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Rafael Lara

Una mirada a la génesis histórica de la Frontera Sur

 

Para entender el presente a menudo es necesario mirar al pasado. Es el caso de la dramática emergencia que se vive en la Frontera Sur: resulta conveniente intentar desvelar los procesos históricos que llevaron al Mediterráneo occidental a convertirse en la profunda falla que separa hoy a las poblaciones de ambas orillas del Estrecho, provocando incalculables muertes, dolor y sufrimiento.

A efectos prácticos, el Mediterráneo occidental empieza a constituirse como zona de frontera política y militar a finales del siglo XV, durante el proceso que lleva a la conquista de Granada en 1492, con otros hitos como la conquista de Ceuta por los portugueses en 1415 y de Melilla por la corona de Castilla en 1497.

Si bien con anterioridad hubo conflictos de envergadura que involucraron a las dos orillas, durante siglos primaron las relaciones de colaboración e intercambio de todo tipo. Incluso durante extensos períodos históricos ambas orillas del Estrecho formaron parte de los mismos reinos, imperios o dinámicas políticas. Sin ir más lejos, el imperio romano no hacía distingos entre las dos orillas del Estrecho; las dos le pertenecían y la unión de ambas facilitaba su común explotación. En esa época el Estrecho fue más bien un espacio de cohesión político-territorial.

Las dos orillas también formaron parte de unidades políticas más amplias; por ejemplo, en la época visigoda, bajo el imperio de Bizancio, durante el califato de Córdoba, con los almohades, o finalmente durante parte de la época nazarí.

Es a partir de la conquista de Granada cuando empieza a configurarse el Mediterráneo como una auténtica frontera a efectos políticos y militares. Frontera interna ante la población musulmana subyugada y frontera externa frente a los “bereberes” y “moros”. Frontera pese a los deseos de Isabel la Católica, que consideraba que España tenía derecho a continuar la llamada “(re)conquista” en África como parte de la herencia de Roma. Incluso en su lecho de muerte dicta un testamento en el que ordena “que no cesen de la conquista de África”.

Sin embargo, la dinámica expansiva de la corona de Aragón, orientada hacia el mediterráneo central y oriental, junto a los recursos destinados a la colonización y explotación del “nuevo mundo” (Abya Yala), postergaron las ansias por llevar la “(re)conquista” hasta el norte de África. La visión política de la Frontera Sur ya se había generado bajo esta concepción colonizadora y a partir de ahí se profundiza y perdura hasta la actualidad.

La corona de Castilla siempre consideró la otra orilla del Estrecho de Gibraltar como el lugar de donde podía emerger la amenaza más directa para sus ambiciones de gran potencia en el contexto mundial. Esto sucede, en gran medida, por la gran cantidad de población musulmana que cruzó de manera forzada el Mediterráneo tras la conquista de Granada. Pero muy particularmente también por la ignominiosa “expulsión de los moriscos” que constituye un capítulo en extremo vergonzoso y no reparado de nuestra memoria histórica. Toda aquella población morisca fue expulsada violenta y masivamente durante el reinado de Felipe III entre 1609 y 1613, y se asentaron, para afrontar la propia supervivencia y con un dolor incalculable a sus espaldas, en el actual Marruecos, muchos de ellos en el Rif.

La monarquía hispánica consideraba que la frontera del Estrecho era fácilmente franqueable por las “huestes musulmanas”. El objetivo de preservar las tierras peninsulares de futuros ataques magrebíes llevó pues a la monarquía castellana por un lado a la fortificación de la costa andaluza y, por otro, a la conquista de determinados enclaves plenamente justificados para ellos por razones puramente defensivas. En clave actual consideraríamos estas acciones como correspondientes al desarrollo de una guerra preventiva, al uso de lo que hemos visto en Irak o Libia.

