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Antonio Antón

Reflexiones para el 11-N

Parto de la hipótesis de unos resultados electorales para el 10-N, con unos equilibrios representativos similares a los del 28-A, es decir, con una mayoría relativa del Partido Socialista, aunque sin suficiencia para gobernar establemente en solitario, y sin que la alianza de las tres derechas consiga la mayoría suficiente para configurar el Ejecutivo. En todo caso, puede haber algunas variaciones respecto de los posibles acuerdos y estrategias partidistas. La situación es incierta, en particular por el impacto social y electoral de la dinámica en Cataluña, tras la sentencia del procés y la reacción de las distintas fuerzas políticas. Me centro en las enseñanzas de este corto periodo desde las anteriores elecciones generales de abril y el fracaso de las negociaciones para un gobierno de progreso, para clarificar el escenario posterior al 10-N. 

PSOE: Adiós al cambio de progreso

La dirección del Partido Socialista ha vuelto a cambiar su retórica política. El énfasis no es en el cambio de progreso, sino en la estabilidad gubernativa y una España uninacional. La tarea principal ya no es garantizar un giro social a la política económica y laboral, una profunda democratización política y un encauzamiento de la cuestión territorial desde el diálogo y la articulación de la plurinacionalidad, tal como deseaba la mayoría progresista. Ahora se trataría de asegurar la normalización política en torno a un nuevo bipartidismo corregido, mediante la estabilidad gubernamental bajo la hegemonía socialista que es el hilo conductor unificador y conformador de la nueva/vieja élite gobernante que expresa el plan del presidente Sánchez.

Supondría su conquista de la centralidad política y la determinación de unas políticas públicas (económicas, institucionales, medioambientales y territoriales) continuistas respecto del periodo anterior gobernado por el Partido Popular con leves retoques progresistas. Las medidas más importantes o de Estado, deberían ser pactadas con las derechas, los poderes establecidos y las instituciones de la UE. Ello supone la contención de las expectativas sociales de reformas progresivas, democráticas e igualitarias, así como el aminoramiento de la capacidad de influencia de las fuerzas del cambio (Unidas Podemos y sus aliados y convergencias como En Comú Podem, e incluyendo a formaciones como Compromís y Más País).

Las palabras cambio, bloqueo, estabilidad, progresista o España adquieren nuevos sentidos. Hay una disputa mediática por su significado, que refleja los respectivos intereses y reorientaciones estratégicas de formaciones políticas y grupos de poder. En particular, para analizar la estrategia socialista hay que precisar su contenido, situar esos significantes en su contexto y su función; igualmente, para explicar la encrucijada política y las posiciones de los principales actores. Forman parte del proceso de diferenciación y legitimación de los distintos relatos y legitimaciones sociales. Se trata de clarificar el trasfondo de la actual coyuntura electoral del 10-N y, sobre todo, el escenario posterior con los distintos proyectos político-sociales y su impacto en los probables reequilibrios de las fuerzas políticas.

Así, según el relato socialista el cambio (político) ya se habría consumado. La exitosa moción de censura, avalada por las corrientes progresistas y nacionalistas, y su victoria electoral relativa del 28-A, que pretende revalidar y ampliar el 10-M, expresaría la culminación de ese cambio. Su contenido es el acceso del PSOE al Gobierno. Y lo que busca es el monopolio del poder institucional y su estabilidad, es decir, su prolongación duradera sin fuerzas que lo condicionen significativamente, en particular por su izquierda (y el nacionalismo catalán).

Según esa lectura, ya no es necesario insistir en más cambio real para mejorar las condiciones socioeconómicas de la mayoría social y afrontar los retos democratizadores. Nos plantamos en la normalización institucional y socioeconómica, en la gobernabilidad ordinaria. La cuestión social y la desigualdad son temas periféricos o retóricos. Aunque el reto independentista sirve para justificar mano dura estatal, abandonar el diálogo político y distanciarse de la idea de una España plural. Se abre la paradoja de una nueva polarización de dos Españas.

El cambio ha ido adquiriendo un exclusivo sentido institucional: una recomposición de la élite gubernamental frente a la derecha. Se ha desalojado al Ejecutivo corrupto del Partido Popular, se ha revalidado a Sánchez en las elecciones generales y ya está conseguido el recambio gubernativo. Se ha realizado de forma ‘segura’ o ‘sensata’ y solo cabe reforzar la estabilidad del nuevo poder. La palabra estabilidad ya no se corresponde con una reclamación popular referida a la seguridad y decencia del empleo, las condiciones de vida digna, los derechos sociales o el Estado de bienestar. Se reinterpreta como garantía de poder de una élite institucional. Ya no cabría seguir hablando de cambio. El obstáculo es el sentido dado a esa palabra por la gente progresista que alude a un contenido más profundo: un cambio real de progreso, con justicia social y más democracia, frente al continuismo de las políticas públicas de la década anterior.

