La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Gregorio Morán
Cuando todo es fiesta menos la realidad
Los primeros que aplaudieron a un muerto en el entierro inauguraron una costumbre inexplicable. Amigos, familiares, conocidos, despiden el cadáver con ovaciones. Ellos lo llaman un homenaje al difunto. ¡Venga palmas, como a los toreros y los futbolistas! Están mal vistos el silencio y los recuerdos. ¿No será que el espectáculo ha empapado los momentos decisivos de la vida social? Tendría sentido la exaltación jubilosa de una familia a la madre que acaba de parir, pero se entendería como políticamente incorrecto.
Contemplado con cierta distancia provoca pasmo y una cierta angustia, porque cuando algo se trivializa inevitablemente se le quita la fuerza. No hace falta apelar a Guy Debord y su “sociedad del espectáculo”. Es otra cosa. Cuando el aplauso cierra una vida, el palmero ya ha cerrado sus entendederas. Fíjense si no en las manifestaciones de masas o masitas. Las concentraciones obreras se abrían con la banda musical del gremio o del sindicato que interpretaban himnos que subieran el ánimo y que respondieran a una evidencia: ¡Aquí estamos nosotros! Últimamente se instalan unos tambores aporreados por un conjunto de frikis, más aburridos que un pasodoble, sin demasiada ambición por pasar ni a la historia de los oprimidos, y menos aún a la de la música.
Nada que ver con la decadencia, sino con la transmutación de valores y la simplificación de las cosas. Salvo empresarios y banqueros, que les va el negocio si no atisban el futuro, la gente vive al día y tiene que llamar la atención por el derecho a la existencia. Nadie tiene por qué pagar el peaje del pasado. De ahí las conversiones ideológicas fulminantes y esa farfolla que constituye el pasado de los partidos. El conservadurismo de Casado o el socialismo de Sánchez tienen las mismas raíces que Rivera o Iglesias; todos son de anteayer. Otra cosa son los votantes que aún creen en las marcas como signo de identificación de unas opiniones.
¿Quién nos iba a decir que un personaje que hasta el mismo Torrente de Santiago Segura hubiera considerado desdeñable, se iba a convertir en protagonista de un serial televisivo? Me estoy refiriendo a Jesús Gil y Gil, un botarate adicto a la delincuencia, asesino en serie con cerca de cien muertos en su haber, ni siquiera un fascista porque sería darle entidad política a quien sólo fue una llamativa excrecencia de un régimen que los fabricaba en serie, aunque más discretos. Ahora, un par de majaderos dedicados a echar basura para alimento de televidentes hacen su biografía en imágenes. De un tipo con menos fondo que Al Capone y al que recuerdo llamándome día sí y día también para amenazarme con su voz de cascajo, los hiperventilados chicos de la tele aseguran que no le interesaba el dinero, sino que hablaran de él. Vamos, que se limitaba a un caso de desajuste de la personalidad. De los cretinos no sé si será el Reino de los Cielos, pero el de su sucursal bancaria sí.
Cuando repetimos hasta la saciedad que la extrema derecha, es decir, Vox, nos amenaza con volver a tiempos ya superados, deberíamos añadir a qué tiempos nos referimos, porque me da la impresión de que el pasado al que se refieren algunos descerebrados cuando utilizan las palabras “fascista” o “libertad de expresión” como si se tratara del cuchillo y el tenedor que les sirve para comer, no tiene nada que ver con la realidad sino con las mentiras que les contaron sus padres para justificarse.
Esta “sabatina” nació tras la Fiesta de la Literatura, una concentración de casi 500 talentos, promotores de talentos y sanguijuelas de la cultura que organizó la Editorial Planeta para pasar página de lo que fue Tusquets Editores, ahora que la han comprado. Aprovecharon que la editorial había cumplido los 50 años para que los plumillas del gremio desgranaran las bondades, la audacia y hasta la temeridad de quien había sido su fundadora, Beatriz de Moura, persona de respeto y poco dada a la vulgaridad de hacer público lo que piensa.
Tusquets y Anagrama fueron el subproducto de un año que se inauguró con el asesinato a manos de la policía del estudiante Enrique Ruano
De pronto, aquel siniestro 1969 de la fundación de Tusquets Editores se transformó, por querencia de las plumas de ganso, en año estelar para la cultura española, cuando, la verdad sea dicha, ni Tusquets ni Anagrama significaron apenas nada en el panorama de la época. Ambos, Óscar Tusquets y Jorge Herralde, gozaban del estatus de hijos desviados de familias de asentado patrimonio no exento del abolengo barcelonés, entonces capital cultural de la España grisácea del franquismo. Virulentamente anticomunistas, como sus padres, pero amantes del anarquismo, incluso del maoísmo —las Cuatro tesis filosóficas (Anagrama), texto infumable de Mao Tse Tung, habría de ser un auténtico best seller del tardofranquismo—.
“Todo empezó en 1969” escriben los gansos de la pluma y la croqueta sobre el impacto cultural de la aparición de Tusquets y Anagrama en aquella España sórdida. Es cierto, pero la premisa es falsa. Tusquets y Anagrama fueron el subproducto de un año que se inauguró con el asesinato a manos de la policía del estudiante Enrique Ruano, al que siguió un estado de excepción que se cebó en los representantes más liberales de la cultura y, muy significativamente, que supuso el cierre definitivo de unas modestas editoriales, “rojas” en opinión del ministro Fraga, como Ciencia Nueva y otras cuatro más.
La Iglesia volvió al franquismo del que nunca se había separado y escogió a Morcillo en vez de a Tarancón para representarla. Estalló el caso Matesa, que Fraga, con su proverbial talento premonitorio, consideró que iba a traducirse en la puntilla para el Opus Dei y los tecnócratas, y que supo plasmar sobre las tablas Adolfo Marsillach en la versión del Tartufo de Molière que le manejó el olvidado Enrique Llovet. Todo sucedió al revés de como habían previsto. En el Gobierno del 69 Franco echó a Fraga y se llenó de gentes con pretensiones de futuro y mucha fe en Monseñor Escrivá de Balaguer.
El ministro Sánchez Bella, un personaje de novela negra, se hizo cargo de la Información y por tanto de los libros y las editoriales y la censura. Como ya se había cerrado lo fundamental, ahora podía abrirse la mano en lo secundario. Aparecieron Tusquets y Anagrama. Todo estaba a punto de quedar atado y bien atado. En el verano se entronizó a Juan Carlos de Borbón como sucesor, y Franco festejó sus 77 años. Aún le quedaban seis en el poder omnímodo.
Se puede decir que muchas cosas empezaron en 1969, pero que no nos engañen con las ovaciones funerarias.
[Fuente: «Sabatinas intempestivas» del autor en Vozpópuli]
13 /
7 /
2018