La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Darwinismo y psicoanálisis
Amarante,
Salamanca,
240 págs.
De Darwin y Freud a Luria y Lacan: una exploración de las fronteras de la ciencia moderna
José A. Tapia Granados
Este libro ha de ser de gran interés para psicólogos, antropólogos, biólogos, psiquiatras y cualquiera que esté interesado en la historia de la ciencia en general. En poco más de doscientas páginas de formato grande y letra pequeña, el autor pasa revista a diversos aspectos e interacciones entre el darwinismo y el psicoanálisis, dos corrientes intelectuales que tuvieron una enorme influencia en el desarrollo de diversas disciplinas científicas y sectores de la cultura durante el siglo XX. Las aportaciones de Darwin, transmutadas en neodarwinismo mediante su fusión con la genética, dieron cuerpo a la principal teoría científica explicativa de la diversidad de las especies y su cambio a lo largo del tiempo, el neodarwinismo, hoy en competencia tan solo con ideas creacionistas que atacan a la teoría de la evolución desde fuera de la ciencia. Contrariamente, el psicoanálisis freudiano, quizá la corriente dominante en la psicología y la psiquiatría de las primeras décadas del siglo XX y con enorme influencia en la antropología y la crítica artística y literaria, se vio cada vez más relegado y convertido en una referencia intelectual progresivamente subvalorada por la comunidad científica, tanto en su manifestación original en los escritos de Freud como en las distintas escuelas que surgidas de ese tronco derivaron hacia rumbos diversos.
Según Martínez Miura, Freud intentó aplicar las ideas científicas más avanzadas de su tiempo a sus indagaciones sobre la mente humana. El darwinismo estaba en plena emergencia como explicación de la diversidad de las especies y el origen del hombre en la década final del siglo XIX, cuando Freud comenzó a desarrollar su teoría psicoanalítica, que asume plenamente la idea darwiniana de que el hombre está entroncado con el resto de la naturaleza, como un animal más. En esa línea de pensamiento, Freud consideró que la arquitectura de la mente humana debería ser también la arquitectura psíquica de los animales superiores, idea que tuvo a su vez cierta influencia en zoólogos y etólogos de su tiempo. Sin embargo, dice Martínez Miura, a pesar de partir de algunas premisas darwinistas e intentar un estudio científico de los mecanismos psicológicos, Freud instaló en el centro de lo que se considera característicamente humano, el pensamiento, un concepto misterioso, el inconsciente, “el enigma por antonomasia” (p. 42) al que el psicoanálisis concedió una importancia que sería difícil de exagerar.
La influencia de las ideas evolucionistas en Freud no venía solo de Darwin, sino del biólogo francés Jean-Baptiste Lamarck y el zoólogo alemán Ernst Haeckel, ambos proponentes de la herencia de los caracteres adquiridos. Esa herencia de los caracteres adquiridos, que según Martínez Miura fue en alguna medida aceptada también por Darwin, al menos como hipótesis digna de consideración, se convirtió con el paso del tiempo y el descubrimiento de las bases celulares y bioquímicas de la herencia en el aspecto más débil de la tradición darwinista y de la teoría de la evolución. Ganó sin embargo un peso cada vez mayor en el psicoanálisis, no tanto en Freud como en algunos de sus discípulos. En la consideración del complejo de Edipo como aspecto clave de la psique de todos los seres humanos juega un papel fundamental la herencia lamarckiana, ya que según explica Martínez Miura, en Tótem y tabú Freud fundamentó ese complejo en un asesinato primordial de un padre tiránico, asesinato cuyas consecuencias psíquicas habrían sido luego transmitidas al conjunto de la humanidad. Martínez Miura arguye que esas ideas, pronto rechazadas por la antropología, son algunas de las especulaciones más inadmisibles que Sigmund Freud se permitió. Pero algunos de sus continuadores las llevaron a extremos cada vez más dantescos. Por ejemplo, el húngaro Sándor Ferenczi llegó a argüir con pretensiones inusitadas, según explica elocuentemente Martínez Miura, que es legítimo y justificado interpretar la teoría de la evolución a la luz de “lo aprendido” en la interpretación psicoanalítica de las neurosis.
