La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Luis Castro Berrojo
Usos y abusos de la historia. López Obrador y sus detractores
I. VISIONES ESENCIALISTAS DEL PASADO NACIONAL
A veces la historia se usa en la esfera pública como un saco de argumentos de donde se seleccionan algunos con el fin atacar dialécticamente al adversario y justificar la propia opinión política. En especial ello ocurre cuando entran en escena los nacionalismos y, más en concreto, cuando se suscita algún conflicto entre ellos. Es notoriamente lo que viene ocurriendo con el llamado “desafío independentista” catalán y las reacciones que ha provocado en el nacionalismo español o españolista –tanto político como académico–; una polémica en la que se enarbola el cuaderno de quejas secular con los viejos o no tan viejos agravios de unos y otros, tendiendo a olvidarse todo lo demás. Tampoco es difícil verlo en el caso que vamos a comentar más adelante, relativo a la historia de América.
En tales casos no siempre se ve y se presenta el pasado como fue, sino como se imagina o se idealiza. Casi podría decirse que el nacionalismo crea su propia historia (académica), con no menos propiedad que la historia (real) le crea a él. Así pues, en el relato histórico se preferirán unos episodios y personajes históricos a otros, se resaltarán ciertos hitos, se oscurecerán otros y quizá se ignore alguno… Y paralelamente se va definiendo el sujeto histórico que corresponde a esa evolución, con unos caracteres diferenciales permanentes, con unas creencias, usos y costumbres, con una cultura, en fin. Según Menéndez Pidal, por ejemplo, el carácter castizo español tendría notas psicológicas como las de sobriedad, religiosidad, individualismo y tradicionalismo), en contraste marcado con las que puedan tener los franceses, portugueses, ingleses, etc. (“Los españoles en la historia”, prólogo a su monumental Historia de España, publicada por Espasa Calpe).
En realidad, lo que elabora el nacionalismo sobre el pasado es una memoria histórica más que una historia propiamente dicha; es un entramado ideológico que sirve para cohesionar y dar continuidad a una comunidad en torno a unas élites, que son las que elaboran esas ideas, pero que también se usa para legitimarse frente a otros nacionalismos. Es una visión del pasado esquemática y unilateral, de brocha gorda, como lo es la descripción del supuesto “carácter nacional” de sus agentes. Desde luego, no es así en las obras de alta erudición de autores señalados, mucho más matizadas y ricas, pero sí en la traducción de estas en los manuales escolares y en la retórica de los publicistas. Por ello desde hace tiempo se viene señalando el efecto distorsionador de los nacionalismos sobre la historia. Si Benedict Anderson habla de “comunidades imaginadas” a propósito de ellos, Hobsbawm se refiere a “la invención de la tradición” e Inman Fox a “la invención de España” (pero también de los nacionalismos vasco y catalán).
Para la historiografía española nacionalista, tanto liberal como conservadora, (los Menéndez Pelayo, Menéndez Pidal, Ballesteros, Juderías, Sánchez Albornoz, ideólogos de Acción Española, como Sainz Rodríguez) esta identidad colectiva del Homo Hispanus se manifiesta muy tempranamente, ya sea en los pueblos celtíberos, en los romanos (según eso, Adriano y Trajano serían emperadores “hispanos”), en los visigodos, con su III Concilio de Toledo, o en los reinos cristianos que llevan adelante la Reconquista. La historia posterior alcanzaría uno de sus apogeos con la unidad dinástica de los Reyes Católicos y sus grandes hazañas: la expulsión o conversión forzada de moriscos y judíos, la implantación de la nueva Inquisición y de la ortodoxia, la toma de Navarra y, más que nada, el expansionismo exterior, donde brilla por encima de todo el “Descubrimiento”, colonización y evangelización de América. Son pocos los historiadores de esa época que, como Américo Castro, critican esa visión esencialista de lo español “a prueba de milenios”, dando una visión más matizada y culturalmente mestiza, que recuerda a algunos historiadores andalusíes como Al-Razi.
Pero cuando el nacionalismo español formula estos axiomas historiográficos (a finales del s. XIX y principios del XX) empiezan su andadura los regionalismos y nacionalismos en Cataluña y en el País Vasco, cuyas visiones alternativas del pasado encajan mal con el esquema unitarista y centralista de esa historia conservadora. Por eso, para Menéndez Pidal los localismos y regionalismos son un “accidente morboso” en la historia de España o muestras de “separatismo y particularismo” según Ortega y Gasset; nociones que, al vulgarizarse en la brega política, se convierten en amenazas graves a la “unidad de España” para las fuerzas de derecha y ultraderecha locales. Tal discrepancia no es irrelevante, toda vez que fue uno de los factores desencadenantes de la Guerra civil y aún hoy interviene entre los casus belli del juego político.
II. VALORACIONES DEL EPISODIO AMERICANO Y DE LA HISPANIDAD
Análogamente, para esa teoría histórica nacionalista del pasado español, tampoco son de recibo visiones críticas sobre el episodio americano. Ya el mismo Menéndez Pidal tachó de “paranoico” y “falsario” al padre Las Casas y, desde entonces, suelen verse tales críticas como otras tantas manifestaciones de la “leyenda negra”, urdidas por los seculares enemigos de España y a veces voceadas por malos patriotas. Por el contrario, se trataría de ver en el imperio español americano una de las gestas mayores de su pasado o, incluso, de toda la historia universal. Maeztu, el gran acuñador de esta idea majestuosa, señala que la Hispanidad consiguió “la unidad física del mundo” al descubrir y transitar las rutas marítimas, y, por otra parte, logró “la unidad moral del género humano al hacer prevalecer en Trento el dogma que asegura a todos los hombres la posibilidad de salvación […]. Por consiguiente, la Hispanidad creó la Historia Universal y no hay obra en el mundo, fuera del Cristianismo, comparable a la suya”. Una idea nada nueva, pues ya López de Gómara en el siglo XVI comienza su crónica con estas palabras:
… la mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo creó, es el descubrimiento de Indias […]. Nunca nación extendió tanto sus costumbres, su lenguaje y armas ni caminó tan lejos por mar y tierra, con armas a cuestas.
