La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Perfecto Andrés Ibáñez
Una acotación al margen del procés
Lo producido en Cataluña y de lo que se ocupa la sentencia del procés —según el Larousse, que expresa la autorizada tradición francesa en el tratamiento teórico del coup d’etat, como «violación deliberada de las formas constitucionales por un gobierno, una asamblea o un grupo de personas que detentan autoridad»—, fue un golpe de estado civil. Ahora no importa si consumado o solo intentado y tampoco su concreta calificación jurídico-penal. En ese sentido y filológicamente (subrayo lo de «filológicamente»), habría sido también una forma de rebelión. En efecto, porque en el Diccionario, en el nuestro, «rebelarse» es sublevarse. Y sublevación, en la segunda de sus dos únicas acepciones, equivale a «excitar indignación, promover un sentimiento de protesta». Y en lo que hace al factor violencia, me parece útil señalar que, en una de las acepciones del mismo Diccionario, sería «violenta» la actuación «contra el natural modo de proceder», aquí el constitucional y legal.
Es así porque, quienes habían recibido un aparato de poder, con todo lo que esto implica, lo lanzaron, sirviéndose de él como ariete, contra el marco constitucional que era su fuente de legitimidad, para romperlo. En eso y no otra cosa consistieron acciones como derogar la Constitución y el Estatuto, que, aun producidas en una sede parlamentaria, discurrieron por puras vías de hecho.
Por otra parte, esas acciones se desarrollaron dentro de un plan dirigido a implicar, como implicaron activamente, a la ciudadanía en la defensa de esa ruptura del ordenamiento y del marco estatal. Con el fin de estimular su solidaridad con la iniciativa golpista, y de llevarla a practicar una desobediencia activa a la legalidad derogada y a algunas resoluciones del Tribunal Constitucional, y a obstaculizar la actuación de las fuerzas del orden público encargadas de dotar de efectividad a estas.
¿Hubo violencia? La hubo (no, por fortuna, la que podría haberse desatado) y es algo con lo que se tuvo que contar, pues era la más que previsible y obvia consecuencia probable de llamar a la población a secundar masivamente en la calle aquellas actuaciones groseramente antijurídicas. Además, hay constancia de que los mandos de la policía autonómica advirtieron de ese riesgo a los responsables políticos.
Por otra parte, conviene insistir en que no se trató de la toma de ningún palacio de invierno desde la calle para acceder al poder, pues los alzados ya lo tenían y, por tanto, pudieron actuar desde dentro y en uso de él, sin asaltar físicamente sus sedes. Así, lo que hicieron fue subvertirlo y utilizarlo, no para el fin constitucional que justificaba y legitimaba su titularidad, sino para romper la institucionalidad democrática. Generando, al mismo tiempo, en la población un clima de apoyo cómplice a esa iniciativa que constituyó una verdadera sublevación en el sentido indicado.
Se ha apelado a la democracia, a cierto mandato popular informal captado por los augures, como modo de dotar de legitimidad a la intentona golpista. Una pintoresca democracia desmelenada, al margen de las reglas, sin cabida en este y en ningún marco constitucional.
Por otra parte, hay un factor inherente a esta situación, en el que no se repara. Es que estrategias antiinstitucionales como la que está en curso, promovidas por sujetos tan incalificables y tan política y socialmente destructivos como Torra, dejan en quienes se implican en ellas un difuso poso contracultural de esa índole, que ahí queda. Que es tóxico y acumulativo y que —lo suyo no son los matices— en algún momento, podría volverse contra cualquier otra institucionalidad que no fuera la española.
¿Rebelión, sedición en sentido jurídico? A mi juicio, puede justificarse con suficiente rigor argumental lo segundo. Pero diría que, siendo importante, esto es algo que en el contexto en que se sitúan estas consideraciones, no importa tanto. Porque lo verdaderamente relevante es que un grupo de políticos iluminados, ungidos de un infantil sentido de misión que fue una infinita falta de responsabilidad, han sumido a una región de este país en el caos en que se encuentra. Generando un clima de división y de ruptura del ligamen social y de la convivencia civil que será muy difícil revertir.
Y lo que es tremendo: no lo hicieron acuciados por la urgencia de salir de una situación de opresión, de dramática necesidad, pues lo cierto es que los ciudadanos de Cataluña en 2017, aparte la renta per capita, gozaban en plenitud de todas las libertades reconocidas en cualquier constitución de nuestro entorno de cultura.
Sucede que ese grupo de insensatos —lo han admitido— decidió jugar, echar un pulso al Estado español, como para ver, curiosos, qué es lo que podía pasar. Algo, en su enloquecido discurso, banal, sin mayor importancia y obviamente atípico desde el punto de vista jurídico-penal…
Que se sepa, a semejantes necios aprendices de brujo, todavía no se les ha caído la cara de vergüenza.
20 /
10 /
2019