cómo va a poder currar si además en los meses que siguen tiene que ocuparse de los niños pequeños. Que sus trabajos son más precarios porque el salario de su compañero es mejor y que es lo que han priorizado una y otra vez cada vez que había que acompañar a los niños al médico o había que reducir jornada. Todo bajo un cálculo puramente económico. El resultado es que él tiene un buen trabajo y ella no. El resultado es que ahora ella depende del salario de él. Mi amiga sabe perfectamente qué implicaciones tiene esa dependencia, pero no qué hacer porque la crisis que viene será grave y sus trabajos ya se han ido a la basura.

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Los bomberos han estado abriendo puertas de casas de ancianos que no cogían el teléfono o de casas que olían mal. “Es duro recoger cadáveres”, dicen. Muchas de esas personas estaban ya solas antes del confinamiento.

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En las residencias ha habido una masacre de la que ni siquiera hay datos fiables. Por ahora las cifras dicen que más de 11.000 muertos, una buena parte de la cifra total. La fiscalía está investigando posibles delitos penales relacionados con la desatención. En Cataluña han intentado contratar gente para cubrir las bajas por el coronavirus y no han encontrado trabajadoras dispuestas a exponerse al contagio por los sueldos de miseria que les ofrecen, en el territorio de guerra en el que se han convertido estos centros. Ya lo eran antes, por las privatizaciones, los recortes, los sueldos de miseria, las escasas trabajadoras… la falta de todo provocaba graves desatenciones. Hoy ha explotado. 

Los ancianos —que ya no producen— han sido abandonados en esta crisis. Siempre hay triaje. Eso significa que cuantos menos recursos más gente se queda fuera de la atención necesaria para seguir viviendo. Los que hoy dicen que defienden la vida y critican el triaje, cotidianamente piden menos impuestos, menos inversión pública en cuidarnos, que sea el beneficio el que se ocupe de los que lo necesitan. Es decir, defienden, sin mencionarlo, que sobran los que no pueden pagar.

Cada momento de nuestras vidas, también sus últimos años, tiene una utilidad para la acumulación de capital.

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Por boca de uniformados, el Gobierno hace recuento diario de multados a partir de una ley que se comprometió a derogar. Se percibe casi como un orgullo en ello. Cifras ciertas de muertos no hay, pero sí de multas y detenidos.

Multan con 60.000 euros a una red de apoyo mutuo que reparte comida a migrantes en Barcelona. Multan a unos refugiados que viven juntos y que juntos fueron a hacer la colada a una lavandería. Multan a un compañero que llevó a su bebé al súper. Se penaliza la solidaridad, la amistad, los cuidados.

Me dice una amiga que ella por las noches en su barrio ve gente buscando comida en los contenedores. Gente que se arriesga a ser multada.

Luchamos por la vida. Este no es un problema de orden público pero se trata como tal. Ha calado el relato disciplinario y una cierta arbitrariedad en las sanciones que surge cada vez que se le da más poder sin vigilancia a la policía. “Cada muerto es una dosis gratuita de miedo con que inyectar el barrio, el sindicato, el país y el mundo”, dice María Galindo.

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Hay muchas personas sin ingresos, despedidas, que trabajaban como domésticas, en limpieza de portales, en prostitución o cuidando a ancianos. Mucha gente que trabajaba en la economía informal —se calcula que por lo menos un millón— o con trabajos precarios, intermitentes, de escasa supervivencia se ha quedado sin nada. Una buena parte son migrantes, madres solteras, sin red de seguridad. Las ayudas pensadas por el Gobierno —pensadas desde un mundo de empleo estable y propiedad— no les van a llegar. La Renta Mínima no parece muy urgente porque no llega y no llegará hasta dentro de —parece— meses. Una ayuda pensada para pobres, y para que los pobres no puedan escapar de los trabajos de pobres, que no garantizan salir de pobre.

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En barrios como Puente de Vallecas —Entrevías, Orcasitas, Ciutat Meridiana o Trinitat Nova—, donde más contagiados hay, los grupos de WhatsApp de ayuda mutua no paran. Mucha gente busca comida. La gente de las redes barriales sacan alimentos de donaciones y los reparte pero ahora mismo ya están desbordadas. Buena parte de los servicios sociales públicos derivan a los que llaman a estos grupos.

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El substrato, de dónde partimos: la última crisis se afrontó mediante una masiva transferencia de los pobres a los ricos —una vuelta a las creencias y formas del siglo XIX—. ¿Cuánto más podremos retroceder en la crisis que se avecina sin darle la puntilla a la democracia?

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Desde el Gobierno se repite constantemente que no se “elige entre vida y economía”. Pero esa es la contradicción fundamental que organiza nuestra sociedad ya antes de esta crisis. Sabemos que la lógica económica es contraria a la vida y que, que así sea, hace aumentar los beneficios. La existencia de patentes en los medicamentos y la incapacidad de frenar el cambio climático son dos indicadores, pero hay tantos como vidas que se consideran sobrantes. 

Si no se eligiera entre vida y economía, ¿acaso no tendríamos garantizado el derecho a la vivienda? ¿Una mejor sanidad, residencias que no sean aparcamientos de ancianos? ¿Acaso no tendríamos garantizados unos mínimos para vivir en condiciones? Riqueza hay, Solo está mal repartida. La producimos entre todos en la fábrica social, no solo en empleos formales, también lo hacemos cuando cuidamos.