Pero tras el 28-A (elecciones generales) y, sobre todo, tras el 26-M (elecciones locales y autonómicas), hay un giro político y semántico por parte de la dirección socialista. Para la lógica del cambio de progreso, mayoritaria también entre las bases socialistas, era necesario un amplio acuerdo de todas las fuerzas progresistas partícipes del desalojo de Rajoy y el inicio de una nueva etapa con el refuerzo de expectativas cívicas de reforma progresiva, democrática, social y política. Por tanto, era imprescindible un Gobierno de progreso, no una alianza con Rivera y/o Casado.

El emplazamiento social al PSOE era claro: un gobierno compartido y plural, con una base representativa más amplia y, por tanto, más estable y operativo para hacer frente a los retos acumulados y la oposición de las derechas y los poderes fácticos. Una tarea de transformación sustantiva y progresiva en beneficio de la gente y la democracia, que solo se ha atisbado este último año y que, a pesar de una frustración relativa por el incumplimiento de los acuerdos presupuestarios, los resultados del 28-A permitían retomar.

Pero la bandera del cambio ha sido abandonada por la dirección socialista. La nueva tarea es la estabilidad, asociada a una mayoría suficiente para un gobierno monocolor socialista, con su libertad para pactar con la derecha las políticas importantes y sin fuertes condicionamientos por su izquierda. Es ilustrativo su lema: Ahora Gobierno. Ahora España. O sea, más monopolio institucional socialista y mano dura al nacionalismo catalán. ¿Dónde quedan las propuestas transformadoras de lo socioeconómico, democratizadoras de la política y de diálogo integrador de la plurinacionalidad que se expresaban bajo la palabra cambio progresista?. El cambio se diluye y lo progresista se deja en la ambigüedad.

El Partido Socialista pone en primer plano el monopolio de la gestión gubernamental: el Gobierno monocolor o en solitario, ‘un’ Gobierno homogéneo y cohesionado dirigido por su presidente, sin margen para una mínima negociación equilibrada con sus (supuestos) socios de Unidas Podemos. No hay respeto a la pluralidad representativa (por su izquierda, veríamos con Ciudadanos).

El contenido y el papel de su programa político y económico, más allá de algún lenguaje progresista, son deliberadamente ambiguos. Lo principal es la prevalencia socialista en su interpretación y ejecución. Es decir, la línea programática está subordinada a su control, así como a la correspondiente capitalización electoral de su gestión. Su sentido es el abandono de una dinámica de transformación progresista, con una labor propagandista para neutralizar la demanda cívica de cambio de progreso que se expresó en la moción de censura, los acuerdos políticos y presupuestarios con Unidas Podemos y la victoria electoral progresista en el 28 de abril.

Su apuesta política y su relato en estos cinco meses, con la negativa a un gobierno plural y su insistencia en un gobierno cohesionado bajo la disciplina de su presidente tiene ese sentido: persuadir a la amplia base progresista, incluida la mayoría de su electorado, de la imposibilidad de un cambio real de progreso y un acuerdo sólido para ejecutarlo desde un gobierno plural y compartido. O sea, el famoso bloqueo institucional consistiría en impedir las dinámicas y garantías para un cambio de progreso, constituidas durante una década y expresadas institucionalmente este lustro, evitando que no se note y adjudicando la responsabilidad a los demás.

La opción fundamental del Partido Socialista, dada la oposición visceral de Ciudadanos, ahora corregida, era gobernar en solitario, con un proyecto centrista en lo socioeconómico, continuista en lo institucional y con un nacionalismo españolista confrontado en la práctica a la visión plurinacional y federal o, simplemente, democrática y de diálogo político. Los elementos progresistas son limitados y con una función retórica para intentar contentar o despistar a parte de sus bases sociales. El acuerdo con el poder establecido, evidente. Culmina su adiós al cambio de progreso, solo modificable por la fortaleza de las bases progresistas y la legitimidad social de las fuerzas del cambio.

La dificultad del gobierno de coalición

El gobierno de coalición no ha sido posible, fundamentalmente, por el proyecto socialista de continuismo programático, neutralización de la dinámica del cambio de progreso y subordinación de la representación política que lo expresaba. El interrogante para el 11-N, por tanto, es pertinente: ¿Es posible un auténtico gobierno de coalición, plural, pactando el Partido Socialista un programa común para articular un proyecto compartido de país, sin el sometimiento o la marginación de Unidas Podemos? No valoro la contribución de Más País que se ha pronunciado por garantizarle la gobernabilidad, ya que todas las encuestas consideran que no va a ser determinante para garantizarlo, si no hay un acuerdo a tres.

