La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Juan-Ramón Capella
Bienvenido, Mr. Chance
Cuando tenía once años participé en mi primera huelga: la huelga de tranvías de Barcelona de 1951. De aquello me quedó la impresión indeleble de que a veces las autoridades son idiotas: el Gobernador Civil difundía por radio un llamamiento para que no tuviéramos miedo de subir a los tranvías. Pero nosotros, la gente, no teníamos tal miedo: simplemente, no nos daba la gana subir.
Ahora veo la historia repetida al insistir Aznar en que después del 11-M hubo quienes forzaron la voluntad popular. Pero menos él y sus íntimos todos sabemos que fue mucha la gente que acudió a votar o votó como lo hizo sencillamente porque quería evitar a toda costa que siguiera gobernando el Partido Popular.
La estupidez en la insistencia del expresidente del gobierno acerca del forzamiento —no se atreve a usar la palabra adecuada, «violación»— no me asombra. Me asombra que alguien con sus capacidades analíticas haya llegado a presidir el gobierno del país. Pero admitido que eso ha sido posible, entonces también se entiende que nos embarcara en la vergüenza de la guerra de Iraq.
En este particular sistema democrático la ciudadanía ha de estar muy encima: si volviera la derecha podríamos acabar gobernados por asnos.
11 /
2004