Una idea fundamental de Ernst Haeckel era el recapitulacionismo o ley biogenética, según la cual la ontogenia recapitula la filogenia. Es decir, el desarrollo desde el huevo fecundado al embrión y el animal adulto (ontogenia) pasaría por varios estadios que asemejarían sucesivas formas adultas de animales evolutivamente precursores (filogenia). La teoría recapitulacionista, en tiempos asumida en gran parte por la biología y la medicina (yo creo haberla estudiado cuando hacia mediados de la década de 1970 cursé embriología en la licenciatura de medicina), fue progresivamente desacreditada y hoy prácticamente no tiene seguidores en la comunidad científica. Pero en su tiempo Freud aceptó el recapitulacionismo aplicado al “aparato psíquico” y así explicó las neurosis como retenciones anómalas en la madurez de fases sexuales apropiadas para la infancia que, además, serían expresión de atavismos, de tendencias ancestrales. Martínez Miura afirma que la expresión más acabada del núcleo recapitulacionista del psicoanálisis se encuentra en la reformulación del aparato psíquico. Freud había explicado inicialmente este aparato como una estructura interactiva en la que el inconsciente tiene un rol fundamental, en interacción con un estrato preconsciente y otro consciente. Pero más tarde reformuló ese aparato como constituido por el ello, en el que sería identificable el cerebro ancestral reptiliano, el superego, un estrato de cerebración paleomamífera, y el yo, equivalente al cerebro neomamífero. Desafortunadamente, y para desesperación de analistas y comentadores, Freud se abstuvo de indicar si esta nueva estructura debía sustituir a la anterior, la clásica de inconsciente, preconsciente y consciente, o ambas podían coexistir de alguna forma que quedó por explicar (p. 127).
Un aspecto clave en el estudio del pensamiento, del psiquismo humano, es el de la controversia entre monismo y dualismo. La mente, o lo que sería lo mismo, el alma, el espíritu del ser humano, puede entenderse en la concepción monista como un conjunto de funciones o productos del funcionamiento del sistema nervioso, totalmente vinculados a lo material de este sistema, un software que no puede funcionar sin el hardware correspondiente. La alternativa dualista es suponer la mente, el espíritu, como lo han supuesto la mayor parte de las religiones a lo largo de la historia: como un ente distinto, un alma poco o nada vinculada a la función cerebral, capaz de existencia autónoma. Si esa existencia autónoma es real, sería posible la vida espiritual después de la desaparición del cerebro, las almas vagarían por el espacio y el tiempo y la aparición de espíritus y los mensajes de la güija no serían milagros inexplicables a la luz de la razón o manifestaciones de prestidigitación e ilusionismo, sino expresiones de lo espiritual real, de la misma manera que el electroencefalograma es manifestación de la actividad del sistema nervioso. Según Martínez Miura, Freud se mantuvo firme en su idea monista y, por ejemplo, en El porvenir de una ilusión —a mi juicio uno de los escritos freudianos más notables y defendibles— rechazó las nociones basadas en el dualismo que llevaban al espiritismo. Sin embargo, varios de sus discípulos más notables, por ejemplo, Carl Gustav Jung, se metieron de lleno en ese terreno fangoso, en el que también chapoteaban algunos discípulos de Darwin. Jung, que repetidamente asistió a sesiones de espiritismo, después de proponer durante años explicaciones psicológicas para lo que ocurre en tales sesiones, comenzó a admitir la hipótesis de que en esas ocasiones realmente se estaban manifestando espíritus. La “sincronicidad” propuesta por Jung, que se manifestaría en “coincidencias significativas” sin relación causal pero con una relación en cuanto a significados, abre de par en par las puertas a admitir como reales fenómenos que la ciencia no ha podido probar —por ejemplo, la telepatía—, pero que Jung aceptaba. En la atracción de Jung hacia la física cuántica sería fundamental el principio de indeterminación o incertidumbre de Heisenberg, que niega el determinismo causal en los procesos de escala subatómica. Martínez Miura afirma que, de alguna forma, Jung habría pretendido sin éxito “trasladar esa ruptura del determinismo a escala subatómica a los sucesos del mundo material en el que vive el ser humano” (p. 190). La afirmación quizá no es muy afortunada, porque el ser humano vive tanto en el mundo material macroscópico de los alfileres, las sillas y las locomotoras como en el mundo subatómico de los electrones, los protones y las ondas electromagnéticas que explican los potenciales de acción sinápticos de nuestro cerebro, la secreción de ácido en nuestro estómago y la transmisión a distancia de esas imágenes y sonidos que en el mundo del siglo XXI casi vemos de continuo.