Los caseros siguen presentándose en las casas a cobrar y presionar a la gente para que pague. Quedarse sin casa da miedo, muchas veces se elige pagar antes que comer. Para comer se rebusca.

Decía Albert Pelias en Twitter: “No creo que exista una definición más perfecta de capitalismo que no poder ir al entierro de tu abuela el viernes para no entrar en contacto con otras personas, y que el lunes te obliguen a ir en el metro a trabajar porque, con suerte, te van a dar una mascarilla”. Hay que trabajar porque todo se está desmontando, porque como decía una trabajadora doméstica a la que han despedido: “Sobreviviré al virus, pero me moriré de hambre”. Esta es una contradicción real, material: el miedo tiene muchas caras.

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Las grietas estaban, el virus únicamente las profundiza allí donde de repente ha puesto luz: en las cárceles y los CIE, en las chabolas del sur donde viven los jornaleros migrantes, en los campos de refugiados, en todos los sitios donde muchos quedan fuera de los servicios menguantes del estado del bienestar. La vida va perdiendo frente a la economía.

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Cuando van empujando un carrito de bebé o una silla de ruedas o llevan a un abuelo del brazo, las inmigrantes sin papeles no tienen miedo de ser identificadas porque la policía les deja en paz: demuestran su “utilidad” social.

Estos días, ante el aumento de poder policial del estado de alarma —que es la norma para ellas— están aterrorizadas. La Red de Hondureñas Migradas denuncia la detención en un autobús de Madrid de una chica hondureña que se dirigía a cuidar a un anciano. Al no tener contrato no pudo justificar su trabajo. Solo llevaba una carta escrita a mano y su pasaporte.

La regularización después de tres años de estancia —“arraigo”— tiene una utilidad muy clara, está pensada para que haya una bolsa de trabajadoras sin papeles perfectamente explotables. La frontera se desplaza a los autobuses, las esquinas y las plazas. Sin este trabajo barato ¿qué pasaría con tantos abuelos, niños y dependientes? ¿Y con las mujeres que trabajan? La fuerza de trabajo migrante y feminizada se utiliza en nuestro país —y en tantos otros— para que las mujeres nacionales y de clase media puedan compatibilizar el empleo y los cuidados.

Hoy muchas han sido despedidas sin indemnización, las internas son obligadas a pasar siete días de 14 horas confinadas con las personas que cuidan. A otras les hacen elegir entre salir a la calle o perder su trabajo.

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Margaret Thatcher dijo: “¿Sociedad? ¿Quién es es esa señora? No la conozco” o “No hay sociedad”. Es decir, solo existen individuos —y familias, en el universo conservador son inseparables—, ningún otro pegamento social ni otras redes de interdependencia. Esta es la base del neoliberalismo.

Hoy el actual líder conservador Boris Johnson sostiene: “Una cosa que la crisis del coronavirus ya ha demostrado es que realmente existe la sociedad”. Está cambiando la dirección del viento, pero ¿hasta cuándo? ¿Qué capacidad tendremos de acompañarlo o dirigirlo? 

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La lógica de la protesta es la contraria a la del aislamiento social. Parece que vendrá una crisis brutal. Lo dicen en el Financial Times, lo dice el FMI, el Deutsche Bank.

La última crisis nos dejó la Ley Mordaza, una herramienta del Estado contra la protesta social que hoy funciona a pleno rendimiento. ¿Será derogada después de esta experiencia y una vez relegitimada por el miedo y los aplausos a la policía? 

Después de esto habrá que pelear por recuperar la capacidad de luchar frente a cualquier intento de hacer extensible el control de la pandemia solidificando las medidas excepcionales y extendiéndolas para el control de las protestas que sin duda vendrán. Dicen que esta es la primera experiencia política verdaderamente global. El reto es, una vez más, articular resistencias globales a la altura.

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Nuestras luchas tendrán que tener un horizonte de reconstrucción del lazo social a la que apunta el resurgir de la solidaridad en los grupos de ayuda mutua, los espacios de producción de lo común. Sobre esos hilos sociales que están ahí y que emergen en momentos extraordinarios, habrá que generar autonomía, pero también la fuerza necesaria para reclamar al Estado la riqueza social que nos corresponde. En renta indirecta, más estado de bienestar —salud, educación, pero también vivienda, transporte, ocio, etc.— y, como piden hoy los movimientos sociales, renta directa —una Renta Básica universal e incondicional—. 

Todo eso es caro, dicen algunos. Caro o barato solo refleja el poder del actual estado de las luchas —ahora mismo en retroceso desde los años setenta—. Será barato cuando podamos conquistar victorias.

Esas luchas están atravesadas por la cuestión de la reproducción social: es decir, cómo pelear por vidas vivibles en un mundo donde todo se tiene que pagar y el dinero está en pocas manos. Muchas de ellas son y serán luchas por la recuperación del valor del trabajo de reproducción, el mayor sector del mundo y uno de los más desvalorizados. Dice Silvia Fedeciri en El patriarcado del salario que ha sido convertido en un trabajo que oprime a quien lo realiza porque se realiza en condiciones que quedan fuera de nuestro control. Y que el cambio debe empezar por su revalorización, para la construcción de una sociedad cuyo fin, en palabras de Marx, sea la reproducción de la vida, la felicidad de la sociedad misma, y no la explotación del trabajo. Recuperemos ese horizonte de un comunismo de la vida: donde producción y reproducción puedan volver a confluir, donde se trabaje para vivir bien y con otros.

 

[Fuente: Ctxt]

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2020

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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