(Antes de él, Pedro Mártir, primer cronista de Indias, opinaba que “cuanto desde el principio del mundo se ha hecho y escrito es poca cosa a mi ver si lo comparamos con estos nuevos territorios, estos nuevos mares, estas diversas naciones, y lenguas, esas minas, esos viveros de perlas…”).
Por su parte, Ortega y Gasset relaciona íntimamente la unidad nacional española – que, según él, se logra con la unión dinástica de los reinos de Castilla y Aragón a finales del siglo XV– con la del expansionismo exterior como “proyecto sugestivo de vida en común” para todos los españoles. “La unidad de España se hace para esto y por esto –escribe en su España invertebrada, libro de cabecera de José Calvo Sotelo, Giménez Caballero, Ledesma Ramos o José Antonio–. La unión se hace para lanzar la energía española a los cuatro vientos, para inundar el planeta, para crear un imperio aún más amplio”. Y así, por obra de España, aparece por primera vez en la historia, añade Ortega, la historia mundial, la Weltpolitik. No nos debe extrañar pues que todavía hoy, para algunos, poner tachas a tan fabulosa empresa sea tanto como poner en entredicho la valía y la honradez de ese sujeto histórico que es la nación española.
Seguramente es en la idea de la “Hispanidad” y en el tratamiento ceremonial del «Día de la Raza» donde mejor se expresan estas ideas, con todas sus implicaciones ideológicas y políticas. Alfonso XIII instauró oficialmente la efeméride en 1918, a propuesta de la Unión Ibero-americana, y Miguel Primo de Rivera añadió a la fecha el título de «fiesta de la nación española» durante su Dictadura. La monarquía de la Restauración, al instituir esta conmemoración, pretendía dar a la sociedad española un asidero identitario que reforzara un sentimiento nacional entonces aún muy débil, dando algún ánimo también a una opinión pública aún afectada por el Desastre del 98. (Es también en esa época cuando se hace obligatoria la bandera bicolor en los centros oficiales, se escucha la marcha de granaderos como “himno nacional” y las reales academias fomentan una cultura nacionalista española en sus distintos ámbitos). A la vez, se intentaba dar algún contenido y reforzar las relaciones con países hispanohablantes, entonces muy escasas. Ahí no se llegó muy lejos –se topaba con la rivalidad de un imperialismo norteamericano descaradamente intervencionista en todo el resto de América–, pero al menos se logró que algunos gobiernos aceptaran de buen grado la efeméride de la Hispanidad.
Así, junto con el 2 de mayo y el Día de Santiago, la fecha del 12 de octubre pasó al calendario oficial y a la memoria histórica del nacional-catolicismo. Con ese espíritu se había celebrado ya el IV Centenario del Descubrimiento en 1892, en cuyas ceremonias que se intentó implicar a las élites hispanoamericanas, y con él se inspiró la Exposición Ibero-Americana de Sevilla en 1929-1930, a la que asistieron unos 20 países americanos, además de Portugal y Marruecos. Según la Guía oficial de la exposición, se trataba de “la afirmación de la confraternidad entre los pueblos todos de raza y abolengo ibéricos, afirmación de la ciudad sevillana, […] metrópoli un tiempo de los pueblos del continente occidental que España descubrió e incorporó a la civilización”.
En la celebración del 12 de octubre se solapan campos simbólicos distintos, aunque parcialmente coincidentes: junto a las connotaciones imperiales, la fecha se vincula también a la festividad de la Virgen del Pilar, mito original del cristianismo español –junto con el de Santiago apóstol–; y de este modo, según Álvarez Junco, “se ensalzaba la potencia del Estado y de la nación, pero también la del cristianismo, la de la evangelización de este rincón del mundo». De ahí que el cardenal Gomá, primado de España, fuera entusiasta del concepto, como se vio en su largo discurso en Buenos Aires con motivo del “Día de la Raza” en 1934, titulado “Apología de la Hispanidad”. (Además, Gomá escribió el epílogo para la Defensa de la Hispanidad, de Maeztu, publicado en 1934 por Acción Española). Según esta visión, el fin primero y esencial de la colonización de América había sido la evangelización de los pueblos indígenas, una empresa que se consideraba legítima y meritoria incluso por parte de aquellos –frailes españoles sobre todo– que rechazaban la explotación y maltrato de los indios.
