La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
José Luis Gordillo y Juan Ramón Capella
Sobre la desobediencia incivil, con una propuesta
Ciertas gentes del movimiento independentista catalán dicen practicar la desobediencia civil de unas leyes que consideran injustas.
La desobediencia civil a la ley, según cuantos la han analizado, teorizado y practicado, consiste en comportamientos de desobediencia pública, pacífica, y atenida a las consecuencias. Esta es la desobediencia civil que pusieron en práctica Thoreau, Gandhi y Martin Luther King. Pues bien: la desobediencia independentista es pública y (relativamente) pacífica, pero rechaza atenerse a las consecuencias. Esa desobediencia no es desobediencia civil, sino ilícita.
La CUP, tal vez consciente de eso (o no, porque nunca se sabe cuan abismal puede ser la ignorancia de algunos), habla de “desobediencia institucional”, lo cual equivale a proponer un retorno al ancien régime, a los despotismos no atados por el derecho: a la ley del más fuerte. Se desobedece desde el poder y con el poder que desobedece, y punto. Hoy sería la selva.
En cualquier caso, conviene recordar que en la bondad de los medios no está contenida la bondad de los fines: la desobediencia civil y la no violencia se pueden utilizar tanto para fines justos como para fines injustos. En un sistema político con derechos y libertades, elecciones limpias, etc., no parece justo tratar de imponerse a la voluntad de la ciudadanía democráticamente expresada o despreciarla. No parece justo contraponerse a la democracia simulándola.
En Cataluña se están dando manifestaciones gigantescas y pacíficas, y al tiempo desórdenes públicos violentos por parte de minorías predominantemente juveniles.
En las primeras —pacíficas— hay que detectar dos rasgos: las gentes que se manifiestan creen que se han conculcado derechos, derechos propios o de los condenados por el Tribunal Supremo; y dos: el impulso a manifestarse procede de la frustración. La frustración de haber sido vencidos, que no se quiere reconocer, y de haber sido engañados por los propios dirigentes independentistas. Pero, paradójicamente, con esas manifestaciones se pretende prolongar un contencioso ya perdido y un engaño masivo que constituye una de las páginas más vergonzosas de la historia de Cataluña.
El segundo rasgo es muy importante: la frustración de tantas gentes fue creada precisamente por quienes las hicieron creer que la independencia de Cataluña era hacedera y casi inmediata.
Que se impondría al Estado y sería internacionalmente reconocida. Es la frustración de esa creencia, que sin preguntarse quién se la inculcó, dirigen ahora contra el Estado español (sea lo que sea eso en sus recalentadas cabezas), y prolongan con ella un historial de agravios reales o supuestos que la dotan —a la frustración— de gran fuerza emocional.
Todo ello, claro, ignorando a la mayoría de la población catalana, que en todo tipo de elecciones siempre ha votado mayoritariamente a fuerzas no independentistas. Ignorando la democracia, como ocurrió básicamente en el pseudoreferéndum del 1 de octubre de 2017, y conculcando no solo la legalidad constitucional sino además el propio Estatuto de Cataluña.
Es obvio que los condenados por sedición han tenido un juicio con todas las garantías. Ya les gustaría a muchas de las personas juzgadas por cualquier delito gozar del mismo trato exquisito que han recibido los políticos burgueses ahora condenados. Les encantaría, por ejemplo, a los más de 500 musulmanes pobres que desde 2004 han sido acusados de terrorismo y finalmente han sido absueltos de todos los cargos tras haber pasado un calvario judicial (lo que incluye la aplicación de la legislación antiterrorista) digno de El proceso de Kafka. Y dicho fallo, además, es recurrible ante instituciones europeas. Pero con las anteojeras secesionistas que consideran su conducta como la desobediencia civil que no fue, logran encontrar argumentos para creer que se han conculcado sus derechos.
