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Daniel Bernabé

Elecciones generales en España: buscando el refugio de las certezas

España se sitúa, de nuevo, ante unas elecciones generales, las terceras en un lapso de menos de cuatro años. La anormalidad es el resultado de unas ondas sísmicas de largo alcance que provienen de la crisis financiera de 2008 y que, a día de hoy, aún se hacen sentir. Desde la abdicación Real hasta los casos de corrupción y espionaje, desde la irrupción de nuevos partidos hasta la reaparición de la ultraderecha, desde la moción de censura que derribó a Rajoy hasta el proceso soberanista catalán, el panorama político del país ha cambiado sin remisión y, más allá, la continuidad del propio Régimen del 78 necesita ser revisada.

En este contexto las elecciones cobran una mayor importancia. No son tan sólo la enésima repetición de un sistema bipartidista, sino una cita electoral que se propone como la recomposición del tablero político bien en torno al progresismo moderado del PSOE, bien en torno a las opciones reaccionarias sin máscara de PP y Vox. En medio Ciudadanos, el partido de diseño de las élites financieras, que puede jugar en ambos polos, o Unidas Podemos, que incluso disminuyendo sus expectativas de voto puede decantar la balanza hacia posiciones algo más a la izquierda.

La encuestas se afanan por averiguar qué es lo que va a suceder o, en bastantes ocasiones, por influir en lo que está por venir. Analistas de todo tipo hacen sus cábalas basadas en factores de edad, territoriales, de género y renta, raramente ya en criterios como la clase o la tradición ideológica. Pase lo que pase en la jornada del domingo 28 de abril estas son unas elecciones en las que ya estamos viendo de manera clara el enfrentamiento de dos modelos antagónicos: uno que entiende la política como la representación de intereses individuales, regida por figuras carismáticas sin una ideología del todo definida, frente a otra donde aún se entiende la necesidad de sujetos políticos amplios y las organizaciones estables basadas en una ideología fuerte se consideran necesarias.

Ambas maneras de entender la política ni siquiera se pueden ya asimilar con la derecha y la izquierda, sino que confunden este eje. Sirva como ejemplo un debate televisivo en el programa de Jordi Évole, Salvados, donde la actual alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, y uno de sus principales adversarios, Manuel Valls, de Ciudadanos, se dieron cita. Valls, que llegó a ser primer ministro de Francia, no ha hecho sólo un viaje de la política gala a la española, sino que ha pasado de formar parte del Partido Socialista a ser un verso libre primero en la República en Marcha de Macron y ahora en el Ciudadanos de Albert Rivera. Colau, por su parte, proviene del activismo social tomando notoriedad pública en la lucha antidesahucios. Actualmente es la cabeza del proyecto Barcelona en Comú, que aun estando integrado por diferentes partidos trasciende la coalición diciendo constituirse en movimiento ciudadano. Ambos parecen figuras distantes, pero se parecen más de lo que creemos.

En un momento del debate Valls comentó, ante la necesidad de alejarse del cada vez más escorado a la derecha Ciudadanos, que él era un político independiente. Colau le replicó que si alguien se presentaba bajo el paraguas de un partido de una u otra manera tendría que identificarse con el mismo. El pasaje nos resume fielmente el asunto: en el fondo ninguno de los dos, ni Colau ni Valls, quiere ser parte de un proyecto político de ámbito estatal, ser identificados con alguna opción ideológica clásica y, más allá, ambos basan sus candidaturas en su carismática presencia. Claro que Colau y Valls tienen un programa político más o menos definido, pero sus simpatizantes no les votan por eso, sino porque se sienten representados en el papel que encarnan: una la alcaldesa amable, solidaria y moderna, el otro un confiable hombre de Estado bueno para la prosperidad económica.

Hasta la última década del siglo XX, los partidos en Europa funcionaban como el agregador de grandes sujetos políticos, generalmente identificados con la clase trabajadora que votaba a socialistas y comunistas y las clases medias y grandes propietarios que se inclinaban por la democracia cristiana. Es a partir de los años ochenta, con la restauración neoconservadora, cuando este equilibrio se rompe, a medias entre la desestructuración de los grandes centros de trabajo junto a la idea de que todos los ciudadanos formaban parte de la clase media. Una clase media no en términos de renta sino en términos aspiracionales: importaba menos lo que se era que lo se aspiraba a ser, aunque no hubiera posibilidades reales de serlo, paradójicamente, por el propio proyecto neoliberal.

