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Antonio Turiel

Todos los cangrejos de la Luna son azules

Hace muchos años, cuando era un doctorando en el Departamento de Física Teórica de la Universidad Autónoma de Madrid, compartía despacho con otros doctorandos. Como suele pasar en estos casos, por afinidad intelectual y por todas las horas que se llegan a pasar juntos, uno acaba por entablar una buena amistad con los compañeros de fatigas y de doctorado. Yo era allí una rara avis, porque mi tesis doctoral no versaba sobre los temas habituales en aquel departamento, pero mis conocimientos de física, mi sólida formación matemática, los frecuentes seminarios y las explicaciones de mis amigos me permitían seguir un poco los intríngulis de sus complejos estudios. Uno de mis amigos en particular desarrollaba su tesis en las aplicaciones de la Teoría Cuántica de Campos (TCC) a ya no recuerdo muy bien qué, aunque sí que recuerdo que buscaba las soluciones de las ecuaciones fundamentales de la TCC para la definición de partículas elementales en geometrías complejas. Solucionar este tipo de ecuaciones no es nada sencillo, y por eso muchas veces se recurre a simplificaciones o hipótesis sobre la forma de alguna posible solución de las ecuaciones, simplemente para ver si se puede obtener tal solución y de ahí ir estirando el hilo de todo el espacio de soluciones posibles.

El caso es que mi compañero, después de darle muchas vueltas, introdujo una hipótesis sencilla sobre la forma de una posible familia de soluciones y de repente, ¡bingo!, encontró que una nueva variedad de partículas elementales que verificaban un montón de propiedades físicas de lo más interesantes y que cuadraban muy bien con propiedades conocidas de partículas reales. Realmente fue muy emocionante, y todos nos alegramos mucho por él: sus resultados parecían algo muy revolucionario.

Pasaron los meses y mi compañero seguía trabajando en su teoría, cuando, de repente, sucedió algo que le dejó desconcertado. Encontró que sus partículas verificaban propiedades contradictorias: por decirlo de algún modo, podían ser, al mismo tiempo, completamente azules y completamente rojas. Estuvo varios días dándole vueltas al asunto, sin acabar de encontrar qué estaba pasando.

Una de esas tardes hicimos todos una pausa de nuestros respectivos trabajos y nos fuimos a tomar un café en la cafetería de la facultad. Mi amigo seguía dándole vueltas, y yo le pedí que me explicara cuál era el planteamiento general del problema. En aquella época yo tenía mucho más claros que ahora algunos conceptos clave de geometría diferencial, y cuando él me expuso su problema en unos términos sencillos y muy matemáticos, de modo que yo los pudiera comprender, me di cuenta de dónde estaba el problema: su familia de soluciones contradecía una propiedad básica de la geometría del espacio donde se suponía que estaban definidas. Lo que le pasaba a mi amigo es que todas las soluciones de la familia que él estaba estudiando verificaban todas las propiedades posibles porque, simplemente, no había ninguna solución de ese tipo.

Cuando aún estudiaba la carrera de Matemáticas tuve un profesor de Análisis Funcional, hijo de un conocido líder político, al que apreciaba mucho por su calidad intelectual y humana, aparte de por el hecho de ser un gran profesor. Él a veces condensaba conceptos profundos con aforismo simples. Evoco con frecuencia uno de ellos, porque me ha sido muy útil en mi vida. Decía mi profesor: «Los elementos del conjunto vacío verifican todas las propiedades, excepto la de existir. Por ejemplo: Todos los cangrejos de la Luna son azules. Al mismo tiempo, todos los cangrejos de la Luna son rojos. De hecho, todos los cangrejos de la Luna pueden ser de cualquier color que se quiera. Y eso es así porque no hay cangrejos en la Luna, así que podemos decir cualquier cosa del conjunto de ellos y será cierta, porque todos los elementos de ese conjunto la verificarán: lógico, no hay ningún elemento en ese conjunto. El truco está, por supuesto, en que hablemos de «Todos los elementos de ese conjunto». Si intentáramos hablar de un cangrejo de la Luna concreto, entonces tendríamos problemas, porque no hay ninguno. Los elementos del conjunto vacío verifican todas las propiedades, excepto la de existir. Recordad esto, porque a veces llegamos a contradicciones simplemente por el hecho de asumir que algo existe o es posible cuando simplemente no lo es.»

