¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Juan Francisco Martín Seco
De la bajada de impuestos a «Madrid nos roba»
En el artículo de la semana pasada, entre otros, señalaba cómo la Unión Monetaria impone una serie de limitaciones a los gobiernos, dejándoles poco margen para que la orientación de sus políticas económicas diverja. La distinción entre izquierda y derecha se diluye. Quizás sea en el campo de la política fiscal y tributaria donde aparentemente las diferencias podrían ser mayores, al menos en el relato. El nombramiento de la presidenta de la Comunidad de Madrid, y su anunciada bajada de impuestos, ha hecho surgir opiniones muy encontradas y discursos muy diversos, dando la impresión de que existen en la política planteamientos antitéticos.
Para comenzar, habrá que afirmar que en esta materia se da una gran confusión, mezclada con un cúmulo de intereses. La mayoría de los tertulianos y creadores de opinión son favorables a la bajada de impuestos. Es probable que casi todos ellos estén pensando en su propio bolsillo, y para justificar su posición hacen afirmaciones de lo más peregrinas. No hace mucho escuché por radio a un líder actual de las ondas hacer una entrevista al secretario general de uno de los principales sindicatos. Se refería este último a la existencia de más de seis puntos de diferencia entre la presión fiscal española y la media de la UE. El periodista, supongo que llevado por sus prejuicios en esta materia, le objetó que había otra forma de elevar la presión fiscal diferente a subir los impuestos, la de potenciar la actividad económica, y mostraba con ello el desconocimiento que tiene acerca de este concepto.
La presión fiscal se define como una fracción cuyo numerador es la recaudación impositiva y el denominador la producción o la renta. Potenciar la actividad económica con toda seguridad incrementa la recaudación fiscal, es decir el numerador, pero debido precisamente a que se ha aumentado el producto y la renta, es decir el denominador, con lo que la presión fiscal se mantendrá más o menos estable. Para elevar esta última variable solo existen dos caminos, subir los impuestos o combatir el fraude fiscal. En ambos casos se trata de drenar recursos al sector privado para trasladarlos al público. Hay una socialización, aunque parcial, de la economía. Bien es verdad que esa socialización es relativa. Buena parte de lo que se detrae al sector privado en forma de impuestos retorna a la sociedad, primero, en forma de trasferencias y prestaciones sociales y, segundo, en forma de bienes y servicios públicos; aunque en ambos casos, seguramente, no a los mismos ciudadanos a los que se les ha gravado, o por lo menos no en la misma medida, y tal vez sea esto último lo que molesta a los extractos más favorecidos de la sociedad. La socialización es también relativa porque, en la actualidad, muchos de los bienes y servicios públicos son gestionados a través de empresas privadas.
Hay quienes mantienen un discurso demagógico. Con la intención de proclamar la fuerte presión fiscal que según ellos soportamos, dividen el año en dos mitades. Solo en una de ellas trabajamos para nosotros; en la otra, para Hacienda. Olvidan hasta qué punto toda nuestra vida precisa del espacio y el contexto que el Estado crea y de los bienes y servicios que proporciona. Es más, estos últimos resultan tanto más necesarios que los privados, que en muchos casos sin el concurso de los públicos serían inviables.
Todo esto se encuentra en el orden del discurso, de la teoría, de la ideología, pero, ¿qué ocurre en la práctica? La realidad es que las políticas fiscales aplicadas por Aznar y Zapatero, por ejemplo, apenas presentan diferencias, como no sea que la de este ha sido incluso más regresiva que la de aquel: eliminación del impuesto sobre el patrimonio; sucesivas rebajas en el IRPF, que no solo redujeron la recaudación sino que hicieron al impuesto más regresivo; o las múltiples modificaciones en el impuesto de sociedades, casi hasta vaciarlo de contenido para las grandes corporaciones. En el extremo, llegaron incluso a hablar de tipo único en el IRPF, algo a lo que no se ha atrevido ningún partido de derechas, y cuya aplicación —por supuesto— resulta inviable. Paradójicamente, los gobiernos de Rajoy tuvieron que instrumentar una política fiscal mucho más dura, seguramente no por convicción sino por necesidad debido a la crisis económica. Es muy probable que la derecha mediática y económica no se lo haya perdonado nunca y una de las razones por las que ha sido tan criticado por los suyos.