Estas campañas de conquista estuvieron destinadas también a dinamitar los vínculos y redes existentes entre ambos territorios, utilizando un potente discurso ideológico para presentarlas ante la población como una cruzada gloriosa de “lucha contra el infiel”, “continuación de la reconquista”, “la cruz frente al islam”… Estrategia que, incluso en momentos de gran debilidad, permitía, además, —y a pesar de sus magros resultados reales— incrementar el prestigio de la monarquía de los Austrias en el contexto europeo.

Así, durante la segunda mitad del siglo XV y primera del XVI, Castilla ocuparía sucesivamente Melilla (1496), Cazaza y Mazalquivir (1505), el peñón de Vélez de la Gomera (1508), Orán (1509), el peñón de Argel, Bugía y Trípoli (1510), Bona, Bizerta, Túnez y La Goleta (1535), en tanto que Portugal centraba su expansión colonial en el litoral atlántico, tomando Ceuta (1415), Alcazarseguir (1458), Tánger (1471), Mazagán (1502), Agadir (1505) y Mogador (1516).

Todas estas conquistas fueron concebidas como un sistema de ocupación restringida y estratégica, sin adentrarse ni vincularse con el continente. Más que colonias estas plazas fueron siempre presidios de carácter militar, carácter que tuvieron por ejemplo Ceuta y Melilla hasta bien entrado el siglo XX. La concepción fronteriza se hace evidente en la función que cumplen estas plazas de control de una zona marítima o terrestre.

Posteriormente la aparición y consolidación progresiva del sultanato de la dinastía alauí [sobre todo durante los reinados de Ismail (1672-1727) y Mohamed III (1757-1790)] fue un factor desencadenante para la pérdida sucesiva de todas aquellas plazas. Y aunque en el siglo XVII Felipe III aún conquistaría Larache y Mámora, a comienzos del siglo XIX solo quedaban en manos españolas Ceuta, Melilla y los peñones.

Por otra parte, la otra gran preocupación de la monarquía española fue la fortificación de las costas. Aunque Felipe II ya había diseñado un amplio programa para ello, el gran impulso de la fortificación costera vino de la mano del rey Carlos III, sobre todo tras la toma de Gibraltar por Inglaterra en 1704 (formalizada en el Tratado de Utrecht de 1713), que acentuó el carácter fronterizo de todo el Estrecho con sus correlatos de militarización, contrabando e incremento de la actividad corsaria. Así, Carlos III dispuso para ello la construcción o rehabilitación de más de 60 fortificaciones a lo largo de la costa andaluza, tanto torres troncónicas, como fortines tipo pezuña o fuertes abaluartados.

La desafortunada (por racista) expresión “hay moros en la costa” tiene aquí su origen. Quien haya oído hablar del SIVE (Sistema Integrado de Vigilancia Exterior) que sepa que ya fue inventado hace muchos siglos con idéntica misión.

Repasando con mirada crítica la historia de esta Frontera Sur, hemos de señalar que buena parte del imaginario negativo que la población española tiene sobre Marruecos y sus gentes, bebe de aquellas fuentes interesadas del poder monárquico de la edad media. Esta visión anacrónica y distorsionada que se mantiene aún en el presente se ha ido completando a base de prejuicios y estereotipos en los siguientes siglos, en los que continuó ampliándose y ahondándose el tremendo foso que hoy supone nuestra Frontera Sur para los derechos, las libertades y las relaciones entre los pueblos de las dos orillas.

Pero esos siglos ya podrían ser la siguiente historia, la de la agonía de un imperio corrompido y moribundo que todavía intentó jugar a ser potencia colonial en los albores del siglo XX. De nuevo acudiendo a la agresión desaforada y ahondando el foso entre dos pueblos que, sin embargo, tenemos tanto en común.

Para llegar al triste momento actual de un Mediterráneo cargado de vallas, alambradas y concertinas, patrulleras, drones y un abrumador despliegue militarizado que, como decíamos, solo provoca sufrimiento, dolor y muerte, amén de un sinnúmero de violaciones de derechos humanos.

Rafael Lara es Coordinador del área de solidaridad Internacional de la APDHA

[Fuente: El Salto]

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2019

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