A estas personas erradas pero pacíficas hay que tenderles la mano a sabiendas de que mientras en la presidencia de la Generalitat y en la televisión autonómica se mantenga el mismo personal será muy difícil que la verdad, la compleja verdad, pueda abrirse camino en las conciencias.
Caso distinto es el de los violentos que han protagonizado los actos vandálicos de los últimos días. El secesionismo tiene en su trastienda a Terra Lliure y a los asesinatos del alcalde Viola y su esposa y del empresario J. M. Bultó. El terrorismo. Uno de los implicados en aquellos asesinatos ha reaparecido dirigiendo un “Sindicato” secesionista.
La masa principal de esos colectivos violentos son escolares, estudiantes o parados muy jóvenes. Se trata de una masa de maniobra que ignora todo límite legal y también moral. Actúan enmascarados. Son grupos amigos de la pelea, de destruir por destruir, de destrozar. Pollos sin cabeza que han encontrado una “causa” que les permite dar rienda suelta a su frustración. No buscan un orden nuevo, sino solo el desorden por el desorden. En nuestra opinión, será difícil acabar con esta lacra. Sin duda, frente a ella es totalmente lícita la actividad represiva del Estado siempre que se lleve a cabo dentro de los límites legales y de acuerdo con los principios de oportunidad, congruencia y proporcionalidad.
La paciencia que habrá de presidir la relación de los catalanes no independentistas con los que lo son y se expresan pacíficamente no tiene aplicación con los violentos, cuya reducción antes de que completen su metamorfosis en grupos terroristas es de primera necesidad.
En este tiempo carece de sentido cualquier negociación con los representantes del independentismo que no hayan abandonado este objetivo por vías de hecho. Luego, en momentos menos agitados y con un nuevo gobierno en la Generalitat, se podrá negociar. Sin embargo, cualquier negociación será muy difícil y frustrante. En ese sentido, ya no valen genéricas llamadas al diálogo que no especifiquen sobre qué exactamente hay que dialogar o, dicho de otra forma, que no incluyan una o varias propuestas concretas de superación de la situación existente. Es cierto que la judicialización de la política es una mala cosa, pero, en el caso que nos ocupa, ésta empezó cuando las autoridades de una institución pública decidieron pasarse por la entrepierna los derechos y libertades reconocidos en la Constitución y el Estatuto de Autonomía. Esas libertades y derechos fueron conquistados con mucha sangre, sudor y lágrimas por los luchadores antifranquistas, en especial por los trabajadores y sus aliados políticos. Quienes los desprecian, están despreciando también a la resistencia antifranquista. Son, pues, derechos y libertades innegociables. A partir de ahí, se puede hablar de muchas cosas.
El nacionalismo catalán, en el mejor de los casos, tal vez pretenderá finalmente, además de metafísicas varias, que se den más competencias a la Generalitat. Pero los catalanes no secesionistas creemos que ya tiene demasiadas, y que los sucesivos gobiernos catalanes las han usado mal, con la anuencia de los partidos estatales que para gobernar necesitaban, todos, los votos de los nacionalismos periféricos.
No hay que negociar sin saber antes que los secesionistas no van a pedir la Luna. Y, desde luego, indultos parciales para los condenados por el Supremo deben quedar en cualquier caso fuera de la negociación, salvo que formaran parte de un acuerdo muy amplio que permitiera avanzar en los procesos de democratización en toda España, una posibilidad que ahora es muy remota y, desde luego, algo que al grueso del independentismo catalán le importa muy poco.
