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Manolo Monereo

¡Que se vayan todos! El retorno del «momento populista» que nunca se fue

No me preocupa la democracia iliberal. Para combatir el autoritarismo existen muchas personas con buen sentido. Me parece más peligrosa esta democracia liberal totalizadora, impolítica y antipolítica que encuentra cada vez más personas que la asumen.

Mario Tronti

 

Enric Juliana, con su estilo peculiar de hacer periodismo, en pleno debate de investidura, publicó un artículo cuya tesis de fondo era que se abría un espacio político en España para un Salvini. Unos días antes, Cesar Rendueles escribió sobre lo mismo pero desde otro punto de vista. Creo que es pertinente relacionar el fracaso y la frustración de la investidura de Pedro Sánchez con algo latente, subterráneo que se da en lo que podríamos llamar la recomposición del sistema político español. Vox fue ya un aviso, la decadencia de Podemos fue otro y, en general, una restauración que se impone más por la debilidad de los demás que por la fuerza de un proyecto con un consenso de masas fuerte. Están también los personajes. En sociedades desvertebradas, con partidos políticos débiles, con unos medios de comunicación muy potentes y con la cultura del instante convertida en política, los referentes personales cuentan y mucho. De estas jornadas de debate asombra la falta de grandeza, de sentido histórico, de conexión sentimental de una clase política que empieza a ser vista como problema, como obstáculo fundamental a la solución de los grandes retos y desafíos de nuestro país. Juliana acierta poniendo la mirada en el otro lado de la realidad que los medios ocultan o velan.

Hay que subrayarlo, venimos de un sólido y potente “momento populista” cuyos efectos se viven aún hoy y que, aun habiendo perdido impulso, ha modificado —y de qué manera— el sistema de partidos y marcado con fuerza la agenda política. Conviene recordar que aquí hubo una rebelión social y ciudadana de carácter democrático, pacífico y propositivo que situó en la escena política la necesidad de una renovación sustancial de la democracia y que puso en crisis al Régimen del 78. Las políticas de crisis desvelaron tres cuestiones que determinaron el debate. Primero, que el bipartidismo era un “partido-régimen”; es decir, una forma-poder que estaba de acuerdo en lo fundamental y divergía en lo accesorio. En segundo lugar, que el bipartidismo era una forma de organizar el poder para que mandaran los que no se presentan a las elecciones, la oligarquía financiera y empresarial. Tercero, que la corrupción no era algo episódico, excepcional, singular sino que era el mecanismo básico que los poderes económicos tenían para controlar a una clase política cada vez más subalterna; la corrupción era sistémica. Podemos, su núcleo dirigente, fue capaz, en ese momento, de traducir políticamente todo un conjunto de demandas insatisfechas, de rabia social acumulada, de impotencia por ver, de nuevo, cómo la crisis la pagaban las clases trabajadoras, los jóvenes emigraban y la precariedad se convertía en un modo de vida.

Lo que ha pasado después es conocido. Lo primero, una reacción brutal contra Podemos y su núcleo dirigente en la que se emplearon todo tipo de armas y se usó y abusó de las llamadas cloacas del Estado. Lo segundo, las fuerzas políticas tradicionales tuvieron que acomodarse a la nueva realidad. La agenda la marcaba Podemos exigiendo nuevas políticas y nuevas formas de ejercerla. En tercer lugar, se fue confeccionando una hoja de ruta con temas significativos: reformas constitucionales y proceso constituyente, centralidad de la cuestión social, democracia participativa y lucha sistemática contra la corrupción. El “enemigo” estaba claro, la oligarquía, los poderosos, los que verdaderamente mandaban y controlaban al “partido del régimen”. Si comparamos esta plataforma moral e ideal con la realidad política de nuestro país hoy, se entenderá lo mucho que los poderosos han avanzado en estos años y por qué el impulso del cambio se ha ido agotando.