Se podría pensar que en Europa la falta de armonización fiscal origina políticas fiscales muy heterogéneas, lo cual en principio puede ser cierto, pero ello obedece más a diferencias entre los países que al signo político de los gobiernos. Países como Luxemburgo, Irlanda, Holanda y, últimamente, Portugal actúan a menudo, ante la pasividad de la UE, como paraísos fiscales ejerciendo el dumping fiscal. Pero precisamente esa competencia desleal va conformando una especie de armonización fiscal automática, solo que a la baja, porque todos los países terminan rebajando impuestos para no perder competitividad. Si se examina con detenimiento la evolución de los sistemas fiscales de los Estados se observa como todos ellos, en mayor o menor medida, han ido derivando hacia estructuras más regresivas. Incremento de los impuestos indirectos y reducción de los directos; disminución del gravamen sobre el capital y del impuesto de sociedades; exenciones y rebajas, cuando no eliminación, de los impuestos de sucesiones y patrimonio; y minoración tanto de los tramos como de los tipos marginales altos de la tarifa del impuesto sobre la renta, con lo que este tributo ha perdido progresividad poco a poco.
En el caso español existe un agravante, el Estado de las Autonomías y la creciente asunción por estas de la llamada responsabilidad fiscal y de la autonomía normativa. Especialmente desafortunada fue la cesión de los impuestos de patrimonio y de sucesiones y donaciones. El modelo europeo se repite con todos sus defectos, pero a una escala geográfica mucho más pequeña con lo que los resultados son aun más negativos. Las distintas Comunidades Autónomas entran en competencia acerca de quién baja más los tributos y todas —quieran o no quieran— no tienen más remedio que reducirlos.
La promesa de la nueva presidenta de la Comunidad de Madrid de bajar los impuestos en esta autonomía, ha hecho que desde el resto de las Comunidades Autónomas, especialmente desde las gobernadas por el PSOE, hayan surgido voces indignadas y muy críticas. Tanto Ximo Puig desde Valencia como Adrián Barbón desde Asturias han gritado que en España no tiene sentido que haya paraísos fiscales ni competencia tributaria entre autonomías. No corresponde al espíritu de la Constitución, afirma el asturiano.
Sin duda todas estas críticas tienen razón. No tiene sentido ni quizás esté en el espíritu de la Constitución, pero por desgracia sí está en la letra y en la ley. El Estado de las Autonomías, al menos como se ha ido concretando pacto tras pacto y normativa tras normativa, genera contradicciones sin cuento y no es la menor la de las discrepancias fiscales que se producen entre los territorios, estableciéndose entre ellos una competencia desleal. Pero habría que preguntar a los que ahora se quejan si están dispuestos a dar marcha atrás en el proceso y a renunciar, por ejemplo, a la capacidad normativa de las Comunidades Autónomas.
Menos razón tiene el vicepresidente de la Comunidad de Madrid. Aguado califica de infierno fiscal al resto de las autonomías y afirma que la fiscalidad baja o moderada ha funcionado, ha generado crecimiento económico y puestos de trabajo. Con carácter general tal afirmación es falsa. El argumento de que la reducción de impuestos reactiva la economía no tiene demasiada consistencia, ya que olvida el descenso en el gasto público que es preciso acometer como contrapartida y que a su vez deprimirá la actividad económica, incluso en mayor medida que lo que puede haberla incentivado la bajada tributaria. Desde Keynes se sabe que el aumento del gasto público tiene más potencialidad para reactivar la economía que la minoración de impuestos, ya que los receptores en el primer caso tienen una propensión a consumir mayor que en el segundo, y por lo tanto incentivarán la demanda en un porcentaje superior.
Esto es con carácter general, pero cuando se produce el dumping fiscal los efectos pueden ser diferentes. El primer país o Comunidad Autónoma que se adelanta en disminuir la imposición puede obtener beneficios adicionales al robar a los otros países o autonomías un trozo de la tarta. Por ejemplo, las exenciones o desgravaciones en los impuestos de patrimonio y sucesiones en una Comunidad Autónoma pueden incrementar la recaudación de esta autonomía, principalmente vía impuesto sobre la renta, ya que determinados contribuyentes, en particular los de patrimonio e ingresos altos, trasladarán, si les es posible, su residencia a ella. Ahora bien, es de prever que esos beneficios serán transitorios puesto que lógicamente el resto de las autonomías reaccionarán adoptando medidas similares. El resultado será una menor recaudación generalizada y mayor regresividad en el sistema fiscal.