Bien es cierto que ha habido otras actitudes intelectuales respecto a la Hispanidad en esas épocas (por precisar, desde la Restauración hasta el franquismo). Por ejemplo, Unamuno criticó el sesgo racista e imperialista con que se solía presentar y lamentaba que se hubiera usado la fuerza para imponer a otras gentes la religión, siendo de carácter muy distinto al español, o que se tratara de ocultar los fines políticos y crematísticos que tuvo la colonización de América. En un acto celebrado en la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1922 manifestó su preocupación por el sesgo “impuro y bárbaro” dado al concepto de raza, que llevaba a definir a algunos (judíos, masones) como “antiespañoles y volvía a referirse a la raza española, o hispanoamericana, como aquella que “piensa y, por lo tanto, siente en cualquiera de las lenguas españolas. O ibéricas, si se prefiere. (Una de ellas, la que se habla en Portugal y en el Brasil)”. Así pues, la relación debía plantearse en pie de igualdad con esos pueblos hermanos, no con el espíritu de superioridad expresado por los círculos oficiales. Por lo demás, Unamuno entendía esa relación, como se ve, integrando también en ella el elemento portugués y la aportación de vascos, catalanes y gallegos a la empresa americana. Seguramente esta actitud, entre otras cosas, fue uno de los factores de la famosa trifulca que tuvo con Millán Astray el 12 de octubre de 1936 en la universidad de Salamanca.
A la altura de los años treinta, el mito de la hispanidad era un elemento central en el acervo ideológico de las derechas y las extremas derechas españolas, tal como se puede ver en la retórica de Acción Española y de Falange. Y durante el cuarentañismo fue ingrediente principal en la formación del espíritu nacional, así como lema recurrente en la retórica de los que formulaban la política exterior del franquismo respecto de los países americanos “hermanos”. Siguió presente el enfoque histórico conservador que hemos descrito en la actividad del Consejo de la Hispanidad, creado por Serrano Suñer en 1940, y de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos, establecida en Sevilla en 1942, que dio lugar a cátedras, estudios, publicaciones y encuentros académicos internacionales. La Escuela dependía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, creado por el ministro de Educación Ibáñez Martín. Durante un tiempo, este entramado académico e institucional estuvo bajo el control de falangistas (Blas Piñar, por ejemplo) y personas afines al Opus Dei, instituto religioso que entonces iniciaba su cursus honorum en la universidad y en el mundo político de la dictadura franquista.
La democracia postfranquista no supo o no quiso dar otra formulación al 12 de octubre (lo que no es sino una expresión más de la ausencia de una auténtica política de memoria histórica en esta España), de modo que por un decreto de 1981 se mantuvo la festividad con su doble carácter de “Fiesta Nacional de España” y de “Día de la Hispanidad”, en el que “se conmemora el descubrimiento de América y el origen de una tradición cultural común a los pueblos de habla hispánica”. Como fiesta nacional sustituía al 18 de julio, que fue instituido como tal en el Fuero del Trabajo de 1938, y la referencia a la Hispanidad muestra que, al ser obviada toda referencia simbólica a las dos repúblicas –aunque fueran el único referente histórico democrático de la historia anterior– la monarquía borbónica (re)instautada debía volver a sus antiguas fuentes ideológicas nacional-católicas.
Poco cambio se advierte pues respecto de las visiones tradicionales del 12 de octubre. Y aun hoy podemos constatar cómo en la derecha siguen reinando nociones bastante trasnochadas y pasmosas sobre la historia de España. A título de ejemplo, recordemos que el pasado 12 de octubre, la fecha –y las inminentes elecciones andaluzas– propiciaron que el líder del P.P., Pablo Casado, cual nuevo Maeztu, se descolgara con las siguientes declaraciones a propósito de la colonización española: “junto a la romanización, la Hispanidad es el hito más importante de la Humanidad” […]. “¿Qué otro país puede decir que un nuevo mundo fue descubierto por ellos?”. Más contundente, Rafael Hernando, ex portavoz del mismo partido, ha tuiteado: “Los españoles fuimos allí y acabamos con el poder de tribus que asesinaban con crueldad y saña a sus vecinos”. (Estos mismos ciudadanos son los que se permiten hacer comentarios sarcásticos y descalificadores sobre “las batallitas del abuelo”, en alusión a la Guerra civil, a sus víctimas y a su memoria, algo que, según ellos, conviene no remover para no reabrir viejas heridas, etc.)
Por lo demás, a excepción de autores como Vargas Llosa, la mayoría de los escritores latinoamericanos del siglo xx repudian el repertorio ideológico veteroespañol acerca del “Descubrimiento”, si bien a estas alturas de la historia lo que está en su punto de mira no es tanto una España decadente, aunque altanera, como el imperialismo norteamericano o la globalización capitalista propiamente dicha, que sigue manteniendo en la explotación y la marginación a grandes grupos sociales y a países enteros. Como escribe por ejemplo el poeta argentino Juan Gelman,
Europa fue la cuna del capitalismo y al niño ése, en la cuna, lo alimentaron con oro y plata del Perú, de México, Bolivia. Millones de americanos tuvieron que morir para engordar al niño, que creció vigoroso, desarrolló lenguas, artes, ciencias, modos de amar y de vivir, más dimensiones de lo humano […].
No olés a viejo, Europa. Olés a doble humanidad, la que asesina, la que es asesinada.
Pasaron siglos y la belleza de los vencidos pudre tu frente todavía
III. EL CASO LÓPEZ OBRADOR
Un buen ejemplo de cómo la visión del pasado puede influir en las relaciones políticas internacionales lo tenemos en la reciente petición del presidente de la república de México, Sr. López Obrador, cursada al papa Francisco y al rey de España. Se trataría de consensuar un relato y una actitud común de los tres estados pidiendo perdón por las injusticias que se cometieron con ocasión de la conquista de Méjico en el siglo XVI teniendo en cuenta que nos encontramos en el quinto centenario del suceso [1]. La propuesta del presidente mexicano ha causado cierto revuelo en el mundillo político y académico español. Los ideólogos de guardia se han rasgado más o menos las vestiduras, Martínez Reverte ha mostrado otra vez su virtuosismo infamante y Vargas Llosa ha tirado su guante verbal por donde suele. Los partidos políticos de ámbito estatal, con la excepción de Unidos Podemos, han rechazado con indignación la propuesta: “es una ofensa intolerable al pueblo español”, sentencia Albert Ribera, líder de Ciudadanos, y “de una ignorancia escandalosa y una auténtica afrenta contra España y contra su historia” lo califica Casado. Mientras, la Casa real calla y los ministros de Pedro Sánchez se sacuden la petición con displicencia.