Hay un asunto que creo que cambió mucho el marco del debate. Es la llamada cuestión territorial; es decir, el proceso secesionista en Cataluña. La fortaleza del movimiento independentista catalán era grande, pero la reacción en el conjunto del Estado fue enorme. Creo que no se han sacado, al menos explícitamente, todas las consecuencias de una situación que generaba una crisis existencial del Estado y una ruptura de la comunidad política catalana. Esto tiene que ver con un tema crucial y durante mucho tiempo despreciado. Me refiero a la cuestión de la soberanía y del Estado nación en Europa. Para decirlo con claridad: retorna en todas partes la reivindicación de la soberanía y se le niega a España. La consecuencia más visible, la emergencia, más o menos difusa, del nacionalismo español como fenómeno de masas y la recomposición de los aparatos e instituciones del Estado cuyo elemento más significativo fue la abdicación del rey. En estos últimos tiempos hemos asistido a una profusión de calificaciones, anatemas e insultos en torno a debates sobre el populismo en Europa y, específicamente, en España. Emilio Gentile ha puesto orden en el asunto reclamando la especificidad de los fenómenos históricos y poniendo en cuestión la jerga impuesta por los agentes de lo políticamente correcto. Vox no es fascismo y, lo fundamental, poco tiene que ver con el populismo de derechas verdadero, es decir, con el de Le Pen o Salvini. Vox es una fracción del Partido Popular, culturalmente nacional-católica que reivindica el liberalismo económico, que defiende a la monarquía y que es, como todas las derechas, ferozmente anticomunista; si se quiere, neo franquismo sin más.

Volvamos al momento populista. Mario Tronti lo ha dicho en un libro sabio y hermoso (El pueblo perdido. Por una crítica de la izquierda): “El populismo es la forma, una de las formas en la que se reproduce periódicamente el problema irresuelto de la modernidad política, la relación entre gobernantes y gobernados”. La novedad es que se da de forma inédita en formaciones sociales post industriales y en sistemas políticos post democráticos. Se trata de un fenómeno muy general y que afecta, al menos, a Europa en su conjunto. Ha sido señalado por autores muy diferentes (Gentile, Mouffe, Mair, Capella, Formenti) que ponen el acento en la crisis de la democracia realmente existente y la transición hacia otro sistema (democracia recitativa, democracias perfeccionadas y limitadas, democracias autoritarias). En su centro, la globalización capitalista y la integración europea; la erosión planificada del Estado nación y la desnaturalización de la soberanía popular percibida por las poblaciones como pérdida de una democracia efectiva, de derechos y libertades reales, impotencia de una ciudadanía sin poder. Solos, débiles y sin futuro. La creación consciente del miedo, es decir, de individuos aislados, sin derechos y vínculos genera inevitablemente demandas de protección, seguridad, justicia y orden en las sociedades. Detrás de un “momento populista” siempre hay un “momento Polanyi” que crea condiciones y posibilita agregaciones. La socialdemocracia (la izquierda) se ha ido configurando, cada vez más, como parte de una clase dirigente cosmopolita, globalista, que, no solo no entiende las necesidades y demandas de las clases populares, sino que tiende a despreciarlas como atrasadas, inadaptadas, ligadas al folklore del patriotismo.

El “momento populista” retorna pero —aquí acierta de nuevo Juliana— desde el otro lado, por así decirlo, desde el populismo de derechas. Hay dos preguntas: ¿por qué? y ¿cómo evitarlo? Mucho tema para un artículo, pero conviene iniciar el debate. A mi juicio, tiene que ver con dos elementos: la debilidad del proceso de restauración en marcha y la homologación de Unidas Podemos. El “partido del régimen” no ha sido capaz aún de organizar un consenso en torno a una reconstrucción del mismo (también en esto la situación de España es similar a otros países europeos). En puridad, este es el gran objetivo de Pedro Sánchez y es lo que ha hecho fracasar la constitución de un gobierno de coalición. El superviviente Sánchez aspira a un PSOE eje de la recomposición del sistema político, capaz de estabilizarlo y hacerlo durar, fortalecer la legitimidad de la monarquía y establecer sólidos lazos con los poderes económicos en momentos en los que el ruido de crisis crece y la geopolítica mundial cambia aceleradamente. En esto tampoco hay que tener dudas; la clave es “reducir la complejidad” y volver, de una u otra forma, al bipartidismo político, a la alternancia, al turnismo. La autonomización de Ciudadanos tiene mucho que ver con esto y no sé si les dará para convertirse en la Liga de España.