En Darwinismo y psicoanálisis las críticas a las elucubraciones de Jung, Ferenczi y Lacan y a las especulaciones inadmisibles de Freud son demoledoras, pero Martínez Miura deja clara su simpatía comparativa hacia el fundador del psicoanálisis, que habría sido bastante más juicioso que sus seguidores húngaros, suizos y franceses, que a menudo abandonaron con armas y bagajes el terreno de la ciencia para meterse de lleno en la especulación y la elucubración oscurantista. A Lacan, “el analista preboste que se expresaba en enigmas para sus incondicionales” (p. 202), dedica Martínez Miura algunas de las líneas más acerbas que, como en otras partes del libro están constituidas sobre todo por citas de algunas “joyas” producidas por los autores correspondientes. En el caso del Lacan, se cita por ejemplo su comentario sobre la mujer “como síntoma del hombre”.
Alan Sokal es el físico estadounidense que en 1996 provocó gran controversia (y alguna carcajada) con su ensayo “Transgressing the Boundaries: Toward a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity”, publicado en la revista Social Text, en el que Sokal se burló de las especulaciones seudocientíficas tan habituales en algunas disciplinas. Martínez Miura cita un libro notable, Imposturas intelectuales, en el que Sokal y su colega francés Jean Bricmont comentaron la deriva hacia la oscuridad conceptual de Lacan; cita también con cierta sorna a otro oscurantista notable, Louis Althusser, quien no por casualidad afirmó contra toda evidencia que la lectura lacaniana de Freud buscaba imprimirle una mayor cientificidad a los escritos del fundador del psicoanálisis.
El autor de Darwinismo y psicoanálisis es sin duda un intelectual poco corriente, de formación autodidacta. Su actividad profesional principal ha sido la crítica musical, con varios libros de tema musicológico en su haber. Pero esa actividad no impidió a Martínez Miura publicar en el mejor estilo renacentista sobre los temas más variados, incluida la pintura (ganó un premio de ensayo por su monografía sobre el pintor Valdés Leal), el ajedrez y la astronomía. Que el autor de este libro, que no es ni biólogo ni psicólogo ni psiquiatra, habla con conocimiento de causa de los temas que trata queda evidenciado por la profundidad de lo que dice, que revela su familiaridad con la literatura pertinente. Las 1.097 notas al pie que incluye el libro son en su mayor parte referencias, muchas de ellas comentadas. Con ellas el autor da respaldo a sus afirmaciones, citando —con un detallismo bibliográfico que llega a ser fastidioso— una profusa literatura en castellano, inglés, francés y alemán que recogida en un apéndice bibliográfico ocupa 24 páginas del libro. Las referencias no solo incluyen las obras principales de Darwin, Freud y los principales autores de la tradición psicoanalítica sino una multitud de artículos en revistas de filosofía, historia de la ciencia, biología, psicología, antropología, psiquiatría… Fruto quizá de las lecturas en idioma extranjero es cierta contaminación lingüística que parece adivinarse. El texto del libro antepone los adjetivos a los sustantivos quizá demasiado a menudo y, por ejemplo, habla de las “asunciones” de los modelos, cuando en castellano es mucho mejor hablar de los supuestos de las teorías y modelos científicos. El estilo del autor a veces hace difícil la lectura, por los circunloquios (el médico francés, el psiquiatra alemán, el biólogo inglés) y las frases largas. Y si una frase de cuatro, cinco o seis líneas tiene intercaladas dos, tres o cuatro notas al pie, cada una a su vez con dos, tres o cuatro líneas, seguir el texto se hace difícil. Claro que esto solo ocurre a veces y en muchas páginas del libro el texto se lee con facilidad. De hecho, quienes estén familiarizados con la prosa críptica que tan a menudo producen los seguidores de la tradición psicoanalítica podrían considerar este libro como un prodigio de lectura fácil. Pero más de mil notas al pie para doscientas páginas de texto es una proporción extrema. El libro hubiera ganado si muchos de los comentarios de las notas se hubieran integrado en el texto principal o se hubieran eliminado en casos en los que son perfectamente prescindibles.
