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Albert Soler

La opresión, para quien se la trabaja

Ser un oprimido no está al alcance de cualquiera. Solo hay que abrir un poco los ojos cuando se visitan estas pequeñas poblaciones catalanas, cerca de las ciudades, que han pasado a convertirse en zonas residenciales, para comprobar que cuanto más grande y bonita es la casa, más grande es también el lazo amarillo que adorna la balconada. Y no faltará alguna estelada al viento. Se trata de la vivienda de una familia oprimida, tal como indican las señales externas. Si ve un casoplón con piscina, una extensión de césped similar a la del Nou Camp y tres coches en el garaje, tenga por seguro que habrá también bonitos lazos amarillos, esteladas y quizás alguna pancarta anunciando al mundo que allí viven oprimidos, pidiendo auxilio, suplicando que alguien los saque de esa situación insufrible. Una cosa parecida pasa en la ciudad, donde la proliferación de pancartas en los balcones, y lazos en fachadas y en las solapas de los peatones, es especialmente notable en el centro, en los barrios de la burguesía. La Rambla misma, un domingo a mediodía, está llena de oprimidos tomando el aperitivo.

A mí también me gustaría ser un oprimido, pero me tengo que conformar con el sueldo de periodista y a vivir en un pisito de la periferia. En mi barrio, como que es un barrio de trabajadores y de inmigrantes, apenas hay oprimidos, por carencia de tiempo esencialmente. El domingo me gusta pasear por el centro de Girona y ver tantos oprimidos con lazo amarillo por la calle, viviendo en pisos que nunca podré comprar y conduciendo coches que nunca podré ni tocar. Los trabajadores tenemos tantas preocupaciones que la de sentirnos oprimidos nos pasa por alto; ya querríamos, ya. Procuro que en estas excursiones me acompañe Ernest, que a sus nueve años empieza a ver que hay gente diferente de la que ve habitualmente en casa y en el barrio. Aprovecho para ejercer de padre, para educarlo.

-Ves, Ernest? Si estudias y te haces un hombre de provecho, cuando seas mayor quizás podrás ser un oprimido– le digo con cariño mientras mira boquiabierto, diría que con envidia, a gente elegante con lazo amarillo.

Cuando voy a Barcelona, como me desplazo en metro, no veo lazos amarillos. En el metro no hay oprimidos: hay trabajadores. Los oprimidos viajan en taxi, en su propio coche o en vehículo oficial, como el President Torra, que gracias a cobrar 140.000 euros anuales, se puede sentir el príncipe de los oprimidos. O como Joana Ortega, que acaba de ser colocada a razón de 70.000 euros, y solo se nos ha comunicado que hará un trabajo «transversal». Antes había señoritas que se ganaban la vida de manera horizontal, algunas incluso acababan poniendo una mercería, gracias a tantas horas de trabajo horizontal. Cataluña, pionera en tantas cosas, ha inventado las que trabajan de manera transversal, Joana Ortega es el prototipo, pero vendrán más. Joana Ortega, no hay que decirlo, es también una oprimida. Transversal, pero oprimida. Con 70.000 euros el año, la opresión empieza a volverse angustiosa.

No es extraño que la máxima aspiración de los pobres trabajadores catalanes —no digamos de los inmigrantes— sea llegar a estar oprimidos. Quizás nos tendríamos que manifestar, reclamando un poco de opresión: no puede ser que se lo lleven siempre los mismos. Mientras no mejoramos nuestra triste situación económica, nos tenemos que conformar con ser parte de los opresores, o de los colonos, o de cómo nos quieran denominar los pobres oprimidos.

 

[Traducido del catalán] 

[Fuente: Diari de Girona]

31 /

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2019

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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