Pocos años después de esa lección, improvisada al final de una clase y en respuesta a la pregunta de un alumno, el aforismo de mi profesor se mostraba con toda su cruel crudeza y arruinaba la tesis doctoral de mi amigo: sus maravillosas partículas elementales verificaban todas las propiedades excepto la de existir, porque no había ninguna solución a las ecuaciones que fuera de la forma que mi amigo había ensayado.

Al final mi amigo fue capaz de reformular su tesis y sacarla adelante; poco después de defenderla, quizá por ésta y puede que por otras decepciones del mundo académico, dejó la investigación y se dedicó a otros trabajos que seguramente le han sido de mayor provecho.

Viene esta anécdota al caso por un artículo de Yanis Varoufakis, el antiguo ministro de finanzas griego, que he leído recientemente. La tesis principal del artículo de Varoufakis es que la administración Trump entiende muy bien por qué deben oponerse a los activistas y a los científicos que trabajan sobre el Cambio Climático, porque no hay solución dentro del capitalismo al Cambio Climático y ellos de ninguna manera quieren renunciar al capitalismo. Que el capitalismo es incompatible con los límites biofísicos del planeta es algo de lo que hemos hablado con frecuencia aquí y no es ninguna novedad. Lo verdaderamente interesante del artículo de Varoufakis es que explica que la teoría económica clásica, que es la que se enseña en las facultades, y que maravilla con sus fabulosos teoremas que demuestran las maravillas del libre mercado y del capitalismo, se basa en la errónea percepción de que los fallos del mercado son la excepción, cuando en realidad son la norma.
Un fallo del mercado es una situación en el que el libre mercado no asigna los recursos de manera eficiente y se generan situaciones de ventaja para algunos participantes del mercado y de desventaja para otros. Un resultado habitual de los fallos del mercado son las externalidades (negativas): costes que se generan a consecuencia de una actividad económica pero que no son asumidos por el beneficiario de esa actividad. El ejemplo más evidente de externalidad es la contaminación: el propietario de la fábrica consigue el beneficio de vender su producto, pero no asume el coste de la reparación ambiental de la contaminación que causa.

No es nada sorprendente que el mercado, en el mundo real, no asigne eficientemente los recursos y que, al contrario, a lo que tienda es al ventajismo de los cada vez más fuertes en frente de los demás. Ya explicamos en su momento que lo que hoy en día se denomina arteramente «libre mercado» es más bien un «mercado natural», que viene a ser la transposición al mercado de la ley de la jungla o del más fuerte. Por ejemplo, en las recientes protestas de los agricultores españoles, en las que éstos denuncian que la diferencia de precios de los productos agrícolas entre su origen y el punto de consumo final puede ser del 900% y más, resulta evidente que una red de unos pocos distribuidores y comercializadores fuerzan los márgenes de los productores a la baja, hasta el punto de que algunos agricultores pierden dinero; y lo hacen abusando del hecho de que controlan prácticamente todos los canales de distribución: un buen ejemplo de mercado natural, donde unos pocos abusan de su ventaja estratégica y de que realmente no hay un acceso libre al mercado. Y a pesar de lo pasmosamente evidente de la situación, me encontré por internet con el comentario de un economista de cierta prédica y orientación ultraliberal, en el que el interfecto defendía este estado de cosas porque el mayor valor añadido estaba en la distribución y que era por tanto lógico que ésta se llevara la mayor parte de los ingresos por la venta de los productos agrícolas. La afirmación de este celota del liberalismo es en realidad tautológica: el valor añadido está donde está el valor añadido, y esto no responde a ninguna ley divina ni ecuación mágica, sino más bien a la capacidad de unos agentes del mercado de imponerse a los otros. Sin embargo, nuestro encorbatado amigo asume que si las cosas pasan así es porque deben pasar así. Nada de considerar que el mercado falla. Nada de aceptar que se imponen abusivamente externalidades. Porque en ningún momento se cuestiona que su modelo del mundo sea incorrecto.

