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El Reino y el Jardín

Sexto Piso,

Madrid,

140 págs.

Bruno Vendramin

Este año se cumplen cincuenta desde la publicación de El hombre sin contenido (1970), el primer libro del filósofo italiano Giorgio Agamben. Con una vasta obra en sus espaldas, Agamben ha reflexionado sobre una gran variedad de facetas del conocimiento: política, estética, derecho, economía, metafísica, ética, literatura, poesía, etc. En este caso, nos hallamos ante una pieza singular cuyo propósito es el distanciamiento respecto a los modelos utópicos milenarios que han proliferado en Occidente –desde el cristianismo hasta la sociedad sin clases marxista– para sostener que la comunidad es el único paraíso posible.

Como en muchas de sus obras, Agamben despliega un denso y por momentos abstruso trabajo etimológico-genealógico sobre las Escrituras y las fuentes antiguas. En particular, confronta dos enfoques: por un lado el de San Agustín y, por otro, el de Escoto Eriúgena y Dante. El primero se impuso como relato oficial de la Iglesia. En líneas generales, el Obispo de Hipona piensa desde la perspectiva del pecado, al que la humanidad estaría irremediablemente condenada por el trauma primigenio (esto es, la expulsión de Adán del Edén) y del que sólo podría aspirar a limpiarse y así acceder al Reino de los Cielos pagando su justo castigo en virtud de la gracia de los sacramentos administrados por la Iglesia.

La doctrina de Eriúgena consiste en una refutación de la de Agustín. Para Eriúgena lo que se castigaría es la voluntad pecadora de Adán, pero nunca la naturaleza humana, creada a imagen y semejanza de Dios, y por tanto buena, perfecta e incorruptible. El paraíso terrenal coincidiría entonces con la misma naturaleza humana: el hombre nunca entró al paraíso terrenal y tampoco salió del mismo, sino que siempre vivió en él, pese al pecado de Adán.

El que colocó en el centro de su pensamiento al jardín terrenal y le otorgó un estatuto decisivo fue Dante, para quien la naturaleza humana llevaba impresos dos fines a los que debía dirigirse: la “beatitud de esta vida” y la “beatitud de la vida eterna” (el encuentro con Dios). Y es en el primero donde Agamben aprecia un significado eminentemente político.

En Dante, el paraíso terrenal sería la representación de la beatitud de esta vida, entendiendo por “beatitud” el mero ejercicio de nuestras propias virtudes. Desde un planteamiento que recuerda a Spinoza, la beatitud dantiana es el vivir conforme la naturaleza, el impuso vital que induce a amarse a unos mismo y a los demás, a la razón y al alma, a las cosas y a la comunidad. Una tarea que ningún hombre puede realizar solo, sino que es esencialmente colectiva, ya que —tal como pensaba Averroes— la potencia de la razón es puesta en juego por el género humano en su conjunto. Dante objeta la tesis de San Agustín sobre el pecado al entender que la muerte de Cristo lo habría cancelado, reparando así la naturaleza humana y reintegrándola a su condición original. De modo que los sacramentos oficiados por la Iglesia carecerían de sentido, habrían dejado de ser necesarios después de Cristo.

En este punto, el lector puede pensar que estamos ante un estudio basado en fuentes antiguas sobre una disputa entre teólogos medievales, es decir, que trata de una cuestión extemporánea. Sin embargo, al margen de su erudición, el libro va mucho más allá. En el planteamiento de Agamben el estudio genealógico del pasado sirve para volver inteligible el presente y, en este sentido, las implicanciones políticas de las hipótesis expuestas en El Reino y el Jardín son evidentes: ¿Es posible vivir una vida feliz en nuestras comunidades? ¿Se puede impedir que ciertas instituciones (Iglesia, gobiernos, vanguardias políticas) impongan la idea de que el paraíso es un Reino futuro al que, para acceder, las personas se deban sacrificar? Si no hay un Reino celestial que alcanzar, ¿dónde está el paraíso?

La idea central que recorre la obra es que el paraíso terrenal no es un espacio perdido del pasado, ni tampoco la promesa de crear uno nuevo barriendo con lo que existe —como señalara Walter Benjamin a propósito de la secularización marxista del relato cristiano del Reino celestial—, sino algo presente aquí y ahora. Frente a las operaciones del poder soberano de desconectar entre bios y zoé (separando la forma de vida y el simple hecho de vivir), o de justificar la concentración de poder en los estados de excepción para escapar de situaciones de crisis profunda, Agamben propone la inseparabilidad del Jardín y el Reino: “sólo el Reino da acceso al Jardín, pero sólo el Jardín hace pensable el Reino”.

24 /

2 /

2020

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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