Lo que no tiene razón de ser son los reproches surgidos desde Cataluña; curiosamente desde uno de los principales, si no el principal, periódico de la región, La Vanguardia, caracterizado por su conservadurismo y tendencia liberal, amante siempre de la bajada de impuestos. Basa su perorata en que Madrid goza de una situación privilegiada, lo cual es cierto, pero no por la capitalidad sino por la concentración de poder económico; algo similar a lo que ocurre en Cataluña, o al menos ocurría hasta que el procés expulsó a muchas empresas hacia otras regiones de España. Precisamente estas situaciones privilegiadas, concretadas en última instancia en una renta per cápita superior a la de la mayoría de las comunidades, debe compensarse mediante el sistema de financiación autonómica con transferencias a las regiones menos favorecidas. Así ocurre en el caso de Madrid, pero en mucha menor medida en el de Cataluña, hecho que quedó complemente de manifiesto con la publicación de las deseadas balanzas fiscales, tan reclamadas por el nacionalismo y olvidadas en cuanto que se vio que los resultados no eran favorables para sus argumentos. Los resultados no podían ser distintos, puesto que el actual sistema de financiación, del que tanto reniega ahora el nacionalismo, se elaboró en tiempos de Zapatero y el tripartito, a conveniencia de Cataluña.
Si los catalanes son de los españoles que pagan más impuestos y la Generalitat la institución autonómica más endeudada, no es porque el sistema de financiación autonómica les perjudique; todo lo contrario. Tampoco es porque los catalanes disfruten de mejores servicios públicos (no parece que sea así), y mucho menos porque el gobierno de la Generalitat sea de izquierdas. Lo llevo escribiendo desde hace muchos años, el partido más de derechas desde la óptica social y económica ha sido siempre CiU. Solo se necesita repasar las actas del Congreso de los Diputados y constatar cuales han sido todas sus proposiciones. La razón de los mayores impuestos y del fuerte endeudamiento es otra: la desviación de recursos a finalidades espurias, irregulares o partidistas, cuando no delictivas.
Es curioso que La Vanguardia, entre los reproches comentados, haya introducido la corrupción de la Comunidad de Madrid, pues esta, grave como todas las corrupciones, ha sido coyuntural y obedece a una determinada época. La de Cataluña, sin embargo, es estructural. El 3 por ciento ha estado presente desde el inicio, enraizado completamente en todo el tejido económico, público o privado. Ha contado con el silencio cómplice de toda la sociedad. Todos lo sabían y todos callaban, desde la prensa hasta la oposición, pasando por los empresarios y todo tipo de organizaciones y asociaciones. Del 3 por ciento o similar se han nutrido las cuentas privadas en Andorra o en otros paraísos fiscales de los dirigentes del nacionalismo, pero también la financiación de CiU, e incluso se han costeado aquellas actuaciones tendentes a fomentar el independentismo que no podían hacerse a las claras.
Los recursos de la Generalitat se han destinado asimismo a lo que Pujol llamaba “crear país”, es decir, a propagar el nacionalismo dentro y fuera de Cataluña, mediante la creación de chiringuitos, la subvención de las actividades más variopintas, y de ayudas a los medios de comunicación públicos y privados. El mayor gasto de la Generalitat se explica también porque paga los sueldos más altos de las Administraciones españolas, comenzando por el presidente, cuya remuneración es la más elevada de todas las Comunidades Autónomas, incluso mayor que la del presidente del Gobierno, y siguiendo por los propios ex presidentes que gozan de prebendas que no tienen comparación en ninguna otra Autonomía. Hay que suponer que los sueldos de los funcionarios, al menos de los altos, gozan de la misma ventaja comparativa. Ello se percibe a menudo con suma claridad cuando se comparan ciertos colectivos como el de la policía o el de los funcionarios de prisiones.
La Vanguardia, en la línea del victimismo nacionalista, insinúa que la Comunidad de Madrid pide al resto de los españoles que financien las rebajas fiscales de los madrileños. Es el “Madrid nos roba” de siempre, pero aquí los únicos que roban es un grupo de catalanes a otros catalanes y quizás a todos los españoles. Eso sí, con la complicidad de ciertos medios y empresas que son partícipes a título lucrativo.
[Fuente: República de las Ideas]
29 /
8 /
2019