La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Juan-Ramón Capella
Sobreproducción o infraconsumo
Sobreproducción e infraconsumo parecen ser lo mismo pero no lo son. Pueden ser producidos por fenómenos económicos diferentes, por mecanismos diferentes. Se acerca a nosotros una recesión económica. Probablemente endémica. Vale la pena examinar estos conceptos, los procesos reales que hay por debajo de ellos y las políticas económicas aplicables en cada caso,
El crack de 2008 fue debido claramente a una crisis de sobreproducción. La financiarización de la economía permitió una expansión del crédito hasta extremos inverosímiles y la expansión de la producción que se compraba a crédito; finalmente, suscitó el gran batacazo debido a que los créditos no se podían pagar. ¿Fue una de las crisis clásicas del capitalismo, una crisis de sobreproducción, la mayor de todas? Probablemente, pero tal vez no fue solo eso.
El capitalismo de toda la vida se caracterizó por incorporar cada vez a más y más personas al trabajo asalariado. Primero en la agricultura y en la industria, sobre todo en esta última; después, en los servicios.
El tecnocapitalismo contemporáneo, en cambio, se caracteriza por todo lo contrario: por sustituir el trabajo de personas por el funcionamiento de máquinas robotizadas. Por expulsar a personas de la producción y del trabajo asalariado. Son y serán las máquinas las que se ocuparán de realizar gran parte de las operaciones productivas, crecientemente, y en el límite —teórico— todas, salvo las innovadoras y las realizables preferentemente de modo “artesanal” (enseñar a tocar el piano, por ejemplo).
La consecuencia está a la vista: masas enormes de desempleados, millones, reducción del trabajo asalariado y su remuneración real, discontinuidad en el empleo, aparición de trabajo prácticamente esclavo, pésimamente pagado, que no permite formar familias, etc. Eso es ya nuestra cotidianidad.
Con esa reducción inmensa de los salarios o directamente su desaparición la sociedad se ha polarizado de un modo nuevo: en su cúspide, supermillonarios y gentes muy ricas —esos que en caso de despido reciben indemnizaciones multimillonarias que ellos mismos se han hecho asignar, etc.—.
Algo más abajo, pero también con riqueza, todos los que pueden permitirse el lujo: los asociados a los anteriores, los golfistas, los eternos viajeros, incluso el diminuto sector de los deportistas de élite. El consumo de lujo crece.
Pero por debajo están las clases medias, cuyos ahorros destruyó la última crisis casi completamente, clases cuya pervivencia sin caer en la proletarización depende en la práctica de que la economía pase por una fase boyante; las clases medias se han venido abajo.
Y más abajo aún aún quedan otros estratos: el de los trabajadores empleados con salarios reducidos, el de los trabajadores “esclavizados” (repartidores, etc.), un infraproletariado, y los parados, a los que se llama retórico-políticamente desempleados.
¿Qué significa esto? Significa que las clases medias ya no consumen como antes, que no pueden ahorrar. Que su demanda de bienes ha caído. Significa que los trabajadores malpagados subconsumen, que los parados no consumen sino que sobreviven malamente. Significa, en otras palabras, que el nuevo tecnocapitalismo va a tener un problema endémico de demanda. Un problema no ocasional, no cíclico, no periódico sino endémico.
El capitalismo anterior siempre había sufrido una dificultad para convertir la inversión en ganancia, para vender todo lo que producía. Esto se ha exacerbado ahora. El tecnocapitalismo globalizado, hoy, puede producir muchísimos bienes muy baratos, pero produce al mismo tiempo personas sin capacidad para comprarlos. Produce infraconsumo —subconsumo respecto de sus capacidades productivas y respecto de la producción real, cuya absorción por el mercado muy probablemente se ralentiza.
Por eso el tecnocapitalismo no puede evitar la recesión, que acabará convirtiéndose en endémica salvo que intervenga el Estado —los Estados—.
En las crisis de sobreproducción la intervención estatal tiene por objeto crear demanda endeudándose para que la actividad económica se ponga de nuevo en marcha y el empresariado pueda introducir innovación tecnológica para producir mejor y elevar así su tasa de ganancia.
También en una crisis de subconsumo el Estado está llamado a desempeñar una función socio-económica, pero ha de ser distinta de la anterior. Socialmente debe redistribuir el acceso a la producción, para lo cual debe crear primero una recaudación fiscal suficiente.