Pues bien, Sánchez insiste en que no. Su opinión es difícil que cambie a través de una estrategia unitaria y de cooperación de las fuerzas del cambio, necesaria pero insuficiente. La experiencia de la investidura nos dice que, aunque concilió durante dos días con el nombre de coalición, su concepción de un gobierno homogéneo, no dos, implicaba la ausencia de autonomía para Unidas Podemos, el factor principal de desconfianza. Ya lo manifestó en la propia investidura y lo podía haber impuesto como pretexto definitivo para romper la breve negociación y convocar elecciones en el caso de haber admitido UP su propuesta ministerial. La exigencia socialista era la renuncia a una gestión reformadora significativa y, sobre todo, a la correspondiente legitimidad social para fortalecer el espacio y la dinámica de cambio de progreso. Para vencer esa reticencia socialista a la pluralidad es necesario la generación de un importante problema de legitimidad social, sin que sea posible su apoyo en las derechas.

Desde esa perspectiva, se puede remarcar como un error menor la oposición de la dirección de UP de la propuesta socialista de una vicepresidencia y tres miniministerios. Su argumento era su insuficiencia y falta de clarificación sobre sus competencias; y aspiraba a algo más (las políticas activas de empleo), confiando en la prolongación de la negociación, cosa que se desveló ilusa, sin prever el portazo socialista. Se estaba infravalorando la firme determinación de Sánchez y su equipo, si no tras el 28 de abril sí después del 26 de mayo, de imponer su proyecto programático y de gestión gubernamental prácticamente sin negociar o bien convocar nuevas elecciones con la expectativa de incrementar su representatividad y su poder. Su plan fue ratificado durante la investidura fallida de julio. Los meses de agosto y septiembre ya han sido un mero postureo para justificarlo.

El plan hegemonista de Sánchez

Ese plan también conllevaba su interés hegemonista de seguir debilitando a Unidas Podemos, neutralizando su proyecto autónomo. Sus condiciones pretendían asegurar, al menos, la continuidad de la tendencia electoral, expresada el 28 de abril, en que a pesar del acuerdo político y presupuestario, sin gobierno compartido, se incumplió la mayor parte y no impidió el trasvase de más un millón de votantes y una treintena de escaños hacia el PSOE desde UP; aunque en ello hubiera también otras causas, como el favoritismo mediático en el primer caso y su división interna y la acción de las cloacas en el segundo.

La dirección socialista ha vuelto a plantear el auténtico escollo: la falta de garantías del sometimiento de la representación de Unidas Podemos, la llamada falta de confianza o fiabilidad. Es el pretexto definitivo para romper la negociación y convocar elecciones para volver con similares objetivos al mismo sitio… pero con mayor ventaja. Además, la restricción a la libertad de crítica a determinadas actuaciones problemáticas de la mayoría gubernamental o su presidente la extiende al resto de líderes no presentes en el Ejecutivo, como el propio Pablo Iglesias o Ada Colau.

O sea, exige una defensa colegiada y disciplinada del conjunto de ambas formaciones a todo el proyecto gubernamental, incluido las llamadas políticas de Estado, que además de la política económica, exterior, de seguridad y las medidas punitivas ante el conflicto catalán, podrían llegar a temas sensibles como la reforma del sistema de pensiones, el pacto educativo, la inmigración, la sostenibilidad medioambiental, la igualdad de género o las libertades civiles (ley Mordaza). Todo ello sin negociar su sentido, con su letra pequeña, su concreción y su financiación, en un programa común detallado, y con probables pactos con las derechas y sin garantías de un cumplimiento beneficioso para la mayoría social, con perspectiva igualitaria y democrática.

Por tanto, la decisión socialista contra un gobierno plural está basada en su prepotencia y su percepción de la imposibilidad de doblegar a Unidas Podemos para que acepte su total liderazgo en un proyecto unilateral, centrista de apariencia progresista. No dejaba un hueco razonable para implementar algunas políticas sociales transformadoras beneficiosas para las personas y el correspondiente refuerzo del espacio del cambio.

En los tres ámbitos se producía el choque: dimensión transformadora frente a continuismo gestor; ampliación del campo progresista frente a las derechas, considerando mutuamente la legitimidad de ambas fuerzas sin ventajismo para el Partido Socialista, como en el periodo anterior, y cohesión y disciplina respecto del conjunto de las políticas de estado y las decisiones presidenciales frente al reconocimiento pactado de cierto pluralismo político y autonomía, particularmente ante los desacuerdos.

La dirección de Unidas Podemos, desde el realismo y su afán de llegar al acuerdo de gobierno de coalición, ya había hecho importantes concesiones. Dejaba en mano socialista las grandes políticas de Estado, económicas, institucionales y territoriales. Es decir, acataba la implementación gubernamental de su continuismo en esos campos con probables pactos con las derechas. Igualmente, retiraba el ‘escollo’ de la presencia del propio Iglesias en el Consejo de ministros, imposición que era un indicio de la prepotencia y ambición de poder de Sánchez y tener el pretexto de la ruptura. Además, aceptaba una gestión no proporcional a los votos y unos miniministerios.

