¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Albert Recio Andreu
Elx y Flix: sociedad y capitalismo destructivo
Elx, gran centro histórico de la industria del calzado. Paraíso tradicional de la economía sumergida, donde las empresas cambian de razón social con facilidad para eludir impuestos y cargas sociales (el último caso Martínez Valero, dejó 154 trabajadores en paro sin indemnizarles alegando quiebra), donde florece el trabajo a domicilio y ha sido habitual el empleo infantil. Ha sido precisamente en esta ciudad donde se ha producido una manifestación más bien violenta, culminada con el incendio de un almacén, contra los recién llegados comerciantes chinos a los que se acusa de reventar el mercado con su incumplimiento de todo tipo de estándares y normas laborales.
No deja de ser paradójico que sea en este paraíso de la informalidad y la desregulación donde se haya producido una reacción tan violenta contra unos competidores que han aplicado la misma lógica hasta sus últimas consecuencias. Sin duda la crisis del empleo constituye un telón de fondo crucial para entender esta respuesta. Pero sin el poso de un racismo y una xenofobia latentes esta respuesta no se hubiera dado. Razones para atacar empresas fraudulentas las ha habido desde hace mucho tiempo (al menos desde principios de 1980 cuando la industria zapatera ilicitana adoptó la desregulación como una respuesta tanto a la competencia comercial como a la implantación sindical). Pero nadie lo había hecho, seguramente porque se trataba de enfrentarse a conciudadanos. Ahora el enemigo es el de fuera, el que no tiene escrúpulos, el «peligro amarillo» (hay que ver cómo la cultura racista se adapta a la situación local, en otras partes los peligrosos son los magrebíes…). Parece también evidente que la acción ha estado dirigida por algún empresario local, lo que añade otro aspecto relevante a la cuestión. La capacidad que tienen estos sectores de influyentes locales de desviar las tensiones hacia abajo y de eludir un conflicto que ponga en evidencia sus reales privilegios. La tensión generada por la apertura de fronteras se traduce más en estallidos xenófobos que en verdadera lucha de clases.
Flix: Se descubre lo que ya se sabía. Que la planta de Ercros (antes Erkimia, antes S.A. Cros) amasaba en el fondo del Ebro miles de toneladas de productos tóxicos y metales pesados (¡Y los valencianos y murcianos soñando con recibir el agua del río!), a lo que ahora se añade el conocimiento del carácter radioactivo de alguno de estos residuos. (Algún día quizás también sabremos si la nuclear de Ascó, a pocos kilómetros aguas debajo de la planta química coopera o no con esta contaminación.) No podía ser un secreto porque se conocía la naturaleza de la actividad de la empresa y la larga tradición contaminadora de sus fábricas en diversos puntos del país. Ercros ha sido, desde hace años una verdadera empresa basura tanto en el plano ambiental como en el de la economía convencional, donde protagonizó uno de los mayores escándalos económicos del país de la mano de Javier de la Rosa y sus sucesores, incluido su ex presidente Josep Piqué. Como han denunciado sin eco mediático Ecologistas en Acción, la planta de Flix no tiene posibilidades de evitar su efecto contaminador por cuanto su método tecnológico es obsoleto y ha sido sustituido en el resto del mundo.
La empresa, en boca de su presidente Antoni Zabalza (catedrático de economía ligado académicamente al clan de los «minessottos», gente partidaria de la investigación «pura», cuanto menos realista mejor), ha corrido a manifestar que toda su actividad es legal y que no tiene ninguna responsabilidad, beneficiándose de una legalidad que seguramente (dada la historia de conexiones políticas de la empresa) ella misma ha procurado adaptar mediante una adecuada actuación de lobby. La Administración le ha dado la razón legal pero, además, ha corrido a indicar que los puestos de trabajo no corren peligro, en lugar de promover o estudiar el cierre de la planta para que no siga aumentando su actividad contaminante, que ahora deposita sus residuos en un vertedero. Porque seguramente lo que temen los miembros del tripartito es el impacto que el cierre tendría para el empleo en una de las comarcas más pobres de Catalunya, cuya economía depende, casi exclusivamente, de Ercros y la nuclear. Y es que no hay nada que haga tan tímidos a los políticos como el anuncio de un cierre de empresa en respuesta a la imposición de una nueva norma ambiental o laboral.
Flix y Elx denotan dos efectos preocupantes de nuestra sociedad. Las tensiones sociales y las respuestas racistas a las que está conduciendo la apertura de fronteras económicas bajo una regulación neoliberal y los procesos migratorios que la misma genera. Los costes ambientales de una actividad económica en la que lo único que prima es la «creación de valor» para el accionista. Tienen más puntos en común que esta simple conexión genérica como costes económicos del desarrollo capitalista:
En primer lugar son una muestra más del modelo de desarrollo capitalista español que tanta gente ha denunciado como una senda peligrosa. Un modelo en el que la falta de regulaciones estrictas, la apuesta por la reducción de costes mediante todo tipo de subterfugios (evasión fiscal, precariedad laboral, contaminación, etc.) ha sido la norma. Una norma que el franquismo consolidó y que en veinticinco años nadie ha combatido con energía. El resultado es que el sistema industrial español se encuentra hoy en gran parte compitiendo con los que aplican el modelo a lo «bruto» o está a la cola en cuanto a desarrollo tecnológico. Por esto la situación de crisis sin perspectivas que se vive en Elx y la Ribera d’Ebre se repite en otras muchas zonas (las especializadas en la naval, el textil…) sin que nadie sepa ofrecer una alternativa a un modelo económico que sólo funciona para aquellos territorios que consiguen imponer su norma en un determinado período.
Y en segundo lugar porque los dos casos muestran la hegemonía cultural de las clases dominantes. Su capacidad para desviar el conflicto hacia abajo o impedir que se introduzcan normas social o ecológicamente necesarias. No deja de ser notorio que mientras las actuaciones públicas son puestas contra las cuerdas con la excusa del peligro del empleo (por ejemplo, en la aplicación de Kioto) las cosas son completamente distintas cuando los cierres tienen su origen en la razón rentabilista de los grupos privados. Sin duda esta hegemonía del capital se construye por vías diversas. Pero su papel en la creación de empleo juega un papel fundamental. Por esto ninguna política de izquierdas tendrá demasiado éxito si no sustituye el discurso actual sobre el empleo por otro que dé a la ciudadanía el control sobre las decisiones económicas básicas.
10 /
2004