Lo de Podemos no es fácilmente comprensible. Una fuerza política que tuvo más del 20% del voto, que modificó, en muchos sentidos, la agenda pública y que fue capaz de representar a una parte muy significativa de las clases populares y, especialmente, de la gente joven, fue mutando de lo que podríamos llamar su plataforma política-programática originaria hacia una “normalización” que la desnaturalizaba y le acercaba, cada vez más, al espacio del PSOE. Lo que está claro es que, en algún momento, el núcleo decisorio de Podemos llegó a la conclusión de que la clave para el futuro de la formación política era “tocar poder”, gobernar con el PSOE. Lo más curioso es que esto se propone en un momento en el que el impulso del cambio se estaba agotando y en el que se entraba en una guerra de posiciones. Lo aclaro. El “asalto a los cielos” se posponía en el tiempo y entrábamos en una fase de “equilibrio catastrófico” donde lo viejo pasaba a la ofensiva y lo nuevo mostraba debilidades muy significativas; debilidades de proyecto, de estrategia, de dirección política. Hablar de guerra de posiciones no significa no hacer política, maniobrar, tomar iniciativas; se trata de poner el acento en construir identidad, inserción social, políticas de alianzas, creación de cuadros y, sobre todo, definir con precisión un proyecto alternativo de país. Claro está, esto requiere tiempo, sufrimiento, sacrificio. Algunos nos preguntamos si para evitar esto se escogió el atajo de gobernar, sí o sí, con el Partido Socialista.

Una de las claves de este proceso (que por cierto se ha discutido muy mal) ha sido aceptar la estrategia discursiva que sitúa en el eje del debate político la contraposición izquierda y derecha. Merece la pena detenerse un momento. Nunca dijimos que esta contraposición no tuviese sustancia social y que no fuera un referente para una parte significativa de la población. Lo que decíamos es que ya no tenía la relevancia que tuvo en el pasado y que había aparecido otra nueva de mayor calado, la que oponía a los de arriba frente a los de abajo. Eso que se llamó después el 99% (el pueblo a construir) y el 1%, la oligarquía que mandaba a través de los partidos tradicionales, entre ellos es PSOE. La transversalidad no era moderación o desnaturalización del conflicto de clases, sino una estrategia discursiva y política para organizar un “sujeto político-pueblo” en torno a un proyecto alternativo; el conflicto de clases se articulaba en torno a la lucha por la hegemonía en la dirección política del país. Seguramente esto hoy requeriría otras formulaciones pero es bueno argumentar el por qué se cambia y, sobre todo, para qué y para quien.

Parafraseando a un clásico, ¿cómo hacer frente a la amenaza del populismo de derechas y cómo combatirlo? La propuesta es siempre más difícil que el análisis y, desde luego, no tengo la soberbia para responder a dilemas que exigen debate colectivo, práctica política y un horizonte de posibilidad que hay que evaluar con detenimiento. Rendueles ha señalado camino y yo solamente aporto atisbos en lo que he escrito en estos últimos tiempos. Lo diré provocadoramente: la mejor forma de impedir el surgimiento y el desarrollo de un populismo de derechas en España sería impulsar lo que muchos de nosotros hemos venido defendiendo desde hace tiempo, un populismo de izquierdas. Más allá de los debates habidos y los existentes, se debe partir de lo sustancial, de lo nuevo, de lo históricamente determinado: la derrota histórica del socialismo, es decir, de la ausencia del proyecto emancipatorio que durante siglos ha definido el imaginario de las clases subalternas. Por eso, el debate del populismo de hoy es diferente al del pasado.

El pesimismo se ha convertido en el principal obstáculo de Podemos. Gobernar o desaparecer ha sido una mala alternativa. Hay futuro si somos capaces de reconstruir, desde abajo, un proyecto colectivo que promueva la autoorganización y la iniciativa colectiva, que se dote de un proyecto de país viable y asumido por las grandes mayorías. Un partido de oposición al régimen que trabajosamente se recompone pero que da muestras de debilidad. Un partido patriótico que combata el nacionalismo, todos los nacionalismos y que defienda la soberanía popular. Un partido republicano que apueste por el autogobierno de las poblaciones, por el constitucionalismo social y el federalismo. Un partido comprometido con las clases trabajadoras y que haga suyo el núcleo rojo de la emancipación social, es decir, una sociedad alternativa al modo de producir, consumir y vivir del capitalismo, el socialismo. Un partido, en definitiva, eco feminista que haga la síntesis cotidiana entre las viejas y las nuevas contradicciones de un mundo que está obligado a salir de una barbarie que parece no tener alternativa.

 

[Fuente: Cuarto Poder]

28 /

7 /

2018

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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