¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Albert Recio Andreu
Petróleo, coches, mercados, política
Dicen las voces oficiales que estamos en una economía de mercado. Y lo creen muchos críticos del sistema que consideran que la actual fase del capitalismo se basa en el avance del mercado sobre la política. Pero cualquier análisis más detallado encuentra una relación más compleja entre capital, mercado y política.
Que el precio del petróleo, un producto básico para el actual sistema socioproductivo, depende tanto del mercado (esto que se enseña como economía profunda, la pretendida ley de la oferta y la demanda) como de la política resulta evidente para cualquiera que siga con una mínima atención los avatares de la política internacional. La situación política y militar que vive el Oriente Medio, con la proliferación de dictaduras y guerras, se explica en gran medida por su posición como gran reserva petrolífera mundial. Y no es menos cierto que el actual crecimiento de los precios está en buena parte derivado por la evolución de la situación política, especialmente en Irak, pero también en otros países productores (como la revuelta existente en Nigeria o la supervivencia de Chávez en Venezuela). Un malintencionado pensaría que la cruel y estúpida guerra de Bush no tenía otro objetivo que generar un aumento de precios que permitiera hinchar los ingresos de sus más firmes aliados (los Saud y las grandes multinacionales del sector).
Pero que el precio del petróleo suba debería ser lo normal al tratarse de un recurso no reproducible, cuyas reservas están dadas y tienen una fecha aproximada de caducidad (y posiblemente a medida que se agoten los yacimientos más asequibles los costes de extracción aumentarán). Quizás más que preguntarse por el alza actual deberíamos averiguar porque ha tardado tanto. Sin ir más lejos cualquier lector del pesado suplemento del País del pasado 18 de octubre pudo calcular que en estos 28 años el precio de la gasolina se ha multiplicado por 5,9, muy por debajo del aumento del salario mínimo (7,1) o del billete de metro (38,3), o sea que en términos relativos ir en coche ha sido más barato.
Sin duda el precio de la gasolina no depende sólo del petróleo, también de los impuestos. Existen buenas razones para cargar a la gasolina con elevados impuestos, más allá de su facilidad recaudatoria. El consumo de coche y gasolina exige un ingente gasto público (infraestructuras, servicios de regulación del tráfico, etc.) y genera importantes costes sociales: contaminación, accidentes, ruido… De hecho todos los impuestos que pagan los automovilistas cubren la mitad del gasto público que generan, sin contar los costes sociales y ambientales no contados en términos monetarios. Y tiene también un moderado papel redistributivo, ya que la gente más adinerada usa más que proporcionalmente del automóvil. Y aquí una vez más el precio vuelve a estar determinado por la política, como lo muestra la diferente carga impositiva que existe en diferentes países. Una carga que se determina no sólo por las necesidades financieras del Estado, sino también por las resistencias sociales que genera.
Sería fácil explicar esta resistencia como una mera acción del puñado de multinacionales que se forran con el actual modelo de consumo energético y transporte. Y sin duda esta presión existe de muchas formas: lobbys sobre los legisladores, amenazas de deslocalización de empresas automovilísticas… Pero su mayor poder reside en que muchas de estas movilizaciones se producen por los propios consumidores, a los que se ha conseguido generar una petrodependencia tal que reacciona ante cualquier intento de regulación. Y puede que haya políticos que resistan a los lobbys capitalistas, pero ninguno que no sienta vértigo de perder votos o no trate de aprovechar un tema que le puede dar apoyos.
Estamos asistiendo a una situación de este tipo. El alza de los precios petrolíferos ya ha dado lugar a manifestaciones de agricultores (la de los transportistas está al caer) y los Gobiernos empiezan a ceder, prometiéndoles descuentos. Una vez más se hace patente la influencia de la política en nuestra peculiar economía «de mercado». Si el mundo real actuara como presumen los manuales, el alza del petróleo se trasladaría a los costes y los precios finales, lo que generaría una respuesta en cadena en forma de reducción del consumo (los productores adoptarían otras tecnologías y los consumidores cambiarían sus hábitos). La respuesta social va por otra parte. Han bastado las primeras movilizaciones para que el gobierno francés y el español anuncien compensaciones a los agricultores. De la misma forma que el anunciado aumento de los aparcamientos en la zona central de Barcelona ha estado seguida por una demagógica campaña de prensa y el anuncio de un nuevo modelo de «parking» más barato. Al final los precios efectivos se fijan por esta compleja interacción entre mecanismos de mercado y decisiones políticas. Un juego en el que el modelo de transporte automovilístico que está en la base del negocio de 8 de las 10 primeras corporaciones mundiales se perpetúa por la presión social que ejercen sus adictos clientes.
O sea que para cambiar el mundo no hay que perderse en el estéril debate estado versus mercado, sino en desmontar los mecanismos concretos que en cada caso permiten la hegemonía del gran capital. Y que la lucha por un modelo distinto de transporte (y consiguiente uso del espacio) tiene una implicación directa para la lucha contra un capitalismo productor de desigualdades, desastres ecológicos y guerras.
11 /
2004