Según creo, el asunto tiene dos caras: 1) si, en efecto, hubo tales atropellos y qué alcance tuvieron y 2), si procede por ello alguna reparación simbólica por parte del Estado español, que no iría muy lejos en sus efectos para unas poblaciones indígenas aún hoy marginadas y en precario si no va acompañada de alguna otra medida como las que veremos más adelante.
Con respecto a esto último conviene empezar recordando que Naciones Unidas, en la Conferencia de Durban I (Suráfrica) contra el racismo, la discriminación racial, la xenofobia y las formas conexas de intolerancia (2001), pidió a los países miembros que honrasen la memoria de las víctimas del tráfico esclavista y de la explotación colonial. Concretamente, en el artículo 101 de su Declaración se lee:
Con miras a dar por clausurados estos negros capítulos de la historia y como medio de reconciliación y cicatrización de las heridas, invitamos a la comunidad internacional y a sus miembros a que honren la memoria de las víctimas de esas tragedias. La Conferencia observa también que algunos han tomado la iniciativa de lamentar lo sucedido, expresar remordimiento o pedir perdón, y hace un llamamiento a quienes todavía no hayan contribuido a restablecer la dignidad de las víctimas para que encuentren la manera adecuada de hacerlo y, en este sentido, expresa su agradecimiento a los Estados que ya lo han hecho.
(La declaración fue apoyada mayoritariamente, pero EE.UU. e Israel se ausentaron de la conferencia antes de la votación.)
En la conferencia se constató la permanencia de la esclavitud y el resurgimiento de ideas racistas y xenófobas en varios países, ideas amenazantes de la convivencia y las formas de vida las minorías, fueran de tipo étnico, religioso o de otra clase allí donde las hubiere. Para hacer frente a estas lacras, se pedía a los países miembros que tomaran medidas protectoras de las minorías y se sugería la promoción del conocimiento del pasado como punto de partida para la reparación de las víctimas, que debería incluir también algún tipo de indemnización económica en los casos que procediese. Desde una perspectiva más amplia, esta conferencia –que coincide con el final del Appartheid surafricano– puede verse como un hito más dentro del amplio movimiento en favor de la memoria histórica de las víctimas de abusos y crímenes contra la humanidad que se manifiesta por todas partes a finales del siglo XX.
Como indica el texto de la declaración, algunos países ya habían tomado la iniciativa: lo había hecho por ejemplo EE.UU. en 1988, cuando el congreso y el presidente Reagan pidieron perdón a los 120.000 americano-japoneses encerrados en campos de concentración durante la II Guerra mundial, siendo indemnizados los supervivientes. En 1993 el senado norteamericano aprobó una resolución en la que se disculpaba por “el derrocamiento ilegal” del reino de Hawaii en 1883. Después ha habido petición de perdón por el pasado de esclavitud en los estados sudistas, pero, que sepamos, no ha habido algo semejante respecto del exterminismo de las naciones indias norteamericanas, si bien estas se han beneficiado de reformas legales y sociales en las últimas décadas. (En cambio, sí ha pedido disculpas el gobierno de Canadá a los descendientes de las poblaciones indias).
Con posterioridad a la Conferencia de Durban I, en 2005, Koizumi, primer ministro japonés, pidió perdón a los países vecinos por el daño causado en el pasado por su país con “profundo remordimiento y una disculpa sincera”. Y en 2007 fue Shinzo Abe quien lo hizo por los millones de víctimas causadas por japoneses en los países de su entorno, aludiendo en particular a los cientos de miles de mujeres chinas, coreanas y filipinas esclavizadas sexualmente durante la II Guerra mundial. El otro gran responsable de la II Guerra mundial, Alemania, ha prodigado también sus gestos de contrición hacia terceros países, a la vez que ha desarrollado una política educativa y de memoria histórica muy consistente de puertas adentro.
También Francia, Bélgica e Inglaterra han pedido perdón por los abusos y crímenes de su pasado imperialista y Enrique Barón –cuando era presidente del Parlamento europeo– sugirió en un artículo de opinión que España hiciese lo mismo. El papa Francisco manifestó en Bolivia en julio de 2015: «… Quiero ser muy claro, como lo fue San Juan Pablo II: pido humildemente perdón, no sólo por las ofensas de la propia Iglesia sino por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América». (Anteriormente, Juan Pablo II había pedidó disculpas por la responsabilidad de la Iglesia en la trata de esclavos y por las condenas a muerte de protestantes en las guerras de religión, entre otras cosas).
Así pues, casi todas las potencias con pasado colonialista han manifestado oficialmente su arrepentimiento y su petición de disculpas por ese pasado. Pero por estos lares no hay demasiada propensión a la autocrítica ni al examen colectivo de conciencia. Seguramente tal actitud tiene que ver con esa prepotencia y ese orgullo que –supuestamente– caracterizan a los españoles. “A mi, lecciones ninguna”, tenemos la triste experiencia de oír a los líderes de opinión ibéricos una y otra vez, algo que se convierte en un cortocircuito moral cuando se emplea junto al “y tú más” en cada ocasión que se suscita algún reparo moral a su conducta. Con esos mimbres es difícil construir una memoria histórica que pueda ser compartida sin reservas por los americanos. (Claro es, en eso habría que empezar por la propia casa).
