La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Juan-Ramón Capella
Sobre la marginación de Manuel Sacristán
Este texto, publicado en 1988 en la revista de poesía Un Ángel Más, y que tuvo escasísima circulación, se reproduce ahora revisado en mientras tanto, cuando lo que ayer fue marginación parece haberse convertido en olvido interesado de una voz crítica no solo con el franquismo sino con el sistema que le ha sucedido; de una voz mayor, tan destacable como la de Ortega; una voz que contribuyó decisivamente a introducir las temáticas ecologistas, feministas y antibélicas en el mundo intelectual hispánico, y que antes de eso ya se había significado como el intelectual más destacado de la izquierda en España.
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Un lector de la obra de Manuel Sacristán Luzón poco enterado de los debates de los círculos de intelectuales de Barcelona tendrá dificultades para explicarse los malos tratos en letra impresa hacia quien ha sido el más destacado filósofo de tan olímpica como en todos los sentidos polucionada ciudad desde sus tiempos de campamento romano. No sólo en libros de memorias o artículos periodísticos sino también en varias novelas de ambiente barcelonés se convierte a Sacristán en el malo de la historia.
El caso es que en torno a la revista Laye, animada por Sacristán, se había reunido a principios de los cincuenta un grupo de jóvenes principalmente escritores como Gabriel Ferrater, su hermano Joan Ferraté, Jaime Gil de Biedma, Carlos Barrral, Alberto Oliart, José M. Castellet, el sociólogo E. Pinilla de las Heras, el cineasta Alfonso García Seguí, y otros, alcanzando sus ramificaciones a gentes como el hoy diplomático Jesús Núñez, o a los mayores de los Goytisolo aunque no llegaran a colaborar en aquella revista finalmente liquidada en consejo de ministros. Algunos de los miembros del grupo patrocinaron años más tarde la ghettización de Sacristán por un lado mientras las autoridades gubernativas y académicas hacían el resto. Y esta historia debe ser contada —por mucho que fastidie hacerlo— porque la marginalidad de Sacristán, su exilio interior, no fue querida sino, como suele suceder siempre, impuesta desde fuera.
Se reconoce inmediatamente la contrahechura de Sacristán en el personaje de una de las primeras obras de Juan Marsé, el profesor manipulador de jóvenes que a lo largo de su clase fascinante se transmuta metafóricamente en miliciano. La página es un auténtico curiosum, pues resulta difícil imaginar al novelista en los recintos universitarios de entonces, y menos siguiendo los cursos de filosofía y lógica simbólica de Sacristán. El poeta que editaba ese libro, más tarde, en sus penitenciales memorias, tiene idea, sin saber —dice— hasta qué punto es un falso recuerdo, de haber visto a Sacristán por vez primera entre los energúmenos falangistas que asaltaban un cine, para describirle poco después fingiendo traducir del griego un texto en una edición que supone bilingüe (en cambio el editor-poeta no recuerda haberle pagado la traducción de la Crítica del gusto de Della Volpe a seis pesetas la holandesa). Las ideas son: extremismo y manipulación.
Un poco de lo mismo aunque disculpable hay en Coto vedado: Juan Goytisolo se distancia condescendientemente para no ver en Sacristán a la “mala compañía” de su hermano menor, a quien acabó torturando la policía del franquismo. La sensibilidad de Goytisolo le impide prestarse sin embargo a charlas de lavadero. Otros no lo logran. Joan Ferraté cabalgó sicilianamente en El País a su regreso del paraíso norteamericano con su versión de una historia pasada entre dos muertos, Sacristán y su hermano Gabriel, detenido éste por la errónea interpretación policial de un pseudónimo del primero y cerrada felizmente por la audacia de Sacristán al entrar en la boca del lobo, la Brigada Social, proclamando la paternidad del escrito incriminado. La “manipulación” era —entre otras lágrimas histéricas— la acusación de Ferraté. El falangismo del Sacristán adolescente es mencionado siempre: para Castellet o José Agustín Goytisolo —entrevistados por J.F. Marsal en Pensar bajo el franquismo—, para Barral, para el editor y político Joan Reventós, el falangismo adolescente de Sacristán ha de ser mencionado porque es el preludio de otro “extremismo”.