La audiencia a la que el autor se dirige no está bien definida. Hay pocas concesiones al lector que implícitamente se supone, con muy poco fundamento, conocedor de los temas que se tratan. Lo cual, dada la diversidad de campos del saber de los que se ocupa el libro, será cierto en casos contados con los dedos de una mano. Muy poca gente tiene una cultura renacentista y monumental como la de Martínez Miura, que usa sin explicar conceptos biológicos como herencia epigenética; o filosóficos, como petición de principio; o antropológicos, como sociedad avunculocal. Muy raro será que una misma persona culta conozca todas esas expresiones.
Que el texto tenga estos problemas parece reflejar una orientación editorial escasa o nula y quizá también es un problema editorial que la notable bibliografía al final del libro tenga un formato estrafalario en el que los autores, a pesar de estar alfabetizados por el apellido, constan con el nombre antepuesto, lo que dificulta mucho la búsqueda de referencias concretas en esa lista. Erratas hay pocas, pero hay algunas. No es Cesare “Lambroso” sino “Lombroso” el criminólogo italiano (por llamarle de alguna manera) que además de elucubrar sobre estúpidas relaciones entre la conducta, la moralidad y la forma de las orejas, se interesó en el espiritismo, como algunos seguidores de Darwin y no pocos discípulos de Freud, según nos cuenta este interesante libro en el que otro boquete editorial es la falta de un índice de materias y autores.
Algunas ausencias en Darwinismo y psicoanálisis son sorprendentes. Pese a ser uno de los autores de la escuela psicoanalítica con más influencia internacional, Eric Fromm no se cita ni una vez en el libro. Y siendo como es español el autor, sorprende que el libro no mencione a Carlos Castilla del Pino, el psiquiatra andaluz autor de Psicoanálisis y marxismo y Locura y cordura en Cervantes, un digno representante de la escuela freudiana que tuvo una importante influencia en España y probablemente en otros países, ya que, por ejemplo, fue traducido al italiano y al portugués. Anna Freud, sin duda uno de los autores más defendibles de la tradición psicoanalítica, se menciona solo de pasada. También sorprende que el libro, que entra en materia dando un amplio contexto intelectual, tras hablar brevemente en su último capítulo de las relaciones entre psicoanálisis y etología, acaba abruptamente, sin recapitular más allá de una frase lo mucho que se ha dicho o se ha sugerido en las doscientas páginas anteriores. Unos párrafos o un capítulo de conclusiones o resumen general hubieran venido muy bien.
Freud tuvo el mérito enorme de abrir una puerta a lo desconocido y empezar a hablar de temas que hasta entonces habían sido tabú. Lástima que los fantasmas se escaparan de la casa encantada y tras vagar por ahí unas décadas asustando a la gente, todo haya vuelto a la normalidad. A pesar de que hay pruebas abrumadoras de que el sexo es una clave en la vida anímica y física de los seres humanos (por si hicieran falta más “pruebas circunstanciales” ahí están los “eventos sexuales” que han afectado por ejemplo a la Iglesia católica, el Fondo Monetario Internacional, el Ejército de EE.UU. y las industrias cinematográfica y del espectáculo en años recientes) sabemos poquísimo acerca de casi todo lo implicado por la vida sexual que, en gran medida, sigue escondida “dentro del armario”. ¿Por qué? Porque no se investiga. En la fisiología, la psicología, la psiquiatría y la epidemiología de las últimas tres o cuatro décadas, el sexo ha vuelto a las catacumbas a la vez que Sigmund Freud ha pasado en casi todos los países al olvido.
Este libro es un ensayo que a pesar de su tamaño compendia una sustancial cantidad de información intelectualmente muy valiosa y difícil de obtener de forma agregada. Su contenido será enormemente estimulante, informativo y útil para quienes tengan interés en alguno de los varios campos que cubre el libro. Quienes sean seguidores de alguna de las escuelas en las que el psicoanálisis ha mutado probablemente sufrirán leyendo este libro, quizá sea un sufrimiento provechoso. Como decía Freud, para aprender es primordial superar la herida narcisista: reconocer que no se sabe. Yo aprendí muchas cosas leyendo este libro.
[José A. Tapia Granados es profesor del Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad Drexel, Filadelfia (Estados Unidos). Correo electrónico: jat368@drexel.edu]
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2019