Es posible que la indiferencia o rechazo de las conmemoraciones del V Centenario en 1992 por parte de muchos latinoamericanos tuviera que ver con esa ausencia de planteamiento crítico y matizado sobre las relaciones entre la “madre España” y ellos. Por de pronto, el término de “descubrimiento” era abiertamente rechazado. La mexicana Elena Poniatowska, por ejemplo, escribió en esa ocasión: “llamar descubrimientos a lo que estaba no solo descubierto sino habitado y contaba con una cultura anterior a la Era Cristiana es simple y llanamente prepotencia europea”. Se propuso entonces sustituirlo por el de “encuentro de dos mundos” o “encuentro de civilizaciones” –acuñado por el historiador mexicano León Portilla y asumido por la Organización de Estados Americanos–, pero las organizaciones indígenas tampoco aceptaron ese término y plantearon que no había nada que celebrar, pues la fecha solo les recordaba un pasado de opresión y marginalidad del que aún no habían salido. La intelectualidad crítica tampoco asumió la conmemoración, como se vio, por ejemplo, en la publicación Nuestra América contra el V Centenario, coordinada por el mexicano de origen alemán Heinz Dietrich y en la que colaboraron autores como Mario Benedetti, Alejo Carpentier, Elena Poniatowska, Roa Bastos, Pedro Casaldáliga o Noam Chomsky. Tampoco en España faltaron manifestaciones críticas respecto del enfoque dado a la conmemoración.
Más recientemente, algunos países americanos han cambiado la denominación y el carácter de la efeméride. Por ejemplo, desde 2010 en Argentina el 12 de octubre, feriado, es el “Día del respeto a la diversidad cultural (…), queriendo destacar y rememorar las muertes de los pueblos originarios y dotando a dicha fecha de un significado acorde al valor que asigna nuestra Constitución Nacional y diversos tratados y declaraciones de derechos humanos a la diversidad étnica y cultural de todos los pueblos” (según decreto del gobierno de la Sra. de Kirchner). En Bolivia, es el Día de la descolonización y en Nicaragua y Venezuela, el de la resistencia indígena. Es evidente que la propuesta de López Obrador va en la línea de estas reconsideraciones.
IV. EMPECEMOS POR (RE)CONOCER LA VERDAD HISTÓRICA
Además de la aversión de la derecha española a toda memoria histórica que no coincida con sus clichés ideológicos, en esa repulsa generalizada a la propuesta de López Obrador es posible que actúe también cierta ignorancia interesada o conocimiento parcial de la realidad histórica. (Con esto entramos en el otro aspecto del asunto, que debería ser previo). Por ejemplo, el profesor inglés Felipe Fernández Armesto, gran vulgarizador de la historia global ahora de moda, muestra algo de ello en un reciente artículo, a la vez que ofrece un buen surtido de los tópicos que se suelen emplear para fundamentar esa repulsa. (“Mitos de la conquista de América”, en El Mundo de 27 de marzo de 2019). Me refiero a él porque su escrito sintoniza, por lo que se ha visto y leído, con la opinión de otros muchos académicos, que han mostrado públicamente su coincidencia, como el profesor Mariano Esteban, catedrático de la Universidad de Salamanca.
Por lo pronto, Fernández Armesto niega la mayor: no se puede hablar “en absoluto” –dice– de conquista por parte de los españoles, “sino de unos indígenas por otros, de la cual los españoles se aprovechaban”. Y no fue Cortés, sino Doña Marina, la Malinche, india náhuatl concubina del extremeño, “la que lo dirigía todo: la diplomacia que dio paso a la alianza que venció a los aztecas y las masacres de Cholula o de los nobles aztecas asesinados en la fiesta de Toxcatl en Tenochtitlán”. Todo lo cual es un bonito ejemplo de coger el rábano histórico por sus hojas anecdóticas y de descontextualizar lo sucedido. Pues es evidente que tras la caída del imperio azteca, este no fue sustituido por otro tlaxcalteca o totomeca, sino por la corona española –o castellana, si se quiere, para los siglos XVI y XVII–, que impuso por la fuerza su soberanía. Luego vendría la ocupación de otras zonas de América ya no pertenecientes al área azteca, donde sería absurdo hablar de las luchas entre unos pueblos y otros, lo mismo que lo es para la fase anterior de ocupación antillana.
Pero en este tipo de enfoques se obvia lo esencial –pues, al fin y al cabo, se dice, es lo que suele ocurrir tras una ocupación colonial y casi no vale la pena entrar en ello–: la implantación de un sistema de explotación y monopolio colonial que duró varios siglos, basado principalmente en la extracción de metales preciosos y en la comercialización de cultivos como el tabaco, el azúcar, el cacao y el café, obtenidos mediante mano de obra esclava o semiesclava de indígenas, negros, mestizos y mulatos (con encomiendas, reparticiones, mitas y reducciones). Y lo que hubo, para la historiografía y la etnología modernas, más que un “descubrimiento” fue un choque de civilizaciones del que se derivó un rápido bajón demográfico entre los amerindios (del 60 al 90 %, según las zonas) y la desaparición de cientos de civilizaciones en la América caribeña, central y meridional.