Por otra parte, las peticiones de amnistía que han empezado a ser formuladas desde diferentes sectores, amén de contrarias a la legalidad vigente, siempre se acabarán enfrentando al problema de delimitar su alcance, esto es: ¿sólo amnistía para los políticos burgueses catalanes?, ¿por qué?, ¿porque son burgueses?. ¿Y por qué no para los condenados por intentar rodear el Parlament de Cataluña en 2011? ¿Y para los sancionados por participar en toda España, entre 2010 y 2012, en las huelgas generales contra los recortes sociales, marchas de la dignidad, mareas varias, “rodea el congreso”, etc.? ¿Y por qué no para los condenados por hacer chistes macabros en las redes sociales? Para todo estos ni siquiera se piensa porque o bien no son catalanes o bien porque son precisamente aquellos con quienes se ha competido para capitalizar el descontento social y, por tanto, a quienes había que arrinconar con el ilusorio independentismo. Por otra parte, las amnistías los son para un bando y para el otro. Quienes ahora claman por la amnistía, ¿también la piden para los policías procesados por su actuación en el transcurso del pseudorreferéndum del 1 de octubre de 2017? Hay propuestas que no se pueden hacer desde la frivolidad y la improvisación.
A los ingenuos hay que recordarles que los condenados, además de los delitos por los que han sido condenados, son responsables de otras cosas muy graves: enfrentar entre sí a los ciudadanos catalanes, en una brecha que se volverá endémica (como la existente en Bélgica entre flamencos y walones o entre católicos y protestantes en Irlanda del Norte); crear otra brecha antes inexistente entre parte de la población catalana y la española y quizá viceversa; y dar pábulo al extremismo nacionalista español de derechas, dar pábulo al pre-neofascismo de Vox. Estas responsabilidades también les deben ser exigidas y puestas en primer plano.
Al margen de las negociaciones, hay materias —viejas demandas catalanas— a propósito de las cuales una acción de gobierno inteligente y unilateral puede ayudar a reducir la tensión; p.ej., la gratuidad de las autopistas de concesión estatal, desde La Junquera a Vinaroz y a Zaragoza (bastante más de lo previsto para 2022); una modernización del servicio ferroviario de cercanías, que parece dejado de la mano de Dios; un mejoramiento de la línea férrea que une Barcelona con Vic y la frontera francesa, una vergonzosa antigualla; y la actuación en las ciudades catalanas de la ONE, el Teatro Nacional, el Ballet Nacional —lástima que no puedan redefinirse como ‘federales’—; creación de la Biblioteca del Estado en Barcelona, cuestión que lleva años paralizada, etc.
Lo malo es que todo eso sería política de Estado, y resulta dudoso que los partidos, incluso los mayores, sean capaces de hacer otra cosa que política de partido.
Una propuesta
Quizá los problemas de Cataluña encontraran vías de solución si se cumplieran las siguientes condiciones.
En primer lugar, para empezar a hablar en serio, una condición sería que los propios partidos nacionalistas catalanes tomaran la iniciativa de reformar la inicua ley electoral catalana —que aparece como disposición transitoria desde el Estatut de Sau—, y que nunca han aceptado reformar porque les favorece. Dejar a millón y medio de barceloneses sin determinar escaño en el Parlament es una práctica antidemocrática. El retorno a la democracia y no a la imposición señala como primera medida una distribución de los escaños del Parlament estrictamente proporcional a los censos electorales. La iniciativa debería partir, aunque no necesariamente, de los partidos nacionalistas, como expresión de buena voluntad.
Si la iniciativa de nueva ley electoral parte de diputados no particularmente nacionalistas, eso supondría un órdago a la capacidad de concordia del independentismo.
Con una ley electoral democrática, convocar elecciones al Parlament para la elaboración de un nuevo Estatut que reconozca la pluralidad de la sociedad catalana. Respetar, como Tarradellas, a todos los ciudadanos de Cataluña en vez de tratar de ahormarles. Delimitar cuidadosamente las competencias estatales y autonómicas.
Con un nuevo Estatut, buscar los apoyos más amplios posibles en el Parlamento de España.
En Cataluña es urgente la convocatoria de elecciones no trufadas para sanear sus instituciones a través del impulso democrático. Eso no será la panacea que se necesita, pero puede ayudar a devolver algo de serenidad a todo el mundo y a facilitar la convivencia o, con menos pretensiones, la conllevancia. A fin de cuentas, a todos nos gustan los panellets.
27 /
10 /
2019