Y sin embargo lo es. La mayoría de la gente percibe claramente que la sustancia del pensamiento económico contemporáneo no solo es errónea, sino que de hecho quienes piensan así son el enemigo. La mayoría de la gente se da perfectamente cuenta de que esa ideología, que dice que lo que se debe primar es la búsqueda del beneficio propio, es una absoluta perversión social, porque por culpa de ese egoísmo (por más que se quiera vender que es beneficioso para el conjunto de la sociedad) se está  degradando ambientalmente el planeta y esquilmando los necesarios recursos naturales. Y esto es un problema: si el común de la población percibe que la gestión de la economía se hace a sus espaldas y en contra de sus intereses, ¿cuánto más podrá aguantar este sistema sin que se produzca una rebelión? ¿Qué nivel de degradación ambiental y de retroceso material soportarán las masas antes de alzarse contra quienes, cegados en su panoplia doctrinal, rigen tan implacablemente sus destinos?

Ese error de percepción, de convertir la norma en excepción, invalida toda la teoría económica clásica. Las fabulosas ecuaciones de la economía clásica, aplicables en unas condiciones que son imposibles en el mundo real, nos dicen que todos los mercados son azules, y también son rojos. Salvo honrosas excepciones, la enseñanza que mayoritariamente se imparte en las facultades, propagando la falacia de que los fallos del mercado y las externalidades indeseadas son cosas excepcionales, no solo distorsiona la percepción de la realidad de los estudiantes, sino que es verdaderamente un adoctrinamiento en el error.  Como consecuencia, ir a la universidad a estudiar economía corrompe la mente y quiebra el espíritu, como bien señala Varoufakis en su artículo.
Si las hipótesis de partida son erróneas, todo el cuerpo doctrinal de la economía clásica no se aplica (o, al menos, no completamente) en el mundo real. La discrepancia entre las predicciones de esa teoría y la realidad son tan grandes que hace décadas que se sabe que se tendría que reformular todo el pensamiento económico para integrar la realidad del mundo físico y de los límites biofísicos del planeta. Pero delante de la evidencia de lo inapropiado de la doctrina liberal, sus defensores actúan como auténticos fanáticos religiosos, confirmando que en el fondo el liberalismo económico es religión y, peor aún, una secta destructiva. Acorralados por los tozudos hechos que muestran un mundo más desigual y degradado, los celotes de este culto actúan con arrogancia, y delante de las críticas obvias se escudan en un lenguaje abstruso con el que buscan, deliberadamente, ofuscar la verdad evidente.

¿Por qué deberíamos seguir a unos fanáticos que nos llevan a nuestra destrucción? ¿Por qué deberíamos hacer caso a una gente cuya doctrina promulga la exclusión social de la mayoría de la población? ¿Por qué permitimos que sea esta gente, fanática y adoctrinada en un error que no saben reconocer, los que dirijan los Gobiernos y los consejos de administración? Si toda la teoría económica se basa en hipótesis constatadamente falsas, ¿por qué ha de guiar nuestra sociedad?

Si queremos tener un futuro, si queremos que haya una salvación posible, urge una reforma radical de los estudios de economía. Y urge reciclar a todos los que están en los círculos de decisión. Cualquier economista que no comprenda la imposibilidad del crecimiento perpetuo debe ser inmediatamente apartado de sus funciones, igual que lo haríamos con alguien que nos vendiera las maravillas de explotar como fuente de energía inagotable los cangrejos de la Luna, por más azules que sean.

 
[Fuente: The Oil Crash]

18 /

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2020

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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