En esa catástrofe demográfica tiende a subrayarse la influencia de las enfermedades contagiosas llevadas por los europeos y africanos entre los amerindios, que carecían de defensas orgánicas frente a ellas por no haberlas padecido antes. A la vez, el maltrato y los abusos de los españoles sobre ellos tienden a presentarse como casos excepcionales, pues, al fin y al cabo –argumenta Fernández Armesto– eran mano de obra y por lo tanto los primeros interesados en mantenerlos vivos serían sus amos. No lo vieron así Montesinos, ni Las Casas, ni Toribio Motolinia, ni Bernardino de Sahagún ni muchos otros después de ellos, quienes hablaron sobre todo de esos atropellos por parte de los españoles como factor importante en su colapso demográfico. Todavía en 1582, a casi un siglo del primer viaje de Colón, Felipe II dirige al arzobispo de México un oficio en el que se lee:
Somos informados que en esa tierra se van acabando los indios naturales della por los malos tratamientos que sus encomenderos les hacen. Y que, habiéndose disminuido tanto los dichos indios, en algunas partes faltan más de la tercia parte… Y los tratan peor que esclavos y como tales se hallan muchos vendidos y comprados, de unos encomenderos a otros, y hay algunos muertos a azotes, y mujeres que mueren… Y que hay madres que matan a sus hijos pariéndolos, diciendo que lo hacen por librarlos de los trabajos que ellos padecen; y que han concebido los dichos indios muy grande odio al nombre de cristiano y tienen a los españoles por engañadores y no creen cosa de las que les enseñan.
Felipe II señalaba que esas conductas de los encomenderos eran contrarias a las normas legales que venían dictando los reyes de Castilla desde su bisabuela la reina Isabel, por lo que exigía una vez más su cumplimiento. Desde luego, como también dice F. Armesto, “la política de la Corona española siempre favoreció […] la prosperidad económica de los nuevos súbditos indígenas” y procuró que el trato dado a estos fuera humano y comedido. Y es verdad que ya la reina Isabel prohibió a Colón la venta de indios como esclavos y ordenó en su testamento que sus súbditos americanos fueran “bien e justamente tratados” y que se respetaran sus personas y sus bienes; algo que también estaba en las instrucciones dadas al gobernador Nicolás de Ovando en 1502. No es menos cierto que luego las leyes de Burgos de 1512 y la posterior legislación indiana confirmaron y ampliaron esas disposiciones paternalistas (algunos hablan del inicio de la “legislación laboral moderna”) y que fueron enjuiciados y condenados algunos colonizadores por abusos, empezando por el propio Colón y por Cortés. Y que de la escuela de Salamanca, encabezada por Francisco de Vitoria y de la controversia de Valladolid entre Las Casa y Sepúlveda salió el moderno derecho de gentes.
No está de más recordar estas cosas y subrayar la importancia de ese reconocimiento del indio como ser racional y como persona, dado que la tradición medieval y aristotélica hubiera llevado a su calificación como simple salvaje, bárbaro, idólatra u otras categorías carentes de la noción de persona. Aun así, esa idea negativa del indio es la que está más o menos explícita en algunas normas y en algunos cronistas y la que se deduce de la actuación de los conquistadores y colonos; por ejemplo, el preámbulo de las leyes de Burgos señala que los indios “de su natural son inclinados a ociosidad e malos vicios […] y no han ninguna manera de virtud ni doctrina”, a lo que Fernández de Oviedo añade que son sodomitas, antropófagos y homicidas, por lo que se justifica sin más el sometimiento forzoso. Lejos de estas posturas, pero sin llegar a la visión encomiástica y angelical de Las Casas –claro precedente de la teoría rousoniana del “buen salvaje”–, las concepciones de un Vitoria o un Sepúlveda reflejan la existencia de una sensibilidad y de unos esquemas mentales muy distintos respecto de las relaciones entre distintos pueblos con distintas culturas, así como una voluntad de limitar los abusos reinantes sobre los indios.
Pero la corte española estaba muy lejos de América y también era mucha la distancia entre los principios paternalistas y la legislación indiana, por un lado, y, por otro, la práctica habitual en el trato a los indios por parte de los españoles. Y lo mismo ocurría entre las órdenes gubernativas y lo que luego hacían estos. (Algo que se vio ya con la propia conquista de la confederación azteca por parte de Cortés, hecha al margen y en contradicción con las órdenes expresas del gobernador Diego Velázquez. Pero el emperador Carlos V legalizó de buen grado la conquista y ennobleció a Cortés: seguramente pesaron en su decisión los regalos enviados por esste juanto a sus cartas, así como la imposibilidad de dar marcha atrás a una situación irreversible).
Así pues, antes de que tuvieran efecto las medidas protectoras de los indios, el problema ya se había resuelto de una mañera trágica en el Caribe: con la extinción casi total de las poblaciones antillanas a consecuencia del trabajo forzoso, de la propagación de enfermedades y de la desarticulación de sus sociedades y culturas. Cuando la conquista y colonización americana pasó de las Antillas a Tierra Firme, a partir de 1517, con los Cortés, Alvarado, Pedrarias Dávila, Núñez de Balboa y Pizarros, se volvió a plantear el asunto del trato debido a los indios, con el agravante de que ahora se trataba de poblaciones indígenas mucho más numerosas y avanzadas culturalmente.