Esa recaudación puede provenir, obviamente, de las rentas altas, sin ser tan dura que impida la inversión. Pero ha de provenir también de los robots empleados por las empresas, los que sustituyen al antaño trabajador contribuyente. Lo ha propuesto uno de esos nuevos millonarios de Silicon Valley. Y es lo que hubiera debido hacer el Estado cuando la Caixa instaló el primer cajero automático, un robot que traslada a los clientes una ingente cantidad de trabajo que antes correspondía a los empleados.
Con recaudación fiscal podría haber redistribución hacia los parados, que de este modo podrán consumir. El Estado ha de actuar como redistribuidor del producto nacional. Tal debe ser su función social.
Que al propio tiempo es su función económica: apoyar la demanda, combatir el subconsumo.
Claro que sobre el consumo y la producción en general hay que hablar también desde otro punto de vista: el ecológico. Determinadas producciones y consumos, sobre todo los vinculados al lujo, deben cesar; otras deben cambiar cualitativamente; otras producciones no lujosas también deben cesar, y otras, finalmente, mejorar: las relacionadas con la vida y la salud. Esto añade complicación al futuro del mercado. La problemática ecológica, sin anular mucho la acción del mercado, exigirá orientaciones productivas del Estado, que deberá recuperar, cambiada, la vieja noción de fomento.
El sueño de una sociedad en que los robots realicen gran parte del trabajo carece de sentido si al llegar al mercado las mercancías no encuentran comprador.
Al lector no se le escapa que la propuesta de política redistributiva dibujada en estas páginas, obviamente la más racional y lógica, no es la que se da en la realidad. Carece aún de agentes que la propugnen, la sostengan y la impongan como política pública.
Quizá el capitalismo de estado y de mercado chino sea el mejor preparado hoy para la redistribución, aunque con falta de libertades políticas y elevados niveles de corrupción.
Pero el capitalismo occidental va en otra dirección. A la crisis del neoliberalismo y la financiarización desencadenada en 2008 respondió con más neoliberalismo. Hoy responde, al tener a la recesión en su perspectiva, con guerras comerciales. Ambas impulsadas por políticas de derechas. Las guerras comerciales, nos lo enseña la historia, pueden acabar mal, convirtiéndose en guerras de las otras. Y al tecnocapital aún le quedaría otro recurso: arrumbar con las libertades y recurrir a regímenes políticos autoritarios dirigidos a disciplinar a su gusto a la multitud.
Hemos entrado en una época nueva, en un mundo distinto. Es preciso desprenderse de las creencias que se han convertido en falsas y ver el mundo sociopolítico con una mirada renovada. Se precisan agentes políticos nuevos, serios y ordenados —de momento ninguno está a la vista— que se doten de un programa estratégico de redistribución del producto social, de un programa de transformación ecológica del modo de vivir y producir, de un programa de lucha contra la desigualdad socialmente reproducida.
B., 6 de octubre de 2019. Publicado en InfoLibre
ADDENDA PARA MIENTRAS TANTO:
Rafael Poch de Feliu me facilita los datos que reproduzco más abajo (de su libro La Quinta Alemania, Icaria, 2013), que parecen confirmar la tesis sostenida en este artículo. Ahí van:
La devaluación del trabajo determina una devaluación del consumo y también de la recaudación fiscal con grandes consecuencias para el bienestar. Entre 1995 y 2010, la cuota de mercado de las ventas de productos baratos y de baja calidad en el mercado minorista de alimentos ha pasado del 29,2% al 43,6%. Paralelamente, alrededor del 50% de los hogares alemanes no pagan impuesto sobre la renta porque ganan demasiado poco para hacerlo. La sociología ha acuñado un concepto para definir este fenómeno: “economía de baratillo”, (Ramschökonomie). Ocupando el cuarto puesto mundial en cantidad de personas con fortunas de miles de millones (por detrás de Estados Unidos, China y Rusia), la lista de las mayores fortunas alemanas ya no la encabezan apellidos industriales como antaño Krupp y Quandt, sino magnates de negocios de discount como Aldi y Lidl. El enorme éxito de los almacenes baratos y de baja calidad, de comida, ropa y artículos de primera necesidad, refleja todo un estado de la economía. Veinte años de estancamiento salarial no dejan gran cosa en los bolsillos de gran parte de los alemanes. En consecuencia, el consumo interno alemán, que tan importante sería para lanzar impulsos de recuperación al resto de la eurozona, está estancado desde hace diez años. Todo ello degrada la estructura del propio mercado: con menos consumidores los productos más complejos y sofisticados se hacen menos rentables y su demanda baja en beneficio del baratillo.
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