La imagen del sectarismo político —sectarismo consistente en militar en un partido que luchaba por la recuperación de las libertades políticas—, de la manipulación políticamente interesada, está servida. No es de extrañar que pasara de los ambientes en que se movía el Manuel Sacristán de los cincuenta a círculos algo diferentes, con historias distintas, en las que las intervenciones de Sacristán se vieran desde las bien construidas anteojeras: tal puede ser el caso de Vázquez Montalbán, en cuyas novelas anteriores a la muerte del filósofo ha de encontrarse siempre un profesor comunista sectario y lleno de prejuicios o citas de Sacristán puestas en boca de los personajes del guiñol.
Sería erróneo atribuir la antipatía hacia Sacristán tan claramente manifestada a las pequeñas historias internas de un grupo de colegas. A pesar de su pudor para expresarse en el mundo de los afectos, Sacristán suscitaba simpatías y amistad sobre todo entre quienes le escogimos como maestro, entre los compañeros de la base del partido y en multitud de estudiantes (algunas de esas simpatías, como la de un ex-alumno luego ministro de defensa, no eran precisamente correspondidas: “Uno no es responsable de su influencia”, solía decir Sacristán en estos casos). Pequeñas historias las hubo: la mencionada anteriormente con G. Ferrater, pero que no molestó a éste sino a su atribulado hermano, u otra en que la responsabilidad hacia la seguridad de los militantes comunistas le costó a Sacristán el distanciamiento de un grandísimo poeta a quien apreciaba también como amigo y como compañía intelectual estimulante. Esas historias se dejaban caer más tarde en versiones varias sobre quienes aún llevábamos pantalón corto cuando se produjeron los hechos.
La cuestión es: ¿por qué se repetían? ¿Por qué la prevención contra el “político”, el “manipulador”, el “extremista” Manuel Sacristán? La explicación puede verse en términos de concepciones contrapuestas de la función del intelectual que proceden de distintas actitudes sociales de fondo y de proyectos ético-políticos también distintos. Sobre la concepción de la función del intelectual puede resultar ilustrativa una anécdota que responde a una definición. La anécdota: Sacristán visitado un verano en Sant Feliu de Guixols por uno de los miembros del grupo, J. M. Castellet, intelectual tradicional, para decirle que la gente originaria de Laye había decidido que constituían una generación; proyectaban fotografiarse juntos para la posteridad y había acudido a reclutarle para la foto. La fotografía se hizo efectivamente, a pesar de la carcajada con que el filósofo rechazó la invitación, en el patio de la empresa Seix & Barral, y al parecer se ha publicado más de una vez. La definición la pondría Sacristán en otro contexto: entrevistado sobre la obra de Joan Brossa, señala que la difícil poesía y el teatro de éste son una recusación más completa de esta sociedad que el vociferar inocente o intencionado de algunos intelectuales muy comunicativos que actúan como agentes publicitarios del gremio.
Pues lo que distanciaba a Manuel Sacristán de los intelectuales barceloneses fue su toma de posición a propósito de lo que entonces se llamaba “el compromiso”: su “incorrección” consistió en no mantener la posición del espectador crítico del sistema pero al abrigo de su aparato represivo sino en tomar partido activamente por los trabajadores y los oprimidos. Tras alguna prospección del lado de las organizaciones clandestinas anarquistas, entró en el partido comunista hacia 1956. Aportaba la calidad de su pensamiento y la fuerza de su impulso ético. A partir de ahí sería “el político”, el “manipulador” (o incluso “el stalinista”, aunque cuando ese “stalinista” fue miembro del Comité Central alguien tan liberal como Claudín —luego muy jaleado por aquellos intelectuales— le prohibiera repartir como obsequio a sus compañeros traducciones mecanografiadas de poemas de Brecht).
No deja de ser curioso que al cabo de los años Sacristán fuera de la mano de marginales, feministas, ecologistas y pacifistas y como siempre de los trabajadores, y fundara una revista, mientras tanto, que no recibe subvención ni la espera. Los que le criticaban han sido luego senadores no se sabe si reales o imaginarios, consejeros culturales de altas instituciones, diputados, por no hablar de los que han acabado defendiendo a la OTAN entre las ruinas de su inteligencia. El tiempo pone en claro muchas cosas. La miserable denigración de la persona era la forma sustitutiva de política que algunos “críticos” se dejaban imponer por el franquismo. Pues lo que en realidad se le criticaba a Sacristán no es que hiciera política, sino la política que hacía. Que no era, precisamente, la de los vencedores de siempre.
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2020