A mediados de los ochenta, todavía un obrero de Manchester o Gijón era laborista o socialista, no sólo votaba sino que era, de la misma manera que construía su identidad en base a su trabajo estable, sus tradiciones locales o su comunidad. Un par de décadas después el trabajo, la cultura local o la residencia habían dejado de ser continuidades, pero además sus partidos habían variado su orientación y la forma que tenían de dirigirse a su electorado. Tomando como ejemplo a Zapatero, presidente español de 2004 a 2011, la relación con sus votantes ya no era la de un partido de izquierda con la clase trabajadora, por contra había pasado a dirigirse a una ciudadanía abstracta, a una gran clase media aspiracional. Su ideología ya no pretendía ordenar la sociedad en base a unos criterios firmes, en el caso socialdemócrata el de la redistribución de rentas mediante el Estado del bienestar, sino a influir lo menos posible en el mercado tocando tan sólo algunos aspectos residuales y basando su progresismo en medidas más de corte moral, simbólico y cultural. Por último el partido, el esfuerzo común y organizado, perdía toda presencia para dejar paso a la élite dirigente y sobre todo al líder carismático.

Así los ciudadanos, los de izquierdas, pero también en gran medida los de derechas, dejaron de votar pensando en asuntos comunes para pasar a hacerlo pensando en su interés individual, uno más ilusorio que realista. Si la izquierda podía abogar por la justicia social y la derecha por el mantenimiento de las tradiciones, de repente ambas opciones empezaron a diluirse para dar paso a un pueril lloriqueo donde todos los individuos, atomizados, empezaron a pensar que el líder político carismático estaba ahí para satisfacer sus intereses personales. Pasamos de este modo a que los ciudadanos compraran la política como si fuera una lata de refresco, una que sólo valía para satisfacer sus necesidades artificiales inducidas por el propio mercado, una en la que importaba más sentirse representado que beneficiar a la comunidad con medidas concretas en política económica.

Paradójicamente en estas elecciones generales quien está planteando un mensaje más agregador es la ultraderecha de Vox. Al margen de que cuente con un programa neoliberal, cercano a los intereses de las grandes fortunas, al margen de que carezca de una retórica anti-élites europeístas como los ultras italianos, su intención es crear un sujeto político transversal unido por el nacionalismo español agregado por el odio a los colectivos minoritarios. Una forma de actuar que en el PP parece no funcionar del todo al asustar a sus simpatizantes más moderados, pero que sí parece que les está dando resultado con toda una extrema derecha sociológica que permanecía latente, sin reconocerse a sí misma, e incluso con capas medias que buscan caudillaje en tiempos donde creen que el país se va a romper. Es evidente que algunos grandes grupos de comunicación juegan a su favor, tanto como que su mensaje tiene potencia en estos momentos de incertidumbre.

Por su parte la izquierda, la cual debería estar naturalmente interesada en recuperar ese ser político común, se debate entre adaptarse por completo al nuevo ámbito de uberización de lo electoral, como en el caso de Carmena y Errejón, o jugar en un campo intermedio donde se apela a lo común pero no se sabe quién lo encarna. Una vez pasada la indignación –ninguna sociedad puede vivir permanentemente en esa excepcionalidad del enfado– resulta difícil que el mensaje de Unidas Podemos cale si no se tiene claro a quién se dirige, con quién confronta y a dónde pretende ir. Se diría que en estos últimos años, dependiendo de por dónde soplara el viento de la actualidad, se ha optado por poner el foco del quién protagónico en esa abstracción de la ciudadanía indignada, en las feministas, los jubilados, el movimiento lgtb, los inmigrantes, los trabajadores de tal empresa en conflicto… y así hasta el infinito. Los espacios políticos se crean al reconocer a los protagonistas que los llevan a cabo, y la izquierda carece hoy de espacio propio y protagonistas estables, ¿qué une a la multiplicidad de grupos anteriormente descritos?

En ese sentido el PSOE, una vez superado el trauma de la desafección generacional y capitalizando un evidente miedo a la ultraderecha, está sirviendo como partido refugio al ser una organización estable, con un mensaje reconocible en todo el territorio nacional y no haber renunciado al concepto de «izquierda», pese a su más que evidente centrismo. Aunque muy pocos realizarán esta lectura, estas elecciones pueden suponer una reacción frente a los modelos políticos vaporosos: en épocas de indeterminación los ciudadanos buscan más las certezas que las aventuras, aunque estas certezas provengan de partidos enormemente corresponsables respecto a nuestra situación actual, como el PSOE, o partidos cuyas propuestas linden en una suerte de fascismo posmoderno, como Vox.

Que el proyecto neoliberal haga aguas en toda la Unión Europea tiene que ver con la extrema voracidad de los poderes financieros y la opacidad de las instituciones, pero también con una máxima que parece haberse olvidado: si todos somos una suma inacabable de especificidades sedientas de reconocimiento, entonces no puede haber un nosotros.

 

[Fuente: RT]

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4 /

2019

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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