La última barrera explícita era la aspiración a competencias claras en varias políticas sociales, con alta importancia práctica para la gente, particularmente la precaria y desfavorecida: regulación del precio de la luz y los alquileres, derogación de la reforma laboral, nueva subida del SMI, actualización de las pensiones por ley según el IPC… Tenían también un gran valor político-simbólico. Expresaban, parcialmente, el proyecto propio y el conflicto de fondo. No obstante, a pesar de tantas concesiones, para la dirección socialista no eran suficientes y esa última reclamación intolerable; fue el punto de ruptura.

Así, relacionado con esto último, el problema principal estaba en el choque de intereses y proyectos que significaba. No estaba cercano el acuerdo, ni era fácil. La propuesta socialista de ministerios estaba supeditada a su modelo de ‘un’ gobierno cohesionado. No había salido a la luz la divergencia de ambos proyectos, solo la fórmula de gobierno en solitario o en coalición. Por un lado, el carácter continuista y normalizador del proyecto socialista y su concepción prepotente del poder. Por otro lado, los objetivos mínimos de Unidas Podemos que no puede renunciar: implementar un avance social significativo, con un refuerzo de una mínima dinámica de cambio real para la mayoría social y su representación institucional. Su prioridad, tal como se ha demostrado, no son los sillones, sino su utilización para esos dos objetivos: mejoras para la gente y refuerzo del cambio, con los reequilibrios simbólicos y de poder correspondientes. Parece que en gran parte de la ciudadanía va quedando claro a pesar de la campaña gubernamental. El Partido Socialista tiene un problema de credibilidad ciudadana al haber bloqueado un gobierno de progreso plural. 

La pugna estratégica

En definitiva, el trasfondo de la pugna estratégica ha estado subsumido, lo que ha impedido un debate público, mediatizado por la propaganda de parte. No hay un bloque progresista (de izquierda o centroizquierda). Entre la ciudadanía sí hay una mayoría progresista, más o menos firme, diferenciada de las corrientes conservadoras. Pero en la representación política no; aparte de las derechas (y los nacionalismos periféricos) hay dos tendencias: una, centrista o continuista, aun con componentes y retórica progresista junto con elementos prepotentes; otra, transformadora y de cambio de progreso, de talante democrático e igualitario, aun con sus errores analíticos y políticos. Las dos posiciones ya estaban presentes el 29 de abril, cuando se planteó la dicotomía entre gobierno socialista en solitario o en coalición con UP. Pero el debate entre esas fórmulas lo ha acaparado prácticamente todo y solo a partir de la investidura fallida ha ido aflorando la distancia de ambos proyectos.

O sea, como ha expresado posteriormente el propio Sánchez, el motivo principal para su rechazo al Gobierno de coalición propuesto por Unidas Podemos no era una dirección general más o menos (dentro de las menores), sino la no garantía de la subordinación a su estrategia:  una línea política centrista con algunos componentes progresistas y un control del poder definido e impuesto unilateralmente. Es lo que apenas se discutió y que explotó con el asunto de las competencias ministeriales y el veto a Iglesias.

El plan de Sánchez tiene dos características. Por una parte, un sentido continuista vinculado al modelo socioeconómico e institucional dominante, en el marco del eje europeo liberal conservador. Por otra parte, su concepción monopólica del poder y su ejercicio antipluralista, como freno a las dinámicas y expresiones transformadoras y democráticas. Este aspecto es el que el propio Iglesias reconoce ahora que tenía Sánchez y no advirtió. Y es el tema de fondo que debía de haber sido objeto de negociación y acuerdo. El no hacerlo ha dado ventaja al Partido Socialista en su relato de justificación de su prepotencia y su responsabilidad en el bloqueo institucional y la nueva convocatoria electoral, antes que girar a la izquierda y acordar con Unidas Podemos.

Y es el asunto para tratar tras el 10-N. La triple opción básica es entre avance social y democrático, continuismo socioeconómico e institucional e involución política y regresiva. El ciclo de pugna por el cambio sustantivo de progreso no ha terminado. Hay tendencias cívicas que lo siguen defendiendo más allá del propio electorado del espacio del cambio. El gobierno de coalición es difícil pero no imposible. Su utilidad como emplazamiento creíble es dudosa. Lo principal es la ampliación del contrato sociopolítico de un proyecto de progreso entre el espacio del cambio y una amplia corriente progresiva que condicione al Partido Socialista. Veremos lo que dictamina el conjunto de la ciudadanía.

 

[Antonio Antón es Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid]

24 /

10 /

2019

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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