Cisneros, Carlos V y sus sucesores volvieron una vez y otra a legislar con una intencionalidad parecida a la del testamento de la reina Isabel, procurando garantizar un trato humano a los indios, siempre, eso sí, bajo una dominación política, cultural y económica. Pues, como matiza la historiadora mexicana Gisela von Wobeser, aunque los indios fueran considerados por la corona vasallos libres, la legislación indiana siempre los diferenció del resto de los habitantes de América, confiriéndoles el estatus de «personas miserables» y equiparándolos a los menores de edad, a los pobres y a los rústicos. Una y otra vez se puso de manifiesto la contradicción entre este espíritu legal protector y la actitud de los conquistadores y colonizadores, más propensos a una explotación del indio sin cortapisas, ya fuera mediante el sistema de encomienda, del trabajó en las minas (mitas) o de otras fórmulas. Que la legislación indiana no se cumplía lo demuestra el simple hecho de que leyes similares son promulgadas cada cierto tiempo. Una ley que se cumple no necesita ser repetida. Al final, la monarquía no tuvo más remedio que adaptarse a una situación de hecho de la que, por lo demás, obtenía pingües beneficios fiscales, principalmente a través del “quinto real” sobre las remesas de metales preciosos, de los derechos de aduana y de la imposición directa sobre los indios, todo ello bien controlado por la Casa de Contratación, el Consejo de Indias y los funcionarios reales dispersos en los virreinatos, cabildos y audiencias de la América española.
Paralelamente, la Iglesia católica fue creando diócesis y archidiócesis en los nuevos territorios, si bien bajo el patronazgo directo de la corona, con lo que fijó su dominio ideológico así como la gestión directa y autónoma en los amplios territorios ocupados por las reducciones de franciscanos, jesuitas y dominicos. También se trasplantaron a América el cobro de diezmos, del que no se libraban los indios, y el Santo Oficio. Como desde el primer momento se prohibió la entrada en América de judíos, moros, herejes, conversos y gitanos, la Inquisición afrontó pocos casos de heterodoxia, dedicándose más bien a perseguir los vicios y malas costumbres de los indios. (Ciertamente, no se puede minusvalorar la motivación catequética y misionera en la empresa americana. No podía ser de otra manera en unas sociedades que, aun sometidas a los cambios de mentalidad moderna, seguían teniendo una fuerte impronta espiritual, tal como se manifestó en los movimientos de reforma eclesiástica, en el misticismo y las guerras de religión. En este sentido, podría verse la expansión del catolicismo en América como una cruzada más, como en la Península se había visto la última fase de la Reconquista. Es más: no es difícil advertir en algunos pasajes de los diarios de Colón una perspectiva milenarista de viejo cuño: la idea de que, una vez convertidos a la fe verdadera los pueblos de todo el mundo, estaría cercana la Segunda Venida de Cristo para establecer su Reino Universal sobre la Tierra. Aunque, por otra parte, eso no es muy coherente con el hecho de que el Almirante no llevara ningún religioso en el primer viaje y de que con frecuencia prefiriese ver a los indios como esclavos de trata o mano de obra forzada más que como hermanos en la fe. La perspectiva milenarista está también detrás de algunas de las misiones de los frailes mendicantes en distintas partes del Nuevo Mundo).
Que hubo otros países imperialistas que hicieron cosas parecidas, sí. (Sin ir más lejos, el Portugal coetáneo, que comenzó antes el pillaje y la trata de esclavos africanos). Que tales prácticas de expansión territorial eran comunes en esa época y aún mucho después, desde luego. Que el imperio español mostró rasgos diferenciales respecto a otros contemporáneos o posteriores (siendo quizá el principal el fenómeno del mestizaje), nadie lo niega. Podemos hacer todas las matizaciones que queramos, pero siempre partiendo de la realidad histórica.
Decir todo esto no es contribuir a la “leyenda negra” o estimular la “imperiofobia”, mitos un tanto masoquistas y falsos, no porque no existan, sino porque todos los países que han incordiado a otros los padecen, siempre con algo –o bastante– de razón. Basta leer a los cronistas de Indias -empezando por los diarios del propio Colón- y a los historiadores modernos para ver que las cosas fueron así. Tampoco estaría mal conocer la historia de los vencidos relatada por ellos mismos, algo que podemos hacer gracias a la labor de León-Portilla sobre los códices indígenas. En este terreno, es cierto que no se puede generalizar en cuanto a las conductas individuales y cabe pensar que, una vez consolidada la situación colonial, la convivencia pacífica de criollos e indios debió de ser la norma. Y ahí está además la realidad del mestizaje entre europeos, indios y africanos, algo propio y característico del colonialismo español en América. Pero la pétrea realidad de dominación y explotación fue la que solo apenas hemos descrito más arriba, cuando hablamos de la fase de conquista o cuando se produjeron episodios de protesta o rebeldía por parte de los indios, dándose la circunstancia de que España mantuvo la esclavitud en sus colonias más que cualquier otro país europeo, hasta finales del siglo XIX.
V. HACIA UNA NUEVA MEMORIA HISTÓRICA HISPANOAMERICANA
… desde entonces hasta hoy día, muchos indios “mexicanos” siguen luchando, de distintas maneras, para conseguir la vida digna que ni la Independencia ni la Revolución, que estalló cien años más tarde, pudo proporcionarles.
(Gisela von Wolester)
El II centenario de la conquista de México (2019) y el V de su independencia (2021) vuelven a poner sobre el tapete el asunto de la memoria histórica común a españoles y americanos. En nuestra época, caracterizada por la proliferación de “lugares de memoria” y de conmemoraciones oficiales de sucesos pasados, sería inconcebible que se pasaran por alto esas fechas. Siendo así, nos atrevemos a suponer que la pretensión del presidente mexicano con sus cartas va en la línea de consensuar con España y con la Santa Sede el enfoque significativo –el relato– de tales hechos históricos desde una perspectiva actual. Esto es: la propia de sociedades democráticas que se relacionan entre sí de acuerdo con los principios de la Organización de Naciones Unidas y de la Declaración Universal de Derechos de 1948, que establece a “todos los miembros de la familia humana” como sujeto de esos derechos. De ese relato consensuado se derivaría el tratamiento ceremonial y político que corresponda. Ello implica para unos y otros una reflexión colectiva y una revisión crítica acerca del pasado común hispanoamericano, según los criterios a los que hemos aludido. De no darse esa reflexión, quedaríamos sumidos en la inercia del silencio y de la inhibición, sin que se hayan difuminado los casposos valores memoriales de otras épocas.
El asunto concierne también a los propios mexicanos y creemos que así lo ha asumido expresamente el presidente López Obrador, quien, si más no, ha prestado una gran atención a la problemática indígena en su ejecutoria política (y, según se dice, ha usufructuado un apoyo electoral por ello, razón por la cual algunos hablan de “oportunismo” por su parte). Su cuota de responsabilidad tiene que ver con la historia del México posterior a la independencia, que parte de la realidad humana resultante de los tres siglos de presencia española.
Recordemos esa historia brevemente: cuando se recuperó la población indígena mexicana en el siglo XVII, se encontró con una carencia general de recursos básicos (tierra, agua), por lo que la población excedentaria se vio obligada a trabajar para los estancieros españoles (terratenientes) o marchar hacia las ciudades manufactureras o zonas mineras, donde eran explotados. Incluso donde pervivieron las comunidades indígenas, estas llevaban una vida de subsistencia, muy dependiente de los terrenos comunales. (Seguimos, en líneas generales, la magnífica síntesis de la profesora Von Wolester, “Los indígenas y el movimiento de independencia”, en Estudios de cultura náhuatl, vol. 42, agosto de 2011).
La participación masiva de los indios en el movimiento de independencia –al que les convocaron expresamente los curas Miguel Hidalgo y José María Morelos en 1810– tiene que ver, más que con una conciencia política de la que carecían, por lo general, con su descontento por las exacciones del clero y de los funcionarios de la corona y con la esperanza de mejorar sus precarias condiciones de vida. (Aun así, tampoco faltaron los que se inhibieron o apoyaron a los españoles). Antes de que fuera decapitado por los españoles, Hidalgo había prometido a los indios la devolución de las tierras usurpadas por los colonizadores, el fin de los tributos a la corona y la abolición de la esclavitud.
Con la independencia “pocos fueron los beneficios inmediatos que obtuvieron los indígenas y más bien resultaron perjudicados”, según Wolester. La tierra siguió mayoritariamente en manos de los terratenientes criollos y de la Iglesia, aunque, eso sí, el liberalismo triunfante acabó declarando a los indios formalmente libres. Más adelante, con las leyes desamortizadoras de bienes eclesiásticos y comunales de 1856 y 1857 –que supusieron la privatización de esas tierras y la desarticulación de los pueblos– la situación incluso empeoró para las comunidades indígenas subsistentes, lo que dio lugar a movimientos de rebeldía india duramente reprimidos por el gobierno de Benito Juárez. (Algo que, en líneas generales, nos recuerda la problemática del campesinado pobre en España y los conflictos que generó hasta la Guerra civil, momento en que la oligarquía española apoyó a los sublevados y optó por la solución “capitán Aguilera” a los problemas del campo, sintetizable en el siguiente enunciado: “Combata la pobreza: mate a un pobre”).
Si, como dice Vargas Llosa, después de esa convulsa historia México tiene hoy “tantos millones de indios marginados, pobres, ignorantes y explotados”, ello constituye una realidad que nos impone dos responsabilidades: la primera es reconocerla como resultado de una evolución histórica en la que nuestros antepasados y los estados que les representaban –tanto en la época colonial como poscolonial– han tenido protagonismo decisivo; la segunda, consensuar una actitud colectiva respecto de ese pasado común en la que nos reconozcamos todos y que sirva para concebir un futuro también común, solidario y emancipador.
En resumen: se trataría de empezar por conocer la realidad histórica y sus vinculaciones con problemas sociales actuales que afectan principalmente a los descendientes de las víctimas del colonialismo y del neocolonialismo. Cuando se pide perdón por sucesos en los que individualmente no se ha participado no se entiende que exista una culpabilidad moral, ni siquiera colectiva, en esos sucesos. Lo que sí hay o debe haber es una respuesta colectiva reconociendo la responsabilidad de nuestros antepasados en unos hechos traumáticos cuyas consecuencias se arrastran hasta nuestros días: lo que podríamos llamar una memoria histórica democrática respecto del pasado colonial español en América.
Como dicen algunos, la historia tiene muchos matices y a veces hace de aguafiestas. En eso estamos de acuerdo. Sin matices.
Notas:
[1] El asunto trascendió cuando el borrador de la carta fue filtrado al periódico mexicano Reforma, que lo publicó a finales de marzo pasado. El texto iba sin firma y presentaba solo dos páginas –la primera y la última– de un original de cuatro. En las otras dos se haría referencia a que el Estado mexicano también pediría perdón “por la agresión, la discriminación y el expolio de las comunidades indígenas tras la independencia” (Pulso, 29 de marzo de 2019). Esto último es importante, pues una de las recriminaciones que se hacen a López Obrador es que echa sus culpas a otros y no asume las responsabilidades históricas de los criollos que han gobernado el país desde la independencia. Tampoco se puede pasar por alto la intención obstaculizadora e insidiosa de la propia filtración.
[También publicado en el blog: De Re